El horror
Llegu¨¦ prevenido al Congo, que entonces se llamaba Zaire. Sab¨ªa que el aeropuerto de Kinshasa era un lugar tumultuoso, y no me sorprendi¨® que los equipajes fueran directamente a las oficinas de la polic¨ªa. Me sorprendi¨® algo m¨¢s que un polic¨ªa, vestido con un elegante traje italiano, me propusiera "negociar". "Yo tengo su mochila; usted tiene en la mano un ordenador, pero no hace falta que me lo d¨¦: tambi¨¦n le tengo a usted". El polic¨ªa se march¨® sonriente y me encerr¨® con llave. Volvi¨® al cabo de una hora. "?Negociamos ya? Le pido 700 d¨®lares". Un par de horas m¨¢s tarde, la negociaci¨®n estaba concluida. Pagu¨¦ 400 d¨®lares por mi mochila, mi ordenador y un salvoconducto (un simple papel garabateado, que, sin embargo, funcion¨®) para llegar a Goma, una ciudad oriental junto a la frontera ruandesa.
Cre¨ªa estar llegando, como el personaje de Joseph Conrad, al coraz¨®n de las tinieblas. Lo era
Kinshasa es una ciudad inmensa, ca¨®tica, violenta. Por entonces, hace 13 a?os, albergaba una considerable colonia de yonquis blancos. La calle era un continuo tejer y destejer de tumultos, acompa?ados por una banda sonora exquisita: ni en Nueva York, ni en Johanesburgo, ni en ninguna parte hay m¨²sicos urbanos como los de Kinshasa.
Dos d¨ªas despu¨¦s consegu¨ª un vuelo hacia Goma. Cre¨ªa estar llegando, como el personaje de Joseph Conrad, al coraz¨®n de las tinieblas. Lo era. Era tambi¨¦n el coraz¨®n de la luz. A unos kil¨®metros, al otro lado de la frontera, Ruanda se desangraba en un genocidio atroz. En el bell¨ªsimo lago Kivu flotaban cad¨¢veres hinchados. Y Goma, que lleg¨® a ser un destino tur¨ªstico (el paisaje, el exotismo, los gorilas ocultos en las colinas neblinosas) hac¨ªa lo que pod¨ªa con el desastre: hac¨ªa negocio. Empezaban a llegar periodistas y cooperantes; algunos fugitivos ruandeses (ministros, banqueros, empresarios) tra¨ªan maletas de dinero, y se disfrutaba, en general, de una ef¨ªmera prosperidad, mezclada con una felicidad furibunda, fisiol¨®gica.
Mucho m¨¢s tarde, con la regi¨®n convertida en un inmenso campo de refugiados, cuando los enfermos de c¨®lera mor¨ªan por decenas en las calles y hasta el ¨²ltimo arbusto hab¨ªa sido utilizado en las hogueras diminutas donde se cocinaba la miseria, conoc¨ª por casualidad a un tipo interesante.
Mi ordenador no funcionaba (luego supe que un insecto electrocutado bloqueaba la bater¨ªa) y no pod¨ªa transmitir, y alguien me habl¨® de un griego, traficante de diamantes, que pose¨ªa en su casa un tel¨¦fono por sat¨¦lite. Camin¨¦ unos kil¨®metros hasta la residencia del griego, en lo alto de una colina, y llam¨¦ a la puerta. Me abri¨® un hombre alto, con los rasgos estilizados que suelen atribuirse a la etnia tutsi. Pregunt¨¦ por el griego, pero se hab¨ªa largado a alg¨²n lugar m¨¢s tranquilo. Le rogu¨¦ al hombre que me dejara utilizar el tel¨¦fono, con la tarifa usual de 10 d¨®lares por minuto. Se neg¨®. Permanecimos unos diez minutos discutiendo en el umbral, sin que el tipo pareciera dispuesto a ceder. En un momento dado, por un lapsus, insist¨ª en que transmitir mi cr¨®nica a Barcelona (en realidad, transmit¨ªa a Madrid) era cuesti¨®n de vida o muerte.
El tipo se qued¨® inm¨®vil y me mir¨® con atenci¨®n. "?Barcelona?". No supe qu¨¦ decir. Supuse que la palabra "Barcelona" resultaba un misterio para mi interlocutor. Pero no. Aquel hombre, que en la vida se hab¨ªa movido de las cercan¨ªas del Kivu, levant¨® un pu?o cerrado y habl¨® casi a gritos: "?Visca Catalunya, lliure i socialista!". Pueden imaginarse el pasmo. Result¨® que un misionero catal¨¢n le hab¨ªa ense?ado a escribir en franc¨¦s y a decir esa frase, con un acento catal¨¢n casi perfecto. Pude utilizar el tel¨¦fono y compartir con mi anfitri¨®n unas tazas de caf¨¦.
Me cont¨® un mont¨®n de desgracias. Su mayor preocupaci¨®n, dijo, consist¨ªa en que los soldados congole?os, que ya no recib¨ªan los sobornos regulares del griego, asaltaran y saquearan la casa. Eso pod¨ªa ir acompa?ado de su propio asesinato, a poco que fueran mal las cosas. Antes de despedirnos le pregunt¨¦ si pod¨ªa hacer algo por ¨¦l. Respondi¨® con una sonrisa: "Deme algo de dinero, lo justo para pagarme una cena y una mujer; la vida es hermosa y hay que disfrutarla".
Nunca vi gente con tanta alegr¨ªa como en aquel pozo de horror.
Las matanzas prosiguen, 13 a?os despu¨¦s, en el Kivu. Soldados y milicias celebran una interminable org¨ªa de muerte, y vale cualquier excusa: el odio inter¨¦tnico, la venganza personal, el robo, un simple malhumor. La ONU ha denunciado que la masiva violencia sexual sobre la poblaci¨®n civil, hombres, mujeres y ni?os, ha alcanzado una crueldad inimaginable. Les ahorro los detalles del informe.
A veces pienso en el hombre del tel¨¦fono. Quiz¨¢ est¨¦ vivo, quiz¨¢ siga diciendo que "la vida es hermosa y hay que disfrutarla". Quiz¨¢ tenga raz¨®n. Eso forma parte del horror. -
Vagabundo en ?frica, de Javier Reverte. Random House Mondadori. 479 p¨¢ginas
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