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Reportaje:

Misterios de piedra

Julio Llamazares

A los pies del se?or Santiago

Dicen los santiagueses que en Compostela la lluvia es

arte y debe de ser verdad. Basta mirar los tejados, las galer¨ªas, los soportales, hasta los canalones y los desag¨¹es por los que esta ciudad recibe y se libera de la lluvia que cae sobre sus tejados trescientos veinte de los trescientos sesenta y cinco d¨ªas del a?o, seg¨²n datos oficiales, para imaginar la melancol¨ªa que tiene que impregnarla en ese tiempo y aun la m¨²sica que debe de brotar de sus tejados y sus calles.

Pero, para sorpresa del viajero, la ma?ana en la que ¨¦ste empieza en ella su viaje (a los pies del se?or Santiago, como no pod¨ªa ser de otro modo, trat¨¢ndose aqu¨¦l de las catedrales de Espa?a) amanece esplendorosa, como si fuera un d¨ªa de fiesta. No lo es (al contrario: es primer lunes de septiembre, el d¨ªa en que mucha gente regresa a la actividad despu¨¦s de sus vacaciones), pero el sol, que ya ha salido, brilla con toda su fuerza, anunciando un d¨ªa magn¨ªfico en la ciudad y en toda Galicia. Por la Compostela vieja, la gente se dirige a sus trabajos entre el olor a caf¨¦ que sale de las cafeter¨ªas y los saludos de los tenderos que abren de nuevo sus tiendas despu¨¦s del fin de semana. Entre ellos, confundido, con el sue?o todav¨ªa agarrado de los ojos y el peri¨®dico del d¨ªa bajo el brazo (lo termina de comprar, junto con una gu¨ªa de la ciudad, en la papeler¨ªa El Sol), va un viajero que lleg¨® de la meseta con las primeras luces del alba y al que el amanecer sorprendi¨® ya cerca de la ciudad.

Pero el viajero no es el ¨²nico que ha madrugado este d¨ªa. Ni siquiera es el m¨¢s madrugador. Aparte de los tenderos y de los vendedores callejeros que ya ocupan sus lugares en los distintos caminos que llevan a la catedral, el viajero, mientras se aproxima a ¨¦sta, va encontrando a numerosos peregrinos que esta noche han debido de dormir cerca de ella para hacer su entrada en Santiago con las primeras luces del d¨ªa, que es lo que manda la tradici¨®n. Los hay de todos los tipos: espa?oles, extranjeros, en grupos, en solitario, j¨®venes, viejos, mujeres, ni?os, inv¨¢lidos? Todos con los distintivos tradicionales del peregrino (el bord¨®n y la concha, sobre todo) y todos muy felices por haber cumplido viaje. El viajero, a pesar de su indumentaria, podr¨ªa pasar por uno de ellos, pero no quiere enga?ar a nadie. El viajero empieza su viaje donde los dem¨¢s lo acaban y no le importa decirlo, aunque ello le suponga renunciar

a los privilegios que aqu¨ª tiene el peregrino. Al viajero le gusta andar a contracorriente tanto por los caminos como en la vida y est¨¢ ya acostumbrado a asumir las consecuencias:

-?C¨®mo ha venido?

-En coche.

-??En coche?!? Entonces, no le puedo dar la Compostelana

-le comunica una de las chicas de la Oficina del Peregrino, que

se encuentra en su camino, al lado ya de la catedral.

-Pero yo he venido a Santiago?

-Ya. Pero es que la Compostelana -le explica aqu¨¦lla, un tanto molesta- s¨®lo se da a quien demuestre que ha hecho andando

los cien ¨²ltimos kil¨®metros del camino o los doscientos ¨²ltimos

en bicicleta.

-?Y cuatrocientos en coche no sirven?

-No sirven, no, se?or.

-Bueno, pues nada. Qu¨¦ se le va a hacer, mujer -se disculpa el viajero, volviendo afuera, con la sensaci¨®n de haber molestado por preguntar.

La sensaci¨®n de haber molestado, o de estar a punto de hacerlo, le perseguir¨¢ durante todo el d¨ªa, tanto dentro como fuera de la catedral. El santiagu¨¦s es amable y hospitalario con los turistas (no en vano vive de ellos), pero, como buen gallego, no le gustan demasiado las preguntas. Sobre todo si el que las hace no es peregrino ni se sabe bien qu¨¦ busca en la ciudad.

-?Peregrino?

-No.

-?Turista?

-Tampoco.

-?Viaje de negocios?

-Menos.

-?Entonces?? -le mir¨® con desconfianza la recepcionista

de la Hospeder¨ªa Xelm¨ªrez, cuando lleg¨® esta ma?ana.

-Digamos que estoy de viaje -dijo el viajero, sonriendo,

recogiendo su maleta para subirla a la habitaci¨®n.

Pero eso fue hace ya un rato. Ahora el viajero est¨¢ en plena plaza del Obradoiro, confundido con el mar de peregrinos y turistas que desembocan en ella, como en un inmenso puerto de granito, desde todas las calles de alrededor. La imagen, por conocida, no deja de sorprender. Abierta al pie de la catedral, que alza sus torres sobre ella al tiempo que la domina con la gran escalinata de granito que le hicieron en el siglo XVIII para salvar el desnivel que hab¨ªa entre ambas, la plaza del Obradoiro est¨¢ ya llena de gente, a pesar de que es muy temprano. La vieja plaza del Hospital, el lugar donde un d¨ªa estuvo el obradoiro de los canteros que tallaron piedra a piedra la fachada principal y sus dos torres (la de la Carraca y la de las Campanas), sigue siendo el lugar cosmopolita que ya era en la Edad Media, cuando se generalizaron en toda Europa las peregrinaciones hacia Santiago. Hay gente por todas partes, peregrinos llegados de todos los pa¨ªses que deambulan por la plaza con sus conchas y bordones, salud¨¢ndose unos a otros, haci¨¦ndose fotograf¨ªas para el recuerdo y comprando todo lo que les ofrecen los mil y un vendedores que se disputan la plaza y las calles aleda?as. Crucifijos, conchas, postales, grabaciones con canciones de la tuna, botafumeiros de alpaca, nada que tenga que ver con la ciudad y su catedral o que simplemente pueda ser vendido a los turistas est¨¢ fuera del comercio en este inmenso Babel que es la gran plaza del Obradoiro en este bello d¨ªa de septiembre que el viajero ha elegido para comenzar su viaje.

Y lo hace precisamente aqu¨ª, en el coraz¨®n del mundo, en el m¨ªtico lugar donde confluyen caminos y peregrinos procedentes de todos los pa¨ªses de la Tierra, siguiendo las pisadas de otros muchos anteriores que, a lo largo de los siglos, llegaron a esta ciudad atra¨ªdos por su estrella y su fama milagrosa, igual que hiciera a?os antes -en el 813- el obispo de Iria Flavia Teodomiro, que fue el primero en llegar

y el que descubri¨® el sepulcro sobre el que hoy se levanta la catedral. Una catedral que es, como la mayor¨ªa de ellas, el resumen de muchas catedrales superpuestas, desde aquel templo inicial que orden¨® construir el rey Alfonso II el Casto a ra¨ªz del descubrimiento de los restos del ap¨®stol y en torno al que surgir¨ªa la ciudad de Compostela?

Con Merl¨ªn en Mondo?edo

Bienvenido a Mondo?edo, viajero! Soy Merl¨ªn. El mago

de las estrellas. El hijo del gran druida. El ¨²nico capaz de espantar las nubes y curar el mal de ojo? ?Quiere usted ver mi museo?

El hombre se ha abalanzado sobre el viajero en cuanto lo vio llegar. El hombre, que viste de un modo extra?o, como si fuera un mago de cuento, parece, efectivamente, sacado de un relato de Cunqueiro o de una fiesta de Carnaval. Pero no. El hombre es de carne y hueso, pese a su curioso aspecto, y que el viajero sepa hoy no es d¨ªa de disfraces. Aunque en Galicia nunca se sabe. Tan pronto se encuentra uno con una meiga como se topa por un camino con un lic¨¢ntropo.

-Venga, venga. Le ense?ar¨¦ todos mis tesoros: libros, joyas, objetos que nunca ha visto? Pase, pase, conozca el museo de Merl¨ªn -le arrastra el hombre hasta ¨¦ste, entre la curiosidad de un viajero que todav¨ªa no ha reaccionado. Es dif¨ªcil que lo haga en un buen rato, a la vista de tan histri¨®nico personaje.

Es un hombre ya mayor. Vestido con una t¨²nica y cubierto de abalorios, la mayor¨ªa en forma de pez, porta un bast¨®n de madera y un gran anillo de oro que le da cierto aire de obispo. Quiz¨¢ lo fue en alg¨²n tiempo, a juzgar por sus ademanes.

El museo, o lo que sea, tampoco le desmerece. Al contrario, supera cualquier idea que alguien se pudiera hacer. Al viajero, al menos, as¨ª le pasa y se lo reconoce en cuanto entra en ¨¦l. Ni en el m¨¢s fant¨¢stico de sus sue?os podr¨ªa haber so?ado un lugar as¨ª.

Y es que el museo de Merl¨ªn, que ocupa lo que fuera seguramente una antigua tienda, sobre la plaza de la catedral, acoge tal cantidad de curiosidades que es dif¨ªcil siquiera enumerarlas.

Hay, por ejemplo, libros de literatura, la mayor¨ªa de Cunqueiro, el escritor m¨¢s famoso de Mondo?edo, cuya estatua se ve enfrente del museo presidiendo los jardines del lugar en que naci¨®, pero tambi¨¦n objetos antiguos y recortes de peri¨®dicos y bastones de madera (de boj, precisa Merl¨ªn) y piedras y calendarios y carteles de productos farmac¨¦uticos y hasta fotograf¨ªas de personajes famosos que, al parecer, pasaron por el museo y dejaron de recuerdo sus retratos dedicados.

-?ste es el druida gallego, el que cas¨® a la cantante Karina. Y este de aqu¨ª, el de negro, el Dr¨¢cula de Pontevedra -le va explicando Merl¨ªn a un viajero cada vez m¨¢s asombrado.

-??El Dr¨¢cula de Pontevedra?!

-S¨ª, se?or -contin¨²a Merl¨ªn, como si tal cosa, devolviendo

el retrato a su lugar-. Chupa la sangre de las mujeres y asalta los cementerios? ?Nunca lo ha o¨ªdo nombrar?

-Pues no -dice el viajero, asombrado, mirando a su alrededor.

El viajero no sale de su estupor. El viajero, a estas alturas y sin desayunar a¨²n, est¨¢ tan alucinado que comienza a sospechar si no seguir¨¢ dormido. ?C¨®mo va a creer, si no, que lo que este hombre

le cuenta se lo est¨¢ contando en serio o que el lugar en que ahora se encuentra no es un lugar irreal?

Pero no. Tanto Merl¨ªn como su museo son tangibles y reales. Como real es tambi¨¦n el d¨ªa y la fachada de la catedral. Una fachada que mira justamente hacia el museo y en cuyas torres suenan ahora unas campanadas. Las de las once de la ma?ana.

-?Y todo esto lo vende? -le pregunta el viajero a su anfitri¨®n, m¨¢s que nada por decir tambi¨¦n ¨¦l algo.

-?Por favor!? Nada de esto est¨¢ a la venta, amigo m¨ªo. ?stos son objetos m¨¢gicos que he ido reuniendo a lo largo de mi vida para disfrute personal m¨ªo -dice Merl¨ªn, mir¨¢ndole con ternura-. Esto est¨¢ en exposici¨®n.

-Claro, claro -se disculpa el viajero, arrepentido.

-Yo fui librero de c¨¢mara de don ?lvaro Cunqueiro -sigue Merl¨ªn por su cuenta, mostr¨¢ndole ahora un escaparate (el otro est¨¢ tambi¨¦n lleno de libros)-, que fue quien me descubri¨® mis poderes m¨¢gicos. Por eso, tengo aqu¨ª todos sus libros -dice, mostr¨¢ndole uno de ellos, una primera edici¨®n de Merl¨ªn y familia dedicada por su autor.

-?Y cu¨¢ndo descubri¨® que ten¨ªa esos poderes? -le pregunta el viajero, intentando aparentar normalidad.

-Hace a?os. Aunque desde peque?ito sent¨ªa ya cosas raras.

Porque el mago nace, ?sabe usted? El mago nace y se hace con el tiempo, como me est¨¢ sucediendo a m¨ª? ?Ve usted estos cuernecillos? -le dice Merl¨ªn ahora, despoj¨¢ndose del gorro que le cubre la cabeza, una especie de bonete bordado en vivos colores y del que cuelgan m¨¢s peces, am¨¦n de varias estrellas, para mostrarle los dos bultos que, en efecto, le han salido en ambos lados de la frente, y que, seg¨²n ¨¦l, son la confirmaci¨®n de que se trata en verdad de un mago-. Fui al m¨¦dico a que me los viera y me dijo lo que yo ya sospechaba: que son duros, no de grasa, pero que, si yo quer¨ªa, me los quitaba? Por supuesto, no le dej¨¦. Me hubiera quitado mis poderes, ?no comprende?

Ahora s¨ª, el viajero ya no sabe qu¨¦ pensar. Ahora el viajero est¨¢ ya tan estupefacto que lo ¨²nico en que piensa, aparte de en c¨®mo huir, es en c¨®mo va a contarlo. Seguramente, no le creer¨¢n, como tampoco nadie cree a Merl¨ªn. Aunque tenga los dos cuernos en la frente como prueba.

-Dicen que a cada pueblo le toca uno y a nosotros nos toc¨® ¨¦ste -le dice el due?o del bar de enfrente, en el que por fin recala despu¨¦s de escapar de aqu¨¦l.

La catedral de vidrio

Cincuenta y siete rosas u ¨®culos, tres enormes rosetones, m¨¢s de ciento veinticinco ventanales? La profusi¨®n de vidrio es tan fabulosa (mil ochocientos metros cuadrados, lee el viajero en sus gu¨ªas) que ¨¦ste no sabe ad¨®nde atender ni desde qu¨¦ sitio mirar mejor ese juego infinito de figuras y colores que cubre toda la f¨¢brica, desde la fachada al ¨¢bside. La impresi¨®n que produce es la de estar en un sue?o. Un sue?o que va creciendo a medida que la vista se desliza por los muros, de abajo arriba y de un lado a otro, descifrando los motivos de una iconograf¨ªa que, como el mundo en la religi¨®n, se divide y se organiza en tres planos diferentes: abajo los vegetales, en medio el mundo animal y, en lo m¨¢s alto de todo, el sobrenatural o m¨ªstico. Es decir, la c¨¦lebre pir¨¢mide religiosa tan del gusto de las gentes del medievo.

Y es que la mayor¨ªa de estas vidrieras son coet¨¢neas del templo. Trabajaron en ellas, seg¨²n los historiadores, los mejores vidrieros espa?oles y extranjeros de la ¨¦poca, aunque, con el tiempo, lo har¨ªan tambi¨¦n algunos menos brillantes. En conjunto, las m¨¢s antiguas son las del claristorio, aunque las hay tambi¨¦n de ese tiempo repartidas por el resto de los muros. Representan personajes del Antiguo Testamento, excepto la de la Cacer¨ªa, de iconograf¨ªa profana, detalle este muy novedoso en el arte religioso medieval, lo que ha hecho pensar a algunos que quiz¨¢ estuviera antes en un palacio real, posiblemente el de Alfonso X.

Con las manos en los bolsos, caminando muy despacio y deteni¨¦ndose cada poco para volver a admirar lo visto, el viajero recorre una por una las vidrieras, que se deslizan ante sus ojos como si fueran un libro abierto. El viajero va embriagado por la luz que las alumbra (luz de Dios, dir¨ªa un creyente) y por la m¨²sica que ahora suena, que parece elegida para ello. Al final, llegado ya ante el altar, se sienta a seguir mir¨¢ndolas en un banco de la nave principal, en la que se ve ya gente. Mientras lo hace, lee su historia. Las gu¨ªas hablan ahora de la construcci¨®n del templo, que comenz¨®, al parecer, en el 1205 un tal Manrique de Lara sobre el mismo solar en que se alzara la primitiva catedral rom¨¢nica (?), en el lugar m¨¢s alto y noble de la ciudad. Un solar, por lo tanto, lleno de historia (?) en torno al que ha girado desde siempre la de esta vieja ciudad en la que el viajero tiene tambi¨¦n parte de su propia historia.

Pero su historia es casi un suspiro comparada con la de esta catedral. Desde que se concluy¨®, la catedral de Santa Mar¨ªa, o la Pulcra Leonina, como la llaman los m¨¢s redichos, ha vivido y conocido tantas cosas que es imposible sintetizarlas.

El viajero recuerda, por ejemplo, aquel incendio que a punto estuvo de destruirla en 1966 (ten¨ªa ¨¦l once a?os), pero, antes, la catedral ya hab¨ªa conocido terremotos y desplomes y diversas agresiones, entre las que no es la menor la enfermedad del mal de la piedra que roe sus estructuras y que amenaza con deshacerla como si fuera un azucarillo. Aunque no todo han sido desgracias. A lo largo de su vida, como es l¨®gico, la catedral de Le¨®n ha conocido tambi¨¦n momentos m¨¢s jubilosos y ¨¦pocas de esplendor. Esplendor que se manifiesta en su arquitectura, de gran pureza y belleza, pero tambi¨¦n en sus dimensiones, que la hacen casi ¨²nica en su g¨¦nero.

Porque, si las vidrieras son impresionantes (sobre todo una ma?ana como ¨¦sta), no lo es menos el tama?o de estas naves que parecen concebidas, m¨¢s que para permanecer en ellas, para elevarse hacia las alturas. Desde el exterior, agujas, pin¨¢culos y arbotantes la convierten en un bosque fabuloso, pero, por dentro, la catedral parece m¨¢s una gran bodega en la que los rosetones hacen las veces de ojos de buey. Construida al estilo franc¨¦s, (?) es, junto con las de Toledo y Burgos, el edificio g¨®tico m¨¢s importante de (?) la Pen¨ªnsula, aunque tiene sobre ¨¦stas todav¨ªa una ventaja: casi la cuarta parte de su estructura es de vidrio, lo que la hace a¨²n m¨¢s esbelta y delicada. Lo cual contrasta con su tama?o y con la altura de sus dos torres, que el viajero recuerda ahora desde dentro. Las recuerda y vuelve a verlas: cuadradas y puntiagudas, como flechas que apuntaran hacia el cielo de Le¨®n. Ese cielo azul y puro que alumbra los ventanales y en el que se oyen ahora las campanadas que dan las once?

Las gallinas de Santo Domingo

La catedral est¨¢ abarrotada. Del primer banco al ¨²ltimo, todos est¨¢n repletos de gente que asiste a la misa de la una, que oficia un cura joven, al que se le ve animoso. E inteligente.

Su homil¨ªa, por ejemplo, parte de la lectura del d¨ªa, que versa sobre el milagro del sordomudo al que Jesucristo devolvi¨® el habla y el o¨ªdo, y trata sobre la incomunicaci¨®n del hombre moderno. Y lo mismo hace con las peticiones: en lugar de las habituales (por el Papa, por los curas, por los misioneros repartidos por el mundo? ), las ha adaptado a la realidad que m¨¢s preocupa a sus feligreses: el terrorismo, el paro, las injusticias? Aunque no olvida tampoco pedir por el obispo de la di¨®cesis, que acaba de renunciar al cargo. El vecino de asiento del viajero, al que se le ve entendido, dice que el cura es de Ciri?uela, un pueblo cerca de Santo Domingo, y que es una gran persona.

Pero el viajero est¨¢ m¨¢s interesado en lo que acaba de descubrir tras ¨¦l. Un ruido caracter¨ªstico, pero impropio del lugar en el que est¨¢, le ha hecho volver la cabeza y ha

descubierto con gran asombro un gallo y una gallina en una especie de capillita. Las dos aves, que son blancas (igual que las que hay pintadas en ambos lados de la hornacina), est¨¢n a media altura, en el interior del templo, guardadas por una reja, pero a la vista de todo el mundo. Y parecen acostumbradas a estar all¨ª, puesto que no se inmutan por la presencia de tanta gente.

El viajero busca en sus gu¨ªas la raz¨®n de su presencia, si la hay. El viajero sabe el refr¨¢n que dice que en Santo Domingo "cant¨® la gallina despu¨¦s de asada", pero no se imaginaba que esa gallina tuviera una presencia tan real. Las gu¨ªas cuentan la historia (un peregrino alem¨¢n acusado de un robo que no hab¨ªa cometido resucit¨® por intercesi¨®n de Santo Domingo a la vez que la gallina que se dispon¨ªa a comer el juez en ese momento), pero no explican la raz¨®n de su presencia en el interior del templo. Aunque s¨ª dicen que es muy antigua. Un documento del 1350 ya la se?ala, seg¨²n parece, y la hornacina en la que se encuentran es del 1445.

En cuanto acaba la misa, el viajero se acerca a verla. Hay mucha gente que hace lo mismo, sobre todo peregrinos tan sorprendidos como ¨¦l por la presencia de las dos aves dentro de la catedral. ?stas se ponen nerviosas al ver tanta gente junta, incluso el gallo empieza a cantar, provocando sonrisas entre los que los est¨¢n mirando.

-?Ha visto qu¨¦ bien ense?ado est¨¢? En la misa no ha cantado ni una vez -le comenta al viajero un hombre joven, vecino de Santo Domingo, que le cuenta que las aves son cambiadas cada mes y que hay un hombre que se encarga de ello-. Precisamente -dice- lo ha dejado hace unos d¨ªas.

-?Y ahora??

-Le ha sustituido otro.

El hombre mira a las aves con satisfacci¨®n y orgullo; el mismo orgullo y satisfacci¨®n con que las miran otros vecinos del pueblo que entretienen la salida de la misa mostr¨¢ndoles a sus hijos la capillita que hace las veces de gallinero. Y es que gallinero es, por m¨¢s que sea de estilo g¨®tico.

-Pero por la noche las sacar¨¢n de ah¨ª? -le comenta el viajero a su informante, seguro de que es as¨ª.

-No. Duermen ah¨ª -dice ¨¦ste, mientras el gallo vuelve a cantar como si supiera que est¨¢n hablando de ¨¦l?

La catedral perdida de Roda

Hasta Roda hay una hora de camino por carreteras bastante malas. Primero, una hasta Graus, la capital de la Ribagorza, que aparece al final de un gran pantano, y luego la del Is¨¢bena, que remonta el r¨ªo de este nombre, que se une en Graus con el ?sera. Por el camino se van ya viendo las crestas de los Pirineos.

Roda aparece tras una curva, encaramada en lo alto de una colina. La misma en la que lleva asentada varios siglos dominando el valle del r¨ªo Is¨¢bena y sus aldeas. Pobres aldeas altomedievales que han sufrido como pocas la sangr¨ªa emigratoria que asol¨®

y sigue asolando toda la franja prepirenaica. La misma Roda, que fuera capital de un condado y de una di¨®cesis (el de la Ribagorza y la de su nombre), apenas es hoy ya un peque?o pueblo en el que a duras penas resisten dos docenas de vecinos y mayores. Y eso que el pueblo est¨¢ conservado como si todos sus edificios estuvieran habitados y con vida.

El art¨ªfice de esa ilusi¨®n es don Jos¨¦ Mar¨ªa Lemi?ana. El mos¨¦n, como les dicen aqu¨ª a los curas (aunque con acento en la o y no en la e, al rev¨¦s que en Catalu?a), lleg¨® a Roda hace tres d¨¦cadas procedente de L¨¦rida, donde ejerc¨ªa (todav¨ªa las parroquias de la ex di¨®cesis no hab¨ªan sido devueltas a Arag¨®n), y se encontr¨® la antigua catedral abandonada, igual que toda la zona. Durante muchos a?os, desde que, hacia la mitad del siglo XIX, desapareciera definitivamente el cabildo que qued¨® en la ex catedral tras el traslado de aqu¨¦lla a L¨¦rida, el templo fue languideciendo hasta ofrecer el estado de abandono en el que Lemi?ana se lo encontr¨®. Pero Lemi?ana era aragon¨¦s y amaba mucho esta tierra y, en lugar de tomarse el destino como un destierro, que es como sol¨ªan tom¨¢rselo todos sus antecesores, se remang¨® y se puso manos a la obra para devolverle a la ex catedral su antiguo esplendor. Trabajando ¨¦l mismo de alba?il, con ayuda de alg¨²n vecino del pueblo, restaur¨® el edificio piedra por piedra hasta que le devolvi¨® la imagen que hab¨ªa tenido siglos atr¨¢s y que el viajero vuelve a admirar cuando llega. Es la tercera vez que lo ve.

-?Qu¨¦ sorpresa! -le saluda una chica cuando baja, tras aparcar el coche en la vieja plaza. Que est¨¢ tambi¨¦n restaurada, lo mismo que todo el pueblo, que parece sacado de un cuento medieval.

Es Yolanda, la chica que le ense?¨® la catedral la primera vez. Con m¨¢s a?os y m¨¢s gorda, pero con la misma afabilidad. Al viajero le cuesta poco reconocerla, pese a que ya ha pasado tiempo de aquello.

Tras los saludos de rigor, que Yolanda hace extensivos al ni?o que est¨¢ con ella (su hijo, de cinco a?os), ¨¦sta se ofrece a ir a buscar al mos¨¦n, incluso a abrirle ella misma la catedral, si es que ¨¦ste est¨¢ cenando. Yolanda ya no trabaja de gu¨ªa (vive en Barbastro, aunque viene mucho), pero es su hermana la que la ha sustituido.

Por fortuna, Lemi?ana no hab¨ªa empezado a cenar a¨²n y el viajero tiene dos gu¨ªas en vez de uno. El mos¨¦n est¨¢ m¨¢s viejo, pero conserva la energ¨ªa de otros tiempos. Y el pelo largo, como acostumbra, que le da cierto aire de vagabundo. Con la llave abre la puerta principal (la que da al p¨®rtico) y franquea al viajero el paso a esta joya del rom¨¢nico perdida en los Pirineos y a contrapi¨¦ de cualquier camino. ?Qu¨¦ maravilla volver a verla!

Mientras el mos¨¦n le cuenta las novedades y Yolanda da las luces, que se sabe de memoria (se ve que no se ha olvidado de cuando trabajaba aqu¨ª), el viajero observa con emoci¨®n este templo que se conserva pr¨¢cticamente como cuando lo construyeron

-en los primeros a?os del siglo XI- y que por fuera confunden, como les sucede a muchos, un p¨®rtico y un campanario barrocos que disimulan su verdadero estilo. Un estilo, el rom¨¢nico lombardo, caracter¨ªstico de esta regi¨®n y del que la ex catedral de Roda es su mejor exponente. El resto est¨¢n repartidos por todos los Pirineos, en especial por los altos valles de las provincias de Huesca y L¨¦rida.

-Para m¨ª, es el m¨¢s bello de todos -dice el mos¨¦n Lemi?ana contemplando sus dominios, que conoce piedra por piedra.

Con la luz artificial, que le da m¨¢s magia a¨²n, la catedral de Roda se abre como si fuera un viejo tesoro ante los ojos del viajero mientras escucha al mos¨¦n hablar. Yolanda interviene poco, pero, cuando lo hace, lo hace con conocimiento. Aunque siempre se mantiene en un segundo plano respecto al cura.

El templo, por lo dem¨¢s, est¨¢ limpio como un jaspe. Destella bajo las luces sumergido en el silencio de la noche, que aqu¨ª dentro es absoluto. S¨®lo se oyen las voces del mos¨¦n y del viajero y las pisadas de ambos y de Yolanda. Parecen tres ladrones violentando la soledad de este viejo templo, piensa el viajero rememorando

al que aqu¨ª lleg¨® una noche para llevarse lo mejor de ¨¦l: el famoso Erik el Belga, de tan triste memoria para el mos¨¦n Lemi?ana:

-A¨²n recuerdo la impresi¨®n que me produjo, a la ma?ana siguiente, ver lo que se hab¨ªan llevado -recuerda con gran tristeza mientras contempla la silla de San Ram¨®n, el mueble m¨¢s antiguo que se conservaba quiz¨¢ en Europa y que fue el m¨®vil principal

del sacrilegio. Y del que s¨®lo han podido recuperarse algunos peque?os trozos que ahora se exhiben al p¨²blico incrustados en una copia de pl¨¢stico transparente.

Lo que no es copia es lo dem¨¢s. Ni las vestimentas y zapatillas de obispos y de can¨®nigos, algunas antiqu¨ªsimas, que se muestran en vitrinas en el coro, ni los b¨¢culos y objetos religiosos, como hisopos o peines de marfil, que comparten sitio con aqu¨¦llas,

ni las im¨¢genes y las pinturas que se reparten por todo el templo.

Ni, por supuesto, la arquitectura de los tres ¨¢bsides, lombarda pura y muy restaurada, ni las pinturas murales de la capilla aneja a la cripta (la antigua sala capitular), rom¨¢nicas, del siglo XIII, y el sepulcro del obispo San Ram¨®n. Una bell¨ªsima obra de piedra que al viajero le recuerda al de San Pedro de Osma, en El Burgo. S¨®lo que ¨¦ste es m¨¢s primitivo y m¨¢s hermoso, si cabe.

Con la emoci¨®n de volver a verlo (ahora, de noche, que todav¨ªa es m¨¢s misterioso), el viajero sigue al mos¨¦n en direcci¨®n al claustro, que est¨¢ pegado a la iglesia. El viajero ya lo conoce, pero le vuelve a sobrecoger. Tanta belleza junta es muy dif¨ªcil de soportar. Especialmente a esta hora en que el claustro parece sacado de una pel¨ªcula, con la luna iluminando las cruj¨ªas y el cipr¨¦s trepando hacia ella. S¨®lo las luces del refectorio, que ocupa su lado norte, compiten con el cielo en la noche pirenaica, d¨¢ndole a todo el conjunto un halo a¨²n m¨¢s fabuloso. Porque fabuloso es este lugar que Lemi?ana sac¨® tambi¨¦n del olvido en el que se manten¨ªa desde hac¨ªa siglos. Se lo cuenta al viajero mientras cenan en el antiguo comedor de los can¨®nigos, que ahora es un restaurante, y luego, junto con Yolanda, mientras pasean por el pueblo, que est¨¢ dormido en la noche, no la de este d¨ªa de junio, sino la de la larga historia de la perdida di¨®cesis de la Ribagorza?

Glorias y miedos

Muy pocos hombres -las soledades se extienden hacia el oeste, hacia el norte, hacia el este, inmensas, y terminan por invadirlo todo-, tierras yermas, ci¨¦nagas, r¨ªos vagabundos y landas, bosquecillos, pastizales, todas las formas degradadas del bosque que subsisten despu¨¦s de los zarzales y de los quemadores de bosques (?), de tarde en tarde una ciudad, penetrada por la naturaleza rural, que no es m¨¢s que el esqueleto rejuvenecido de una ciudad romana, barrios enteros de ruinas contorneados por los arados, una muralla tal vez reparada, edificios que datan del Imperio convertidos en iglesias o en ciudadelas, no lejos de ellas algunas docenas de caba?as en las que viven viticultores, tejedores, herreros, aquellos artesanos dom¨¦sticos que fabrican para la guarnici¨®n o para el se?or obispo armas y ornamentos, por ¨²ltimo dos o tres familias de jud¨ªos que prestan un poco de dinero a inter¨¦s, caminos, largas filas de hombres obligados al transporte de mercanc¨ªas, flotillas de embarcaciones en todos los cursos de agua: as¨ª es el Occidente en el a?o 1000. Un mundo salvaje. Un mundo acechado por el hambre (?) Sin embargo, desde hace cierto tiempo, movimientos imperceptibles empujan a esta humanidad miserable a emerger lentamente de la barbarie".

As¨ª comienza La ¨¦poca de las catedrales, de George Duby, y con esa cita inauguro yo Las rosas de piedra (Alfaguara), el libro en el que relato el viaje, o, mejor dicho, los viajes, puesto que son varios e intermitentes, que comenc¨¦ en septiembre del a?o 2001, esto es, cuando empezaba el tercer milenio, y que me est¨¢n llevando a trav¨¦s de las catedrales de toda Espa?a. Doce viajes en total, de los que publico ahora los seis primeros (los que corresponden a la mitad norte del pa¨ªs, desde Galicia hasta Catalu?a) y en los que he visitado ya, y pasado un d¨ªa entero en cada una, 45 de las 75 catedrales existentes, a la vez que las ciudades y pueblos en los que est¨¢n. Cuando digo que he pasado un d¨ªa entero en cada una, me refiero a la catedral y a su entorno, que en algunos casos coincide pr¨¢cticamente con ella, y, por supuesto, al camino que hay entre una catedral y otra.

Qu¨¦ es lo que me llev¨® a elegir para mi cuarto libro de viajes, ese g¨¦nero al que tan aficionado soy, tanto como escritor como lector, supongo que por aquello que afirm¨® un d¨ªa Rimbaud: viajero es el que parte por partir, no lo sabr¨ªa decir. Quiz¨¢ la atracci¨®n que he sentido siempre por esos fabulosos edificios que han sobrevivido al tiempo como ciudades de Dios en la tierra y que comparto con muchas personas y tambi¨¦n, seguramente, la preferencia que siento por esos mundos que han quedado a desmano de la historia, pero que, en su soledad, reflejan los sue?os y los temores de una humanidad errante que, como los viajeros cl¨¢sicos, camina desde su origen sin saber muy bien su destino. En cualquier caso, despu¨¦s de seis viajes ya y doblado el ecuador de este pa¨ªs y de las catedrales que en ¨¦l se asientan, puedo decir que no s¨®lo no me arrepiento de haber emprendido aqu¨¦llos, pese a la envergadura del empe?o y lo penoso del trayecto (desde Galicia hasta Catalu?a, de norte a sur y de oeste a este, los kil¨®metros se me hacen ya incontables), sino que mi fascinaci¨®n ha ido en aumento tras haber deshojado una tras otra, como si fueran enormes rosas arquitect¨®nicas, libros de piedra erigidos sobre el paisaje de las ciudades, en la visi¨®n mist¨¦rica de Fulcanelli (el otro gu¨ªa de mis pisadas), m¨¢s de la mitad de las catedrales que integran ese rosario que cubre nuestro pa¨ªs; un pa¨ªs que, como ellas, cambia a medida que se las deshoja, como tambi¨¦n lo hacen sus gentes, sus paisajes, y su identidad.

Porque esos edificios fabulosos, esos barcos milenarios y bell¨ªsimos que surcan nuestros paisajes y en los que qued¨® plasmada la evoluci¨®n del arte y la arquitectura de nuestros antepasados, as¨ª como la de su religiosidad y miedos, son tambi¨¦n las cajas negras de nuestra historia; una historia tan extensa y tan diversa como las propias arquitecturas que las envuelven y que est¨¢ llena, a su vez, de historias m¨ªnimas, de peque?as aventuras y leyendas, la mayor¨ªa de ellas tan interesantes, o m¨¢s, que la historia con may¨²sculas. Y lo mismo sucede con las personas que, dentro o fuera de la catedral, siguen inventando otras y est¨¢n dispuestas a cont¨¢rselas a aquellos que, como yo, quieran pararse a escucharlas o que, sin querer, las oyen en una gasolinera, en la cafeter¨ªa donde desayunan o en las capillas donde reposan, envueltos en polvo y sombra, los sepulcros y las im¨¢genes de aquellos que en alg¨²n tiempo protagonizaron otras historias o se dejaron entusiasmar por estas rosas de piedra que resisten a la incuria y al desinter¨¦s com¨²n que es el signo desastrado de estos tiempos en los que todo parece subsistir para el turismo, relegando el viaje -y su sabidur¨ªa- para los cuatro locos que se empe?an en creer que una catedral es piedra, pero tambi¨¦n un misterio por descubrir: "Este pueblo de quimeras erizadas, de juglares, de mamarrachos, de mascarones y de g¨¢rgolas amenazadoras -dragones, vampiros y tarascas-, es el guardi¨¢n secular del patrimonio ancestral. El arte y la ciencia, concentrados anta?o en los grandes monasterios, escapan del laboratorio, corren al edificio, se agarran a los campanarios, a los pin¨¢culos, a los arbotantes, se cuelgan de los arcos de la b¨®vedas, pueblan los nichos, transforman los vidrios en gemas preciosas, los bronces en vibraciones sonoras y se extienden sobre las fachadas en un vuelo gozoso de libertad y de expresi¨®n. ?Nada m¨¢s laico que el esoterismo de esa ense?anza! Nada m¨¢s humano que esta profusi¨®n de im¨¢genes originales, vivas, libres, movedizas, pintorescas, a veces desordenadas y siempre interesantes; nada m¨¢s emotivo que estos m¨²ltiples testimonios de la existencia cotidiana, de los gustos, de los ideales, de los instintos de nuestros padres; nada m¨¢s cautivador, sobre todo, que el simbolismo de los viejos alquimistas, h¨¢bilmente plasmados por los modestos escultores medievales" (Fulcanelli dixit).

'Las rosas de piedra' (editorial Alfaguara) sale a la venta el 19 de mayo.

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