El dibujante renegado
Con qu¨¦ rapidez la innovaci¨®n se calcifica en ortodoxia; el estilo en parodia; la originalidad en manual de recetas. En los a?os cuarenta la pintura abstracta americana era una afirmaci¨®n de libertad, un salto en el vac¨ªo: dos d¨¦cadas m¨¢s tarde era una convenci¨®n universal, banalizada en despachos de bancos y murales de aeropuertos, sacralizada en los libros de Historia del Arte. El esplendor de lo nuevo se convierte insensiblemente en el tedio santificado de lo obligatorio. Por falta de inspiraci¨®n o por complacencia en el halago o por simple rutina el artista se acomoda en los rasgos de su estilo y legitima con su firma imitaciones que no ser¨¢n nunca descubiertas porque las ha fabricado ¨¦l mismo. Qu¨¦ pocos autores tienen el don de persistir con integridad en la exploraci¨®n de lo casi invariable haci¨¦ndolo siempre gradualmente nuevo: pienso en Morandi, en Thelonious Monk, en Mondrian, en Mark Rothko, en Robert Frost. Otros parece que huyen, inquietos con lo que han logrado, inseguros del valor de lo ya hecho, especialmente lo que los dem¨¢s celebran, impacientes por romper la baraja y comenzar de nuevo, por desorientar a los seguidores m¨¢s fieles, de los que depende no s¨®lo su buen nombre sino tambi¨¦n muchas veces su forma de vida, porque son ellos los que compran los cuadros o los libros, los discos, las entradas de los conciertos. Gracias a una exposici¨®n de sus dibujos que hay ahora mismo en la Morgan Library puede descubrirse que el pintor Philip Guston fue uno de esos grandes fugitivos.
En 1966, a los 53 a?os, a Philip Guston le dedicaron una de esas exposiciones retrospectivas que tienen algo de canonizaci¨®n en vida
Tan s¨®lo cuatro a?os despu¨¦s, de la noche a la ma?ana se convirti¨® en un apestado. El h¨¦roe era un traidor; el genio obstinado y solitario, un farsante
Los fieles son los guardianes de la ortodoxia, los que menos perdonan su ruptura; pueden sentirse en el derecho a excomulgar al fundador ap¨®stata: a Stravinski o a Picasso, que despu¨¦s de trastornar para siempre la m¨²sica y la pintura fingieron volverse neocl¨¢sicos; a Bob Dylan cuando introdujo en sus canciones el sonido de las guitarras el¨¦ctricas; a Philip Guston cuando despu¨¦s de una s¨®lida carrera de pintor abstracto empez¨® a llenar sus lienzos y sus cuadernos de dibujo de figuras grotescas o joviales, de monigotes de c¨®mic, de los objetos comunes tanto tiempo proscritos, zapatos, escaleras, ¨¢rboles, libros, edificios, pilas rojas de cerezas, relojes, encapuchados, caricaturas pol¨ªticas, sandwiches, botellas, platos humeantes de espaguetis. En 1966, a los cincuenta y tres a?os, a Guston le dedicaron en el Museo Jud¨ªo de Nueva York una de esas exposiciones retrospectivas que tienen algo de canonizaci¨®n en vida, y que pueden ser tan letales como los honores oficiales hisp¨¢nicos que le permiten a un escritor embalsamarse cada vez m¨¢s hinchado en el licor oleoso y cabez¨®n de su vanidad. A Guston aquel anticipo de la gloria le provoc¨® el efecto contrario: cada vez se fiaba menos de lo que hab¨ªa estado haciendo hasta entonces; sent¨ªa la necesidad de limpiar la mesa de un manotazo; de olvidar lo que sab¨ªa; de quedarse a solas con los ojos muy abiertos delante de una hoja en blanco y de los objetos que rodeaban su vida y que durante muchos a?os no hab¨ªa querido pintar ni dibujar. Lo que quer¨ªa ahora, dijo, era mirar como un hombre de las cavernas que por primera vez en el mundo dibuja un animal. Sobre una hoja de papel dibujaba con un solo trazo de tinta una l¨ªnea curvada y diagonal que eran una ola rompiendo; una sola incisi¨®n de l¨¢piz, casi en el centro de la hoja, en la parte superior, creaba en torno suyo la emoci¨®n del espacio, como un peque?o guijarro arrojado al agua. Qu¨¦ ocurrir¨ªa, escribi¨®, si lo eliminaba todo excepto el sentimiento crudo y el pincel y la tinta, los medios m¨¢s simples.
Lo que ocurri¨® fue que tan s¨®lo cuatro a?os despu¨¦s, cuando mostr¨® sus pinturas y dibujos recientes en la galer¨ªa Marlborough, de la noche a la ma?ana se convirti¨® en un apestado. El h¨¦roe ahora era un traidor; el genio obstinado y solitario, un farsante vendido a la frivolidad comercial del arte pop. A los cincuenta y tres a?os pertenec¨ªa al pante¨®n de la gran pintura americana, junto a los m¨¢s grandes de todos, Pollock, Kline, Rothko: a los cincuenta y siete los cr¨ªticos se cebaron en ¨¦l con esa gallard¨ªa que algunos incorruptibles se reservan para humillar al d¨¦bil y patear al ca¨ªdo. S¨®lo otro pintor se acerc¨® p¨²blicamente a ¨¦l para darle un abrazo y reconocerle el derecho soberano a pintar como le diera la gana: su amigo De Kooning, que hab¨ªa padecido a?os atr¨¢s iras semejantes de los entendidos, cuando en sus cuadros abstractos empezaron a insinuarse censurablemente caras y figuras de mujeres. A Guston la unanimidad de los elogios lo hab¨ªa inquietado: ante la sa?a del ataque se fortaleci¨® su rebeld¨ªa. Se march¨® un tiempo a Europa, a su querida Italia. Dej¨® Nueva York para instalarse en una granja en el campo, no lejos de la que ocupaba otro renegado, Philip Roth, quien asegura que compart¨ªa con Guston su devoci¨®n por la vulgaridad ofensiva, por la American Junk, que era el ant¨ªdoto contra lo demasiado literario o lo demasiado art¨ªstico, lo domesticado, lo de antemano prestigioso.
Como un puritano que sucumbe jovialmente a la tentaci¨®n, como el que se harta de comer y beber despu¨¦s de una dieta punitiva, Guston se resarci¨® de veinte a?os de disciplina abstracta e imposible pureza celebrando las formas visibles, lo inmediato, lo transitorio, lo carnal. Las l¨ªneas dubitativas de sus primeros dibujos como hombres de las cavernas se complicaron sin perder su maestr¨ªa para atrapar el deleite sensorial de las cosas y atreverse a la carcajada o al garabato del sarcasmo. Dibujaba lo que ve¨ªa, lo que le gustaba, lo que le daba p¨¢nico, lo que despertaba su ira de antiguo radical de los a?os de la Depresi¨®n enfrentado ahora a la brutalidad de Vietnam y a la groser¨ªa del racismo, a los delirios torvos del presidente Nixon. No ten¨ªa mucho tiempo. Entre su excomuni¨®n y su muerte s¨®lo le quedaron diez a?os.
En el sosiego de la Morgan Library puede verse ahora una parte del trabajo incesante al que dedic¨® Philip Guston el final de su vida, liberado de la gloria y de la respetabilidad, expulsado de los santorales de la vanguardia, obsesionado por las hojas de los calendarios y por los relojes que aparec¨ªan una y otra vez en sus dibujos, te?idos ahora por la influencia de Robert Crumb y de Krazy Kat, pero tambi¨¦n dotados, cuando a ¨¦l le daba la gana, de una maestr¨ªa infalible como de caligraf¨ªas japonesas: l¨ªneas que forman el humo de un cigarrillo, una tela de ara?a, el entramado de negruras de un cenicero lleno de colillas, la opulencia de un racimo de cerezas o de un sandwich de pastrami con pan de centeno, la rotundidad de una bota que parece pintada para el escaparate de un zapatero remend¨®n, la solidez de un libro le¨ªdo muchas veces, el capuch¨®n ominoso de un tarado del Ku Klux Klan. Cuando sintiera que iba a morirse, a los sesenta y siete a?os, Philip Guston pensar¨ªa con tristeza en todas las cosas vulgares que ya no volver¨ªa a ver, en las hojas que se quedar¨ªan en blanco en sus cuadernos de dibujo. -
La exposici¨®n Philip Guston. Works on paper est¨¢ abierta en la Morgan Library de Nueva York hasta el 31 de agosto. http://www.morganlibrary.org/
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