Las caras de hace 500 a?os
Mucho m¨¢s que objetivos, lo que se necesita para vivir es un semblante", escribi¨® El¨ªas Canetti. Detr¨¢s de cada cara hay un secreto, una historia que desconocemos y que necesitamos urgentemente conocer, cuando la contemplamos a solas en un cuadro. No es f¨¢cil explicar esa pulsi¨®n que late en algunos retratos, pero en la vida tambi¨¦n hay rostros que ejercen sobre nosotros un poderoso influjo cuando nos los cruzamos en una calle o los vemos recortados a contraluz sobre la vidriera de un caf¨¦. No es algo que tenga que ver con la belleza, sino con el misterio. A veces lo que nos llama la atenci¨®n de un rostro es un detalle tan insignificante como el l¨®bulo de una oreja, o un punto blanco diminuto y brillante en las pupilas. La primera vez que contempl¨¦ de frente la Gioconda, no pens¨¦ en su sonrisa, que es un icono universal, sino en su voz. Me imagin¨¦ el tono grave, un tanto extra?o en la mujer de un panadero, sorprendentemente bajo, un poco enronquecido, como el de Jean Moreau.
A veces basta una pincelada difuminada justo en el borde superior del labio como un soplo para que el retrato hable. La vida no es m¨¢s que un soplo de aire, pero a trav¨¦s de ¨¦l empiezan a asomarse el deseo o el dolor, la incertidumbre, el desprecio, la experiencia? Todas las m¨¢scaras del alma.
Pintar la voz es algo que s¨®lo han conseguido los grandes genios como Leonardo. El retrato de Ginevra de Benci tambi¨¦n participa de ese misterio. Hay algo en su rostro que inquieta. Tal vez su impavidez est¨¢tica, la severidad de la expresi¨®n, el aire fantasmal. Era una mujer joven, ingeniosa, bella y rica, pero con mala suerte. Su familia pertenec¨ªa al c¨ªrculo florentino de los elegidos que frecuentaban el palacio de los M¨¦dicis y de ni?a creci¨® en el ambiente de la academia plat¨®nica y de las veladas literarias amenizadas por el poeta Poliziano y el fil¨®sofo Marsilio Ficino. De madrugada, con las antorchas encendidas, j¨®venes de cabello largo y pupilas afiebradas recitaban poemas en la terraza de la villa Bruscoli hasta que el alba empezaba a tintar de rosa el cielo de Florencia, erizado de campanarios. Sin embargo, a la bella Ginevra no la casaron con ninguno de aquellos poetas, sino con un comerciante de pa?os cuando a¨²n no hab¨ªa cumplido los 16 a?os. Durante mucho tiempo se pens¨® que el cuadro que le pint¨® Leonardo era un retrato de boda encargado por su marido. Pero hace poco se descubri¨® que el encargo procedi¨® de un diplom¨¢tico veneciano, llamado Bernardo Bembo, que lleg¨® a Florencia como embajador en 1475. Un tipo de 40 a?os con esposa e hijo, que se enamor¨® perdidamente de esta muchacha. Ten¨ªan un lenguaje en clave para entenderse con violetas que la joven Ginevra dejaba caer deliberadamente de su seno mientras atravesaba la plaza de la Signoria. Durante cinco a?os vivieron un idilio intenso y secreto que acab¨® de forma abrupta cuando el brillante diplom¨¢tico tuvo que abandonar Florencia, requerido por otras misiones de su cargo. El mismo d¨ªa de su partida, Ginevra se retir¨® al campo y desapareci¨® del mundo. Lo ¨²nico que ha quedado de ella es el cuadro de Leonardo y un solo verso inmortal escrito de su pu?o y letra: "Pido clemencia; soy un tigre salvaje". Hay que contemplar su retrato al amparo de estas palabras, pronunciadas tal vez con un timbre m¨¢s oscuro que melanc¨®lico. La voz del retrato.
Los pintores del Quattrocento sab¨ªan que no hay nada m¨¢s profundo que la piel del rostro, y a menudo buscaban en ella la manifestaci¨®n del destino, como se ve tambi¨¦n en el bell¨ªsimo y misterioso retrato que Ghirlandaio le hizo a Giovanna Tornabuoni, probablemente despu¨¦s de muerta. Otro fantasma del deseo.
Pero el retrato no siempre refleja un paisaje ¨ªntimo, sino el esp¨ªritu de un tiempo. No hay testimonio m¨¢s aut¨¦ntico, inapelable y descarnado de la historia que la galer¨ªa de retratos de los personajes de una ¨¦poca. Nada explica mejor el nacimiento de la burgues¨ªa en los Pa¨ªses Bajos, por ejemplo, que el retrato del matrimonio Arnolfini de Jan van Eyck, con esa prosperidad de letras de cambio que da la interiorizaci¨®n de la riqueza como una forma de predestinaci¨®n. Un sustrato ideol¨®gico que luego servir¨¢ de cuna al calvinismo. Sin embargo, esta clase de felicidad ordenada, con tabla de quesos y niebla en la ventana, no tiene nada que ver con la alegr¨ªa solar del Quattrocento florentino representado por Botticelli, en La primavera o en El nacimiento de Venus. Su musa, Simonetta Vespucci, fue una joven bell¨ªsima que muri¨® de tuberculosis a los 23 a?os. Pero cinco siglos despu¨¦s, hasta el ¨²ltimo rinc¨®n de Florencia contin¨²a habitado por su fantasma. Hay retratos de ella por toda la ciudad.
El retrato no s¨®lo represent¨® el sue?o de la inmortalidad, sino tambi¨¦n del poder. Muchos pr¨ªncipes y hombres influyentes quisieron ser representados con lujosos atuendos, en posturas altivas y con expresi¨®n severa. No buscaban solamente ser recordados, sino tambi¨¦n una exaltaci¨®n de s¨ª mismos y de su autoridad. Ah¨ª est¨¢ El emperador Carlos V a caballo, pintado por Tiziano, o el retrato de El cardenal desconocido de Rafael, un tipo flaco como un sa¨²co -lo que ya resulta extra?o trat¨¢ndose de la casta cardenalicia- con una desconfianza casi imperceptible a la altura de los ojos. Parece como si escondiera un secreto y estuviera en guardia, precavido. Lo que resulta desconcertante del cuadro de Rafael es precisamente eso, que el retratado sabe perfectamente que su rostro ser¨¢ escudri?ado a trav¨¦s de los siglos. Ocurre todo lo contrario que en las fotograf¨ªas, porque la c¨¢mara es inmediata y no da la oportunidad al fotografiado de ensayar un gesto para la historia. En ambos casos, el terror del retratado es que el artista le robe el alma, o justamente la parte del alma que desear¨ªa ocultar.
A la hora de proyectar una imagen, todos buscamos dar el mejor perfil. Hace un par de a?os, entre los innumerables rostros del Museo de los Uffizi, en Florencia, me atrajo poderosamente un retrato de perfil realizado por Piero della Francesca. Por m¨¢s que me empe?aba, no lograba entender qu¨¦ se escond¨ªa detr¨¢s de aquella mirada. No era envidia, ni ambici¨®n, ni melancol¨ªa, ni ¨²nicamente amargura. Era un sentimiento sin codificar. Nadie que haya visto ese retrato de Federico de Montefeltro podr¨¢ olvidarlo jam¨¢s. Hay caras que son el paisaje de una batalla perdida. Durante todo un invierno en Florencia, mientras escrib¨ªa Quattrocento, no pude dejar de pensar en ¨¦l, porque sab¨ªa que ese rostro cetrino, retratado de perfil con la nariz partida y ataviado con un bonete carmes¨ª, ocultaba dentro una novela. Sin embargo hasta el final no descubr¨ª que la otra mitad del rostro, que este personaje nunca se dejaba retratar, se hallaba desfigurada por una pica de torneo que le atraves¨® la mejilla descarn¨¢ndole la boca y dej¨¢ndole al aire unas enc¨ªas de lobo. Algunos pintores tienen el don de indagar en el rostro de las personas y adivinar su comportamiento futuro. Una facultad que les puede permitir, por ejemplo, pronosticar una traici¨®n a¨²n no fraguada. Quiz¨¢ Piero della Francesca tuviera ese don del que habla Javier Mar¨ªas en la primera parte de Tu rostro ma?ana. La lectura de este libro me acompa?¨® por las calles de Florencia mientras buscaba, tambi¨¦n yo, el rostro de un asesino.
El semblante es la parte m¨¢s ¨ªntima que posee el artista, por eso la mayor¨ªa de los pintores se han hecho autorretratos. A partir del Renacimiento es raro el pintor que no haya dejado constancia de su imagen m¨¢s o menos complaciente ante el espejo. Pero entre todos, tal vez Durero es el que consigue ir m¨¢s all¨¢ del narcisismo, invent¨¢ndose a s¨ª mismo s¨®lo con la mirada y un rictus insignificante en el entrecejo. Sus ojos no ofrecen promesas f¨¢ciles, pero tienen la cualidad de la precisi¨®n. Posee la elegancia en el porte de un halconero. Su autorretrato est¨¢ tan vivo que se le oye respirar y al hacerlo encarna un tipo de decisi¨®n que nada tiene que ver con la ambici¨®n o la gloria, sino con un control f¨¦rreo de la voluntad. Es un hombre que caza solo. Cualquiera que haya estado a solas delante de este cuadro sabe de lo que hablo.
El rostro humano es el mayor misterio. La cartograf¨ªa completa de nuestra deriva por el mundo, todos los cruces de caminos, todas las distancias recorridas, todas las pasiones de la historia est¨¢n en los retratos. S¨®lo hace falta mirar. Dice el escritor John Berger que uno mira siempre las pinturas con la esperanza de descubrir un secreto. "No un secreto sobre el arte, sino sobre la vida. Y si lo descubre, seguir¨¢ siendo un secreto, porque, despu¨¦s de todo, no se puede traducir a palabras".
'El retrato del Renacimiento'. Museo del Prado, Madrid. Del 3 de junio al 7 de septiembre.
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