El integrado, el apocal¨ªptico
Los escritores de vez en cuando enuncian las leyes universales de la literatura, las cuales suelen corresponderse con el caso particular de cada uno. A los escritores, en las mesas redondas o en las entrevistas, les entra a veces un curioso af¨¢n legislador: explican que la literatura ha de ser de una cierta manera y no de otra y apelan para demostrarlo al ejemplo de algunos grandes nombres, que casualmente son los modelos que a ellos los inspiran. No te enga?es, me avisa la presencia querida: cuando un escritor dice admirar mucho a un maestro lo que est¨¢ haciendo es admirarse y vindicarse por su mediaci¨®n a s¨ª mismo; ?no te has dado cuenta de que s¨®lo admiran a los que creen parecerse?
En el caso de Carlos Ruiz Zaf¨®n, la prueba irrefutable de su talento ser¨ªa que lo lee todo el mundo; en el de Juan Goytisolo, que no lo lee casi nadie
Con mucha frecuencia hay m¨¢s gente que lee una novela infame que una novela magn¨ªfica. Pero tambi¨¦n hay novelas magn¨ªficas que seducen a millones de lectores
Estar¨ªa bien admirar a aquellos de cuyas virtudes carecemos. Leer los cuentos de Ch¨¦jov, los de Bernard Malamud, los de Rulfo, los de Alice Munro o Raymond Carver si tenemos una tendencia excesiva a las amplitudes de la prosa; incluso, para mayor disciplina, frecuentar la poes¨ªa m¨¢s estricta. Cuando de manera casi autom¨¢tica nos inclinemos por las tramas laboriosas y cerradas, har¨ªamos bien en fijarnos en los maestros de lo insinuado, de lo dicho a medias, porque a la ficci¨®n le pedimos que nos cuente un cuento y que nos cuente el mundo, que transmita la experiencia en el estado m¨¢s puro posible y a la vez que le d¨¦ forma, y entre esos dos polos magn¨¦ticos andamos a tientas buscando el punto inseguro de equilibrio. Algunas veces, por pudor o por cobard¨ªa, o por miedo al exceso, o por no molestar, nos sometemos con demasiada mansedumbre al decoro: entonces est¨¢ bien que admiremos a los grandes desvergonzados, a los que han llamado a las cosas por sus nombres m¨¢s crudos, atrevi¨¦ndose a contar lo que siempre se calla, con el j¨²bilo del ni?o que repite palabras obscenas atragant¨¢ndose con sus propias carcajadas. El gusto cambia, modificado en parte por el influjo de las obras m¨¢s innovadoras: lo muy minoritario puede hacerse masivo, lo abrumadoramente popular desaparece sin rastro, lo que fue distinguido y exquisito se queda f¨®sil, lo desde?ado por vulgar resulta ser lo m¨¢s sofisticado con el paso del tiempo.
Por eso cansan tanto los axiomas de los escritores, que cuando se repiten mucho revelan una herida que no quiere mostrarse. En los mismos d¨ªas y en este mismo peri¨®dico se entrecruzan dos voces, la de Juan Goytisolo y la de Carlos Ruiz Zaf¨®n, y aunque parece que no tienen nada en com¨²n uno reconoce al escucharlas ese tono del escritor que se vindica a s¨ª mismo convirtiendo en ley la circunstancia personal, anticip¨¢ndose a mostrar su desd¨¦n precisamente hacia lo que cree que sin justicia se le niega. Ruiz Zaf¨®n vende a toda velocidad no s¨¦ cu¨¢ntos millones de libros, y considera que la literatura ha de contar historias claras y directas, que los personajes, igual que en una buena pel¨ªcula o en una serie de televisi¨®n, "deben definirse a trav¨¦s de sus acciones y de sus palabras, no echando un rollo patatero en un p¨¢rrafo inmenso". Zaf¨®n celebra la cultura de masas y detesta los "mundillos literarios" espa?oles, habitados por cr¨ªticos rancios y por novelistas tristemente obsoletos que escriben -escribimos- rollos patateros en p¨¢rrafos inmensos, alimentando un resentimiento disfrazado de superioridad hacia quienes s¨ª conectan con el p¨²blico.
Juan Goytisolo tambi¨¦n se ve a s¨ª mismo como un forastero en el mundo literario espa?ol, que le parece tan desolador como a Ruiz Zaf¨®n, pero por razones distintas: salvo ¨¦l, Goytisolo, y alguno m¨¢s, los escritores est¨¢n entregados a la comercialidad m¨¢s baja, a los caprichos del mercado, a la fabricaci¨®n de groseros bestsellers escritos en una prosa que ¨¦l mismo parodiaba hace poco en estas mismas p¨¢ginas con sus conocidas dotes humor¨ªsticas. Juan Goytisolo viene repitiendo desde hace tiempo las siguientes leyes de la literatura universal: los grandes escritores -el Arcipreste de Hita, Blanco White, Jean Genet, el propio Goytisolo, por poner unos cuantos ejemplos- son heterodoxos y renegados que sufren persecuci¨®n por su rebeld¨ªa, y que escriben obras tan rompedoras, tan arriesgadas, tan radicales, que no hay sitio para ellas en sociedades literarias regidas por el borreguismo y por la venalidad comercial, y que por lo tanto s¨®lo son apreciadas plenamente por una minor¨ªa exquisita de lectores. Goytisolo es generoso: juzga que est¨¢ bien que existan escritores de masas como Carlos Ruiz Zaf¨®n, ya que gracias a los beneficios econ¨®micos que producen sus libros las editoriales pueden costearse el privilegio de publicarlo a ¨¦l.
En los t¨¦rminos inventados por Umberto Eco, Goytisolo ser¨ªa un apocal¨ªptico, y Ruiz Zaf¨®n un integrado. Para el uno, la maestr¨ªa y la popularidad son incompatibles; el ¨¦xito de una obra es su argumento definitivo contra ella. Al otro no le basta haber vendido m¨¢s de cien millones de libros con sus historias claras, de p¨¢rrafos bien medidos y personajes que se definen por sus palabras y sus actos: quiere que esa sea la vara de medir la literatura. En el caso de Zaf¨®n, la prueba irrefutable de su talento ser¨ªa que lo lee todo el mundo; en el de Goytisolo, que no lo lee casi nadie. Goytisolo prefiere no acordarse de la extraordinaria popularidad que disfrutaron casi instant¨¢neamente muchas obras maestras, prolongada a lo largo de los siglos, resistente a la ignorancia y a las malas traducciones, incluso a la desaparici¨®n de la cultura en la que fueron originadas. Un novelista puede ser grande y tener mucho ¨¦xito, incluso imp¨²dicamente ambicionarlo: Balzac, Dickens. Otro igual de grande puede no tener ninguno, al menos en vida: Stendhal. Con mucha frecuencia hay m¨¢s gente que lee una novela infame que una novela magn¨ªfica. Pero tambi¨¦n hay novelas magn¨ªficas que seducen a millones de lectores -Lolita, Vida y destino, Bella del Se?or, Anna Karenina- y su n¨²mero no es inferior al de las novelas infames que fracasan.
Historias transparentes que se leen en unos minutos pueden tener profundidades y matices que no agota ninguna lectura; otras parece que s¨®lo se nos entregan despu¨¦s de un largo asedio, exigi¨¦ndonos una atenci¨®n obstinada y ferviente, revel¨¢ndose de pronto en su intensidad cegadora. Los muertos se lee en un viaje corto con una placidez estremecida de melancol¨ªa: El ruido y la furia s¨®lo empieza a penetrarse despu¨¦s de leerla dos veces. Una requiere claridad y sugerencia: la otra tinieblas, arrebato y delirio. Que una obra de arte tenga mucho ¨¦xito dice tan poco sobre ella como que no tenga ninguno. John Coltrane urdi¨® algunas de sus improvisaciones m¨¢s desaforadas sobre un vals tan inmensamente popular como My favorite things. Bajo el volc¨¢n estuvo una o dos semanas en la lista de los libros m¨¢s vendidos del New York Times.
Que cada uno haga su trabajo, pues, seg¨²n ped¨ªa Camus, como sepa o como pueda, porque m¨¢s all¨¢ de la p¨¢gina y del gusto o el desaliento de escribir no hay nada seguro, ni la calidad de lo que hacemos, ni la resonancia que tendr¨¢. S¨®lo dos cosas son ciertas para casi todos los que nos dedicamos a este oficio: nunca venderemos ni una ¨ªnfima parte de lo que vende Ruiz Zaf¨®n; nunca nos consagrar¨¢n tantas tesis doctorales, congresos, homenajes, como a Juan Goytisolo.
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