El peregrino ateo
El padre de Julio Llamazares no pod¨ªa imaginar las consecuencias que tendr¨ªa la visita que hizo con su hijo, siendo ¨¦ste un ni?o, a la catedral de Le¨®n, para ense?arle a ver las vidrieras reflej¨¢ndose en el agua bendita de la pila. Consecuencias que, afortunadamente, no han sido espirituales, sino literarias: de aquella primera impresi¨®n nacer¨ªa una fascinaci¨®n que no ha hecho sino crecer con el paso de los a?os y que le ha llevado a Julio Llamazares a decidir recorrer Espa?a a trav¨¦s de sus catedrales, esas "enormes rosas arquitect¨®nicas surgidas en nuestras ciudades hace ya cientos de a?os y hoy olvidadas por la mayor¨ªa". Un viaje en el tiempo que es tambi¨¦n un viaje contra el tiempo. Y contra el olvido. Porque Llamazares siempre ha viajado contra el olvido: cuando se ech¨® al monte para recuperar el recuerdo de los maquis, cuando recobr¨® de entre la nieve del pasado las escenas del cine mudo de su ni?ez en Olleros, cuando sigui¨® el cauce del r¨ªo Curue?o siguiendo a la vez el curso de su memoria, cuando apres¨® los ¨²ltimos suspiros de Ainielle antes de que la lluvia amarilla la borrara definitivamente del mapa
Las rosas de piedra
Julio Llamazares
Alfaguara. Madrid, 2008
598 p¨¢ginas. 24,50 euros
Las rosas de piedra comienza, el primer lunes del primer septiembre del tercer milenio, en la plaza del Obradoiro, a los pies del se?or Santiago, y termina (por el momento, porque continuar¨¢ en una segunda entrega) en Tortosa, en diciembre de 2006. Durante esos a?os Llamazares atraviesa, en sucesivas etapas, la mitad norte de Espa?a: Galicia, el reino perdido de Le¨®n, la vieja Castilla, el Pa¨ªs Vasco, Navarra, La Rioja, Arag¨®n y Catalu?a. Y si en Lugo le cuesta ciento cincuenta pesetas que le arreglen las sandalias, en Tortosa tiene que pagar hasta doce euros por una vieja gu¨ªa de la ciudad.
Viajero an¨®nimo, ateo, solitario y pregunt¨®n, lo primero que confirma Llamazares es que "las catedrales han dejado de ser lugares de culto para convertirse en museos". Museos mejor o peor conservados y museos mejor o peor atendidos, en los que el viajero va topando una y otra vez con los cabildos, y aunque una y otra vez se desespera -"in¨²til tratar de emplear la l¨®gica cuando uno est¨¢ ante la Iglesia (o ante sus representantes)"-, no por ello se arredra: no hay rinc¨®n en el que Llamazares no meta las narices, aun a riesgo de que le puedan acusar -como en Tarazona, donde no duda en abrir un candado (sin necesidad de forzarlo, eso s¨ª) para colarse en el interior de la catedral, cerrada durante d¨¦cadas- de allanamiento de la morada celestial.
Con la gu¨ªa en una mano y el cuaderno de notas en la otra, Llamazares describe al detalle, capilla a capilla y retablo a retablo, las mil y una maravillas que atesoran nuestras viejas catedrales, "ejemplos de las grandezas y miserias de este complejo pa¨ªs y de las contradicciones que han conformado su historia y que, posiblemente, continuar¨¢n conform¨¢ndola". No es Llamazares, sin embargo, un cazador de tesoros, v¨ªctima de la fiebre del oro o del m¨¢rmol. Ni es un peregrino imbuido de misticismo, aunque cuando una monja le confunde con un sacerdote, se pregunta que si ya se le ha puesto cara de cura despu¨¦s de andar por una docena de catedrales, qu¨¦ cara no se le pondr¨¢ cuando llegue a la ¨²ltima, la septuag¨¦sima quinta. Las rosas de piedra es un peregrinaje hist¨®rico y art¨ªstico. Pero tambi¨¦n es un peregrinaje human¨ªstico, porque Llamazares est¨¢ tan atento al paisaje como al paisanaje. Y del mismo modo que deshoja los p¨¦talos rom¨¢nicos y g¨®ticos que el tiempo, la humedad y el humo de los cirios han ido pintando siglo tras siglo, pasa revista al h¨¢bitat catedralicio, algunas de cuyas especies parecen estar en v¨ªas de extinci¨®n: obispos, sacerdotes, sacristanes, beatas, gu¨ªas, mendigos y tropeles de turistas jubilados y de adolescentes en excursi¨®n escolar. El viajero pega la hebra con muchos de ellos para que sus cuadernos no caigan vencidos por el peso del acarreo descriptivo y para no caer fulminado ¨¦l mismo por el s¨ªndrome de Stendhal. S¨ªndrome que el lector, gracias a todas esas conversaciones que rompen la silenciosa solemnidad de las naves y los cruceros, tampoco corre el riesgo de padecer.
Como las catedrales son museos y los museos, adem¨¢s de sus tarifas, tienen sus horarios, Julio Llamazares mata los tiempos de espera deambulando por las calles, plazas, bares y restaurantes que los rodean, lugares en los que no deja de pegar la hebra con unos y otros y de anotar a vuelapluma todo cuanto ve y oye, porque "¨¦se es el destino del viajero: viajar y contar su viaje, aunque a nadie le interese, salvo a ¨¦l".
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