La educaci¨®n de los ni?os
En una ocasi¨®n, Fabricio Caivano, el fundador de Cuadernos de Pedagog¨ªa, le pregunt¨® a Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez acerca de la educaci¨®n de los ni?os. "Lo ¨²nico importante, le contest¨® el autor de Cien a?os de soledad, es encontrar el juguete que llevan dentro". Cada ni?o llevar¨ªa uno distinto y todo consistir¨ªa en descubrir cu¨¢l era y ponerse a jugar con ¨¦l. Garc¨ªa M¨¢rquez hab¨ªa sido un estudiante bastante desastroso hasta que un maestro se dio cuenta de su amor por la lectura y, a partir de entonces, todo fue miel sobre hojuelas, pues ese juguete eran las palabras. Es una idea que vincula la educaci¨®n con el juego. Seg¨²n ella, educar consistir¨ªa en encontrar el tipo de juego que debemos jugar con cada ni?o, ese juego en que est¨¢ implicado su propio ser.
El ni?o amado siempre tendr¨¢ m¨¢s recursos para enfrentarse a la vida
Vigilar no se opone a consentir, s¨®lo es corregir un poco nuestra locura
Pero hablar de juego es hablar de disfrute, y una idea as¨ª reivindica la felicidad y el amor como base de la educaci¨®n. Un ni?o feliz no s¨®lo es m¨¢s alegre y tranquilo, sino que es m¨¢s susceptible de ser educado, porque la felicidad le hace creer que el mundo no es un lugar sombr¨ªo, hecho s¨®lo para su mal, sino un lugar en el que merece la pena estar, por extra?o que pueda parecer muchas veces. Y no creo que haya una manera mejor de educar a un ni?o que hacer que se sienta querido. Y el amor es b¨¢sicamente tratar de ponerse en su lugar. Querer saber lo que los ni?os son. No es una tarea sencilla, al menos para muchos adultos. Por eso prefiero a los padres consentidores que a los que se empe?an en decirles en todo momento a sus hijos lo que deben hacer, o a los que no se preocupan para nada de ellos. Consentir significa mimar, ser indulgente, pero tambi¨¦n, otorgar, obligarse. Querer para el que amamos el bien. Tiene sus peligros, pero creo que ¨¦stos son menos letales que los peligros del rigor o de la indiferencia.
Y hay adultos que tienen el maravilloso don de saber ponerse en el lugar de los ni?os. Ese don es un regalo del amor. Basta con amar a alguien para desear conocerle y querer acercase a su mundo. Y la habilidad en tratar a los ni?os s¨®lo puede provenir de haber visitado el lugar en que ¨¦stos suelen vivir. Ese lugar no se parece al nuestro, y por eso tantos adultos se equivocan al pedir a los peque?os cosas que no est¨¢n en condiciones de hacer. ?Pedir¨ªamos a un p¨¢jaro que dejara de volar, a un monito que no se subiera a los ¨¢rboles, a una abeja que no se fuera en busca de las flores? No, no se lo pedir¨ªamos, porque no est¨¢ en su naturaleza el obedecernos. Y los ni?os est¨¢n locos, como lo est¨¢n todos los que viven al comienzo de algo. Una vida tocada por la locura es una vida abierta a nuevos principios, y por eso debe ser vigilada y querida. Y hay adultos que no s¨®lo entienden esa locura de los ni?os, sino quese deleitan con ella. San Agust¨ªn distingu¨ªa entre usar y disfrutar. Us¨¢bamos de las cosas del mundo, disfrut¨¢bamos de nuestro di¨¢logo con la divinidad. Educar es distinto a adiestrar. Educar es dar vida, comprender que el dios del santo se esconde en la realidad, sobre todo en los ni?os.
En El guardi¨¢n entre el centeno, el muchacho protagonista se imagina un campo donde juegan los ni?os y dice que es eso lo que le gustar¨ªa ser, alguien que escondido entre el centeno los vigila en sus juegos. El campo est¨¢ al lado de un abismo, y su tarea es evitar que los ni?os puedan acercarse m¨¢s de la cuenta y caerse. "En cuanto empiezan a correr sin mirar ad¨®nde van, yo salgo de donde est¨¦ y los cojo. Eso es lo que me gustar¨ªa hacer todo el tiempo. Vigilarlos". El protagonista de la novela de Salinger no les dice que se alejen de all¨ª, no se opone a que jueguen en el centeno. Entiende que ¨¦sa es su naturaleza, y s¨®lo se ocupa de vigilarlos, y acudir cuando se exponen m¨¢s de lo tolerable al peligro. Vigilar no se opone a consentir, s¨®lo consiste en corregir un poco nuestra locura.
Creo que los padres que de verdad aman a sus hijos, que est¨¢n contentos con que hayan nacido, y que disfrutan con su compa?¨ªa, lo tienen casi todo hecho. S¨®lo tienen que ser un poco precavidos, y combatir los excesos de su amor. No es dif¨ªcil, pues los efectos de esos excesos son mucho menos graves que los de la indiferencia o el desprecio. El ni?o amado siempre tendr¨¢ m¨¢s recursos para enfrentarse a los problemas de la vida que el que no lo ha sido nunca.
En su reciente libro de me-morias, Esther Tusquets nos cuenta que el problema de su vida fue no sentirse suficientemente amada por su madre. Ella piensa que el ni?o que se siente querido de peque?o puede con todo. "Yo no me sent¨ª querida y me he pasado toda la vida mendigando amor. Una pesadez". Pero la mejor defensa de esta educaci¨®n del amor que he le¨ªdo en estos ¨²ltimos tiempos se encuentra en el libro del colombiano H¨¦ctor Abad Faciolince, El olvido que seremos. Es un libro sobre el misterio de la bondad, en el que puede leerse una frase que deber¨ªa aparecer en la puerta de todas las escuelas: "El mejor m¨¦todo de educaci¨®n es la felicidad". "Mi pap¨¢ siempre pens¨® -escribe Faciolince-, y yo le creo y lo imito, que mimar a los hijos es el mejor sistema educativo". Y unas l¨ªneas m¨¢s abajo a?ade: "Ahora pienso que la ¨²nica receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los a?os, es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres. Sin ese amor exagerado que me dio mi pap¨¢, yo hubiera sido mucho menos feliz".
Los hermanos Grimm son especialistas en buenos comienzos, y el de Caperucita Roja es uno de los m¨¢s hermosos de todos. "?rase una vez una peque?a y dulce muchachita que en cuanto se la ve¨ªa se la amaba. Pero sobre todo la quer¨ªa su abuela, que no sab¨ªa qu¨¦ darle a la ni?a. Un buen d¨ªa le regal¨® una caperucita de terciopelo rojo, y como le sentaba muy bien y no quer¨ªa llevar otra cosa, la llamaron Caperucita Roja". Una ni?a a los que todos miman, y a la que su abuela, que la ama sin medida, regala una caperuza de terciopelo rojo. Una caperuza que le sentaba tan bien que no quer¨ªa llevar otra cosa. Siempre que veo en revistas o reportajes los rostros de tantos ni?os abandonados o maltratados, me acuerdo de este cuento y me digo que todos los ni?os del mundo deber¨ªan llevar una caperuza as¨ª, aunque luego alg¨²n agua-fiestas pudiera acusar a sus padres de mimarles en exceso. Esa caperuza es la prueba de su felicidad, de que son queridos con locura por alguien, y lo verdaderamente peligroso es que vayan por el mundo sin ella. "Si quieres que tu hijo sea bueno -escribi¨® H¨¦ctor Abad G¨®mez, el padre tan amado de Faciolince-, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo m¨¢s feliz. Los hacemos felices para que sean buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad".
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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