El chino de la esquina
En plena crisis econ¨®mica, el Gobierno vasco aprieta los machos a los comercios chinos, llevado por el prejuicio de que trabajar m¨¢s que los dem¨¢s es competencia desleal. Es una pena que tanto celo en distinguir entre competencia leal y desleal no se vea acompa?ado por el mismo celo en distinguir entre competentes e incompetentes. Pero nuestro caso no es producto del hecho diferencial: como casi todos los gobiernos, el nuestro exprime a los contribuyentes y fustiga a los consumidores. Los beneficiarios son diversos, pero est¨¢n siempre en el mismo sitio: al amparo del gobierno, dando la murga en alguna mesa sectorial.
Las tiendas de los chinos valen lo mismo para un roto que para un descosido. Si necesitas una podadora, un sextante, una tirita, un reloj de cuco, una figurita de San Crist¨®bal, un pod¨®metro, una botella de verm¨² de marca desconocida o un rotulador fluorescente; ya vivas en Nueva York, Etxarri-Aranatz o Carri¨®n de los Condes; ya sea mi¨¦rcoles, domingo o Primero de Mayo; ya llueva o haga un sol de justicia, el chino de la esquina est¨¢ a nuestro servicio.
El ¨²nico problema que dan los chinos, si dan alguno, es que te entiendan cuando vas a comprar algo
Uno de los efectos de la globalizaci¨®n es que toda esquina tiene su chino de guardia. Estos chinos proporcionan miles de productos a precios irrisorios. Tienen horarios admisibles, admisibles para esa porci¨®n de ciudadan¨ªa que no disfruta ni de la condici¨®n de rentista ni de la condici¨®n funcionarial. Todo est¨¢ ah¨ª, barato y a cualquier hora. Quieres un cuaderno de anillas y vas al chino. Quieres comer algo y vas al chino. Gracias a los chinos desconocemos la soberan¨ªa alimentaria, porque son los restaurantes chinos, parad¨®jicamente, los que nos protegen de esos lun¨¢ticos que propugnan un modelo mao¨ªsta de alimentaci¨®n de subsistencia. Y si a Dios, en el Juicio Final, se le estropea el bol¨ªgrafo con que va tomando notas, seguro que baja al chino de la esquina y puede comprar otro: hasta ese d¨ªa el chino de la esquina tendr¨¢ la tienda abierta, apurando el momento de cerrar.
Esta gente es admirable. Viene a Occidente con la sana intenci¨®n que cocinar, lavar o comerciar. No se meten con nadie. No piden auxilio a los bur¨®cratas. No imparten lecciones de moral p¨²blica. Nuestros chinos no nos imputan, en persona, la Guerra de los Boxers o la ocupaci¨®n japonesa de Manchuria. Tienen tanto trabajo que no acuden a jornadas de cooperaci¨®n al desarrollo ni a cursos de integraci¨®n del inmigrante, de esos que subvencionan los ayuntamientos e inauguran las concejalas de Igualdad. El ¨²nico problema que dan los chinos, si dan alguno, es que te entiendan cuando vas a comprar algo. Toda m¨ªmica es poca delante de un chino, a pesar de que tengan lo que buscamos, sin la m¨¢s m¨ªnima duda, en la trastienda o el almac¨¦n.
Los chinos siempre hacen algo ¨²til para sus convecinos; no han emigrado en busca de ayudas sociales; no defienden una religi¨®n fan¨¢tica y violenta. El Estado asistencial no logra seducirlos: se valen por s¨ª mismos y ponen en evidencia la verborrea victimista de tantos colectivos apalancados en el agravio y en la macana de la injusticia cr¨®nica. Es una de las paradojas del pujante capitalismo: la gente odia a los chinos porque su laboriosidad denuncia nuestra decadencia, pero la gente encuentra todos los d¨ªas alguna excusa para entrar a sus tiendas y comprar. Si dentro de cien a?os alguien se pregunta por qu¨¦ los cuatro europeos que a¨²n subsistan trabajan de camareros en Shangai, deber¨ªa rebuscar en nuestra historia y toparse con el chino de la esquina: ¨¦l explica por qu¨¦ a nosotros nos espera, en t¨¦rminos hist¨®ricos, el cierre por defunci¨®n.
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