El jard¨ªn
Quiz¨¢ no existe met¨¢fora m¨¢s elocuente de la cultura humana que un jard¨ªn. La victoria del hombre sobre la selva: la voluntad de someter la promiscuidad y el caos de la naturaleza a leyes racionales, la conversi¨®n de un nido de fieras y un laberinto en un espacio dom¨¦stico por el que pasear los domingos. Todo, dicen, comenz¨® en un jard¨ªn: aquel retiro distante en que los frutos crec¨ªan sobre las ramas sin esfuerzo aparente y las fragancias atosigaban el aire como en una perfumer¨ªa de barrio, y de donde, al cabo, nuestros primeros antepasados fueron expulsados por la intransigencia de una espada de fuego. Despu¨¦s de ese exilio, vanamente, con la misma mezcla de nostalgia y desesperaci¨®n con que tratamos de revivir los entusiasmos de la infancia, hemos querido recuperar el para¨ªso y llenamos nuestras ciudades de esos espacios acotados, protegidos en el interior de verjas y lanzas, donde los ¨¢rboles pueden hacerse viejos sin temor a los planes de urbanismo y el cemento deja bucear tranquilamente a las ra¨ªces bajo las hojas muertas. El jard¨ªn, el parque nos reconcilian a los hombres de ciudad con el mundo salvaje del que alguna vez surgimos; es el ¨²ltimo recordatorio, deste?ido ya, de que un d¨ªa tambi¨¦n fuimos animales y de que a¨²n nos liga un contrato con esos horizontes de maleza que las inmobiliarias van masacrando d¨ªa tras d¨ªa. El hombre es la ¨²nica especie que, en vez de adaptarse a su medio, lo transforma, lo vuelve a su imagen y semejanza: en el peor de los casos, esto significa hormig¨®n y petr¨®leo; en el mejor, un paisaje embalsamado por el que permitir que las parejas circulen de la mano y los ni?os trepen entre columpios.
La existencia del jard¨ªn ha estado siempre asociada a la meditaci¨®n, a la huida del mundanal ruido y la b¨²squeda de un par¨¦ntesis donde el alma pueda reunirse consigo misma a salvo del tumulto cotidiano. Los ejemplos son m¨²ltiples: el jard¨ªn de Epicuro, en que un sabio que amaba el placer conversaba sobre filosof¨ªa en compa?¨ªa de sus ap¨®stoles, el jard¨ªn persa en la brevedad de cuyas rosas Omar Khayyam aprendi¨® que la juventud es fugaz y tambi¨¦n se agosta y pierde la savia, los enigm¨¢ticos jardines japoneses que recuerdan a haikus y por cuyos terrarios los monjes budistas reflexionan sobre el dolor de vivir y la manera de escapar a sus trampas. Una civilizaci¨®n que renuncia a los jardines parece querer olvidarse, tambi¨¦n, de la introspecci¨®n, del cultivo de la paciencia y esas certezas ¨ªntimas que s¨®lo se encuentran en los abismos de la soledad: quiere renunciar a s¨ª misma. En Castilleja de Guzm¨¢n, a pocos kil¨®metros de Sevilla, los hombres corren el peligro de ser menos hombres; un venerable jard¨ªn de casi cien a?os se ve arrinconado por las excavadoras y los planos de los delineantes y amenaza a los vecinos con dejarles sin espacio para mirarse por dentro. Hablo de los Jardines de Forestier, amparados por leyes de patrimonio y algunos amantes casuales que gustan de deambular entre sus senderos en los d¨ªas de fiesta. Desde la d¨¦cada de los veinte del pasado siglo, en que un famoso arquitecto cubri¨® una ladera de fuentes, encrucijadas y grutas falsas, estos jardines han mitigado la a?oranza de muchos sevillanos por el Ed¨¦n perdido y les han hecho menos gravoso el oficio de vivir, que dir¨ªa cierto suicida italiano; ahora, las instalaciones hoteleras lo rodean por los cuatro costados con la excusa espantosa de que para distraerse los solitarios ya cuentan con centros comerciales y las terminales de los aeropuertos. El Ayuntamiento se ha metido en litigios y trata a¨²n de salvarlo con menos convicci¨®n que sentido del deber. Muy a mi pesar, sospecho lo que alegar¨¢n las inmobiliarias: quien quiera jard¨ªn, que se compre un adosado. Algo debe de estar cambiando cuando la parra de Epicuro se sustituye por una barbacoa.
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