?Juega una hora al d¨ªa!
Aqu¨ª, en mi barrio, lejos del Manhattan tur¨ªstico, pijo y cool, los vecinos dan un pase¨ªllo nocturno y se sientan a la fresca. Hay im¨¢genes que te devuelven a un mundo antiguo, como ver a Jimmy, un negro cincuent¨®n, sentado a la puerta de uno de los peque?os edificios de la calle. Jimmy es el sereno y controla el mundo desde su silla de pl¨¢stico. Un poco m¨¢s all¨¢, al calor de una tienda de licores, un grupo de cubanos viejos, vestidos como si estuvieran a punto de entrar en el Tropicana, se sientan en corro para discutir de Castro o de P¨¦rez Prado. Cuando pasas delante de ellos te saludan llev¨¢ndose la mano ligeramente al ala del sombrero. Una vez entras en Broadway, que en esta parte de la ciudad tiene un aire furiosamente popular, lleno de ferreter¨ªas y supermercados coreanos, ves a esas parejas entradas en a?os que desde tiempos inmemoriables, en Espa?a o en China, salen a dar su vueltecilla a esas horas en las que el calor no muerde. Aunque vayan vestidos como indios de la India o como el t¨ªpico matrimonio jud¨ªo, la actitud es siempre la misma: una especie de relajo vital, de paseo con su poco de charla y su mucho de enso?aci¨®n. Nos re¨ªamos pensando que poco a poco nos iremos convirtiendo en una de esas parejas, rebajaremos el ritmo de nuestros pasos y entraremos en la edad m¨¢s despreciada de esta isla, la vejez. Al neoyorquino joven y en la cresta de sus ambiciones le gustar¨ªa eliminar de la acera todas aquellas franjas de edad que caminan lento; mandar los viejos a Florida, los tullidos a Harlem, los ni?os a los suburbios. Por eso, nosotros, inevitablemente mediterr¨¢neos, contemplamos la otra noche con emoci¨®n a dos ni?os chinos que jugaban a las puertas de una lavander¨ªa con unos mu?ecos que parec¨ªan indios, animando su juego con los mismos sonidos de tebeo que hac¨ªan los ni?os antiguos. La escena nos record¨®, y hablo en plural porque fue una noche de paseo y evocaci¨®n, aquel libro de fotograf¨ªas de Helen Levitt que, bajo el t¨ªtulo En la calle. Dibujos de tiza y mensajes, recoge las im¨¢genes que la neoyorquina tom¨® de los grafitis infantiles de 1938 a 1948: monigotes en los postes, corazones en las puertas, rayuelas en el suelo. Toda una poes¨ªa del pasado vista por los ojos de una mujer que intuy¨® que en esos trazos se escond¨ªa la f¨®rmula de la fugacidad. Ya no hay ni?os en las calles. En muchas ciudades espa?olas, tampoco. En parte, por la inseguridad, pero tambi¨¦n hay que agradecerle este fracaso a arquitectos, pol¨ªticos, urbanistas, etc¨¦tera, que llevan a?os olvidando que parte esencial de la formaci¨®n del ni?o est¨¢ en la calle. Hay ciudades enteras que ya est¨¢n echadas a perder; en Estados Unidos, casi todas. Y el modelo entusiasma, porque ah¨ª est¨¢ Pek¨ªn, destruy¨¦ndose a s¨ª mismo para recibir a las visitas. Pero afirmar que este modelo de vida est¨¢ condenado a fracasar por el insoportable gasto energ¨¦tico que supone y por la mierda de relaciones humanas que facilita, a¨²n est¨¢ mal visto. Con respecto a la vida de los ni?os, que est¨¢n agilipollados de tanto estar en casa o en actividades extraescolares, hay voces de alarma. D¨¦biles, pero significativas. El Ayuntamiento de Nueva York ha llenado la ciudad con carteles en los que se ve al genial monstruo Shrek diciendo: "?Juega una hora al d¨ªa!". ?No es incre¨ªble? Hace menos de cincuenta a?os, las madres se desga?itaban llamando por la ventana a sus hijos para que subieran a cenar. En esa adicci¨®n a las pantallas no hay clases sociales, es m¨¢s f¨¢cil que en la casa del pobre entre un ordenador que un libro. As¨ª es. Pero muchos intelectuales, temerosos como siempre de ofrecer una imagen obsoleta, cantan las excelencias del ordenador, como en los cincuenta hicieron con el coche, sin permitir que se le ponga ninguna pega. Los pol¨ªticos tambi¨¦n se apuntan a la celebraci¨®n. Esta semana, Rodr¨ªguez Ibarra, en este mismo peri¨®dico, hac¨ªa un canto a Internet; escrib¨ªa en un tono tan arrebatado de "ese pozo sin fondo de sabidur¨ªa" que m¨¢s bien parec¨ªa el discurso que el escritor local hace sobre su patria chica. Nos retaba, a padres y educadores, a no perder el tren inform¨¢tico. La pregunta es: ?qui¨¦n se lo est¨¢ perdiendo? Afirmaba algo a¨²n m¨¢s singular: si los ni?os viven fuera de la escuela en un mundo digital, ?por qu¨¦ obligarles a un mundo obsoleto cuando est¨¢n en ella?, ?por qu¨¦ la vieja pedagog¨ªa, dec¨ªa, desprecia lo nuevo? Ay, ay, yo dir¨ªa que lo nuevo ya es viejo, tan viejo que hay personas alarmadas por la cantidad de horas que un ni?o pasa frente al ordenador. Me atrever¨ªa a afirmar que el ni?o necesita algo m¨¢s sencillo para entender el mundo: la voz humana del profesor; la necesidad de educar el sentido cr¨ªtico, de expresarse, de buscar informaci¨®n en una biblioteca, de subrayar l¨ªneas de un libro, de escribir a mano, de leer en voz alta. Yo dir¨ªa que, m¨¢s que obsoleto, saber mirar a los ojos de un adulto que te instruye, en vez de a una pantalla, es algo revolucionario.
Arquitectos, pol¨ªticos y urbanistas llevan a?os olvidando que parte de la formaci¨®n del ni?o est¨¢ en la calle
Saber mirar a los ojos de un adulto que te instruye, en vez de a una pantalla, es algo revolucionario
Las madres del mundo han dejado de llamar a sus hijos por la ventana. Ahora se asoman con precauci¨®n a ese cuarto donde el ni?o parece hipnotizado por ese pozo que, en sus manos, m¨¢s que de sabidur¨ªa es de burricie. Y ya se sabe que los burros, si se rebotan, muerden.
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