M¨¦todo para conseguir la eternidad
Me fascinan los retratos en la pintura por la misma raz¨®n por la que en literatura me encanta el g¨¦nero biogr¨¢fico: porque son viajes al interior de los dem¨¢s, excursiones a la infinita diversidad de la existencia. Viendo la maravillosa exposici¨®n del Prado sobre el retrato del Renacimiento (no se la pierdan: dura hasta el 7 de septiembre) me he sentido como una m¨¦dium en una sesi¨®n de espiritismo, rodeada de espectros llenos de vida. As¨ª de aut¨¦nticos parecen los retratados, as¨ª de elocuentes. Creo que todo arte es un intento de luchar contra la muerte, y desde luego en esta ocasi¨®n el poderoso talento de los pintores, de Ghirlandaio, de Van Eyck, de Holbein y Moro, entre muchos otros, han conseguido al menos una peque?a victoria parcial contra el tiempo y el olvido.
Ah¨ª est¨¢n los personajes, desafiantes, vencedores de su propia podredumbre. J¨®venes encantados de s¨ª mismos, plet¨®ricos de salud y de belleza, que se pavonean dentro del cuadro de tal modo que casi parecen estar a punto de salirse del marco. Enanos y bufones de corte con la mirada m¨¢s sabia y m¨¢s triste que pensarse pueda. Poderosos caballeros de aspecto cori¨¢ceo que intentan abrumar con la exhibici¨®n de su grandeza. Damas serenas de las que no conocemos nada, ni siquiera su nombre, pero que visten encajes primorosos, que han sacado las mejores galas del arc¨®n de cerezo para el retrato. Como aquella que sujeta entre sus manos a una peque?a ardilla atada con una cadenita: ?de d¨®nde la sacar¨ªa, c¨®mo se llamar¨ªa (la ardilla, no ella; en el pliegue de los detalles m¨¢s peque?os se condensa la vida), c¨®mo es que amaba tanto a ese ef¨ªmero bicho que se retrat¨® con ¨¦l? Ah¨ª est¨¢n todos, en fin, cada uno instalado en su realidad, en sus deseos y en sus miedos, en el centro ardiente de sus vidas, que fueron ¨²nicas e important¨ªsimas para cada uno de ellos y que hoy s¨®lo son el borroso recuerdo de un recuerdo, gotas indistinguibles en el mar de los muertos, una vaga huella de pintura.
La fotograf¨ªa tambi¨¦n tiene el don de detener el tiempo, pero, al menos para m¨ª, no llega a la altura revulsiva del retrato pict¨®rico, probablemente por su propia inmediatez de ejecuci¨®n. Hay tanto pensamiento, tanta perseverancia, tanto empe?o en un cuadro. Horas y horas de posado y de ejecuci¨®n. Y una enorme fe en la perdurabilidad de ese retrato, tanto por parte del que posa como por el artista. Estoy segura de que, al terminar el cuadro, todos los modelos se miraron a s¨ª mismos, siquiera por un momento, desde el otro lado. Desde su propia muerte. Se vieron como pensaron que la posteridad les ver¨ªa. Se vieron con nuestros ojos, y esas miradas tambi¨¦n se han quedado ah¨ª, flotando en torno a la tela. Hace a?os, visitando el peque?o cementerio ingl¨¦s en donde yacen las hermanas Br?nte, le¨ª en una l¨¢pida cercana una inscripci¨®n que, traducida del ingl¨¦s, dec¨ªa as¨ª: "En donde t¨² est¨¢s ahora estuve yo; donde yo estoy ahora t¨² estar¨¢s". ?sa es la misma sensaci¨®n que se percibe al visitar esta exposici¨®n: una mise en abyme, un reconocimiento vertiginoso. Hay tanta vida en estos retratos que est¨¢n llenos de muerte.
El d¨ªa que yo fui estaba visitando la exposici¨®n un joven de unos treinta y tantos a?os que parec¨ªa encontrarse mal de salud. Iba en silla de ruedas, estaba muy delgado y no le quedaba un pelo en la cabeza. Era evidente que estaba en uno de esos momentos ¨¢lgidos de la enfermedad en los que uno lucha por su vida (y muchas veces gana). Iba acompa?ado por su mujer, una chica guapa, sonriente y simp¨¢tica; por una ni?a mayor de unos doce a?os, y por la hija peque?a, de ocho o nueve, que estaba sentada sobre las rodillas del padre, en la silla, y se abrazaba a su cuello con apretado y conmovedor amor. Yo ve¨ªa al hombre deambular tranquilamente con la silla de ruedas entre los cuadros y pensaba que los temores inevitables que toda enfermedad conlleva quiz¨¢ le hicieran sentir la exposici¨®n del Prado de una manera a¨²n m¨¢s hermosa, m¨¢s aguda y vibrante. Puede que percibiera, a¨²n m¨¢s claramente que los dem¨¢s, que todos aquellos personajes fueron como ¨¦l, pero que ya no estaban; y que, en la fugacidad del devenir humano, era irrelevante que la mimada ardilla dom¨¦stica hubiera existido durante dos a?os y su ama tal vez durante cincuenta, porque al cabo ambas hab¨ªan sido devoradas por el tiempo de igual modo. Ya lo dec¨ªan en la pel¨ªcula Blade Runner, tras lamentar que los replicantes s¨®lo pudieran vivir cuatro a?os: "Pero, en realidad, ?qui¨¦n vive?". Viendo esta hipnotizante exposici¨®n comprendes que, en efecto, nadie vive. Y que la ¨²nica inmortalidad que nos es posible rozar a los humanos es dejarse mecer por la belleza (la pintura, las palabras, la m¨²sica, un paisaje hermoso) con la familia al lado y una ni?a abraz¨¢ndose a tu cuello. Justo en ese instante eres eterno.
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