?Pueden criticarse las pol¨ªticas de g¨¦nero?
Las medidas para luchar contra la discriminaci¨®n de la mujer tambi¨¦n son susceptibles de supervisi¨®n y cr¨ªtica. Convertirlas en dogmas repugna a la raz¨®n democr¨¢tica y puede da?ar la gran causa de la igualdad
Parece que la ANECA, esa discutida agencia oficial que eval¨²a los nuevos planes de estudios y la calidad de nuestros profesores universitarios, ha informado desfavorablemente de un plan de Filolog¨ªa Inglesa porque no contemplaba un m¨®dulo o materia espec¨ªfica con ense?anzas de "g¨¦nero", es decir, una asignatura sobre igualdad entre hombres y mujeres.
Como esto, de ser verdad, ser¨ªa simplemente una sandez, vale la pena que indaguemos en las razones que har¨ªan absurda tal decisi¨®n por mucho que alegara sustentarse en argumentos plausibles sobre no discriminaci¨®n por raz¨®n de sexo. Cuestiones parecidas a ¨¦sta se vienen suscitando en estos a?os sin que muchos se animen a criticarlas por el sabor a traba o reticencia que ello pudiera tener respecto de una meta general, la lucha contra la discriminaci¨®n sexista, en la que todos estamos de acuerdo. Sin embargo, cuando a partir de buenas razones generales se obtienen decisiones est¨²pidas, es necesario examinar qu¨¦ es lo que ha funcionado mal en el interior del argumento. Porque si se contin¨²a en la obcecaci¨®n de mantenerlas, se corre el riesgo de socavar aquellas buenas razones de las que se dice partir. Algunas versiones de las llamadas pol¨ªticas de g¨¦nero podr¨ªan estar con ello contribuyendo perversamente a perpetuar la discriminaci¨®n contra la que luchan. Tanto en el mundo de las ciencias sociales como en el de las decisiones pol¨ªticas es ya vieja la advertencia de que ciertas iniciativas pueden tener efectos no queridos, incluso efectos contrarios a los queridos.
Las cr¨ªticas razonables a las pol¨ªticas de g¨¦nero no pueden ser rechazadas de oficio como machistas
Los cargos no est¨¢n para ser ocupados, sino para ser servidos con rigor. No cabe sexismo a la inversa
La marginaci¨®n de la mujer ha sido tan larga, terca y constante, que no tiene parang¨®n alguno en la escala de las discriminaciones. Ninguna otra puede compararse a ella. De hecho, ha constituido la gran injusticia hist¨®rica de la especie humana. Basada solamente en prejuicios y credos irracionales y en la ignorancia culpable de evidencias que estaban a la vista de cualquiera, determin¨® que el destino de la mujer fuera siempre el de estar condenada a papeles sociales subalternos en beneficio de la dominaci¨®n masculina. El tama?o y la persistencia de semejante ignominia es seguramente lo que hace dif¨ªcil cuestionar cualquier medida tomada con la intenci¨®n de paliar esa secular desigualdad. Ponerse a escudri?ar matices y suscitar dudas ante la magnitud de ese atropello hist¨®rico puede parecer un ejercicio de cinismo. Sin embargo, las pol¨ªticas de g¨¦nero, como cualesquiera otras, han de ser analizadas en su fundamentaci¨®n y en sus consecuencias, y no merecen el deshonor de ingresar en el ¨¢mbito rid¨ªculo de lo pol¨ªticamente correcto. Para hacerlo, es preciso recordar las bases ¨¦ticas en que han de sustentarse y ver despu¨¦s en qu¨¦ medida resultan fieles a tales fundamentos.
El primer paso en la lucha contra la discriminaci¨®n es hacer la estructura social, jur¨ªdica y pol¨ªtica ciega al sexo. Es decir, el primer valor en que se sustenta esa lucha es la igualdad formal. Esto en el derecho se consigue con la prohibici¨®n de la discriminaci¨®n y con la igualdad ante la ley. Cualquiera que sea la norma social o jur¨ªdica que tenga vigor y cualquiera que sea el espacio de poder que se articule con ella, su contenido normativo debe ignorar el sexo de sus afectados o de quienes hayan de acceder al poder que esas normas crean. Las reglas que organizan la vida de la comunidad han de carecer de sexo, es decir, sus destinatarios o beneficiarios deben ser siempre definidos ignorando su condici¨®n sexual.
Esta igualdad "formal", como ha sido llamada, es condici¨®n necesaria de toda pol¨ªtica antidiscriminatoria, y har¨ªa mal quien la viera como un residuo prescindible de las viejas declamaciones igualitarias del siglo pasado. Sin ella no se avanza un paso. La prueba es que a¨²n no est¨¢ reconocida en ¨¢reas inmensas del mapa geopol¨ªtico actual, precisamente las m¨¢s atrasadas en lo que a esa lucha respecta. Darla por saldada traicionar¨ªa a millones de mujeres todav¨ªa subyugadas por ordenamientos jur¨ªdicos irracionales. Minimizar su alcance apelando a pautas ¨¦tnicas o culturales ser¨ªa como abandonarlas a su suerte. Si la prohibici¨®n formal de la discriminaci¨®n por raz¨®n de sexo no se halla reconocida en los ordenamientos jur¨ªdicos, la mujer no puede dar un paso adelante.
A pesar de ello, es insuficiente para desarrollar plenamente una pol¨ªtica antidiscriminatoria. Porque no vale con prescindir simplemente de la connotaci¨®n sexual de las normas si los contenidos de los roles sociales y la estructura normativa que los alberga han sido pensados para los hombres. Si las posiciones sociales son masculinas, poco importa que se oferten a todos en t¨¦rminos de mera igualdad formal. Las mujeres habr¨ªan sido limitadas de antemano en sus oportunidades para competir por ellas. Y s¨®lo lograr¨ªan ocuparlas con una penosa sobredosis de esfuerzo y tes¨®n.
Los ¨²ltimos 70 a?os de la sociedad occidental han sido testigos de esa lucha sorda de la mujer contra el dise?o social masculino y el recelo hacia quienes se hab¨ªan regateado de antemano los medios necesarios para llegar a metas pensadas para el hombre. Esa injusticia cotidiana es lo que hace insuficiente la no discriminaci¨®n formal y obliga a ir m¨¢s all¨¢. Obliga, para decirlo claramente, a luchar por un dise?o nuevo del mapa de roles y posiciones de la sociedad misma. Las pol¨ªticas de conciliaci¨®n de la vida familiar y laboral, por ejemplo, se sustentan en esa idea.
Y a¨²n esto no salda del todo la cuenta hist¨®rica. La impregnaci¨®n social de lo masculino es tan honda que se hace preciso acudir todav¨ªa a medidas ulteriores que la extirpen. Ah¨ª encuentran su base esas pol¨ªticas que se vienen llamando de discriminaci¨®n inversa, acci¨®n positiva o tratamiento preferencial. Pueden fundarse en razones de compensaci¨®n hist¨®rica o de educaci¨®n social. Pero tanto unas como otras, para no traicionarse, deben operar dentro de un marco de condiciones precisas. Han de respetar las exigencias de la igualdad formal y han de concebirse como medidas limitadas en el tiempo. De acuerdo con lo primero, el tratamiento preferencial procede cuando se da una equivalencia razonable de m¨¦ritos entre hombres y mujeres; de acuerdo con lo segundo, se aplica hasta tanto la ocupaci¨®n de posiciones logre ser reequilibrada.
La secuencia igualdad formal, nuevo bosquejo del mapa de posiciones sociales y trato preferencial, dota a la pol¨ªtica de g¨¦nero de una potente justificaci¨®n y una tarea ingente. Administrada con rigor, es capaz de producir una honda revoluci¨®n social. Pero si sus medidas desbordan esos fundamentos, acabar¨¢ por da?arse a s¨ª misma. ?sa es la raz¨®n por la que debe ser criticada y sometida a examen sin que ello tenga por qu¨¦ ser visto como una suerte de complicidad subliminal con el machismo rampante. Como toda pol¨ªtica, necesita la supervisi¨®n y la cr¨ªtica. No hay que tener empacho alguno en ejercerla. Por ejemplo, cabe recordar que sus fundamentos no autorizan a llevarse por delante las reglas de la gram¨¢tica, aunque el lenguaje sea sexista. Tampoco justifican introducir asignaturas peregrinas en planes de estudios que nada tienen que ver con ellas, como la filolog¨ªa o la f¨ªsica. Ni sirven tampoco de base para sustituir o cesar a ning¨²n responsable simplemente por razones de g¨¦nero.
Los cargos no est¨¢n para ser ocupados, sino para ser servidos con rigor. Si alguien competente ha desarrollado con ¨¦xito una pol¨ªtica de excelencia en cualquier instituci¨®n, sustituirlo s¨®lo por razones de g¨¦nero es una arbitrariedad. Que una instituci¨®n importante est¨¦ medio descabezada porque s¨®lo se consiente en nombrar mujeres es simplemente insensato. La justicia es una cosa; la gram¨¢tica otra y la ciencia otra. La lucha por la igualdad no debe resultar un obst¨¢culo a la administraci¨®n de los intereses generales. Tampoco se debe parecer a la revancha o la ambici¨®n. Reproducir el sexismo desde el otro lado es algo que a nadie va a reportar justificaci¨®n alguna. Y sobre todo es un error que no se merece una causa tan grande y valiosa como la causa de las mujeres.
Francisco J. Laporta es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa del Derecho de la Universidad Aut¨®noma de Madrid.
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