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ficciones

LAS ISLAS

Una semana despu¨¦s de nacer me llevaron a las islas a pasar el verano de 1952. Mi abuela ten¨ªa una casa de dos pisos bastante grande en Heybeli, al lado del bosque, cerca del mar y en medio de un gran jard¨ªn. Un a?o m¨¢s tarde, en el balc¨®n de esa misma casa, grande como un porche, me hicieron mi primera fotograf¨ªa andando. En la primavera de 2002, cuando escrib¨ª esto, alquil¨¦ una casa tambi¨¦n en Heybeli, cerca de la de mi infancia. En estos cincuenta a?os he pasado muchos veranos en las islas de Estambul, en Burgaz, B¨¹y¨¹kada y Sedefadasi, y en ellas he escrito bastantes novelas. En la casa de Heybeli hab¨ªa un rinc¨®n en el que cada a?o se marcaba lo que hab¨ªamos crecido nuestros primos y nosotros. A pesar de que la vendimos a causa de peleas familiares, cuestiones de herencias y bancarrotas, todav¨ªa voy de vez en cuando a mirar esas marcas fascinantes de la pared que muestran mi crecimiento dedo a dedo a lo largo de los a?os.

Por fin, cuando el vapor se arrimaba al muelle de heybeli y era amarrado, mi hermano y yo, sin hacer caso de los gritos de "?quietos, os vais a caer!", ech¨¢bamos a correr felices

El verano en Estambul comienza para m¨ª con la mudanza a las islas. Para ello es necesario que se hayan terminado las clases y que el tiempo sea lo suficientemente c¨¢lido como para poder ba?arse en el mar, o sea, cuando el precio de fresas y cerezas ha bajado bastante. Cuando era ni?o los preparativos previos a la marcha a las islas duraban mucho m¨¢s que ahora. Como en la casa de verano no hab¨ªa nevera y un frigor¨ªfico era un car¨ªsimo lujo occidental, la abuela descongelaba el de su casa y hac¨ªa que los porteadores que llamaba a casa lo envolvieran en tela de saco y lo bajaran con poleas; la loza se envolv¨ªa en papel de peri¨®dico; se le pon¨ªa naftalina a las alfombras y se enrollaban; y, entre el continuo bullicio de lavadoras, aspiradoras, discusiones y faena, se clavaban peri¨®dicos con chinchetas en las ventanas de la casa de invierno para que tapicer¨ªas, sillones y cortinas no perdieran el color con el sol. Por fin, cuando nos sub¨ªamos apurados a uno de los vapores de las l¨ªneas urbanas, que ¨¦ramos capaces de diferenciar por su forma, me pose¨ªa la emoci¨®n. Me daba la impresi¨®n de que aquel viaje de hora y media a principios de verano no terminar¨ªa nunca. Aspirando la frescura y el olor a mar y primavera, mi hermano y yo d¨¢bamos un par de vueltas arriba y abajo por el barco, presion¨¢bamos a mi abuela o a mi madre para que le compraran al vendedor de camisa blanca que paseaba con la bandeja en la mano una gaseosa para cada uno, baj¨¢bamos para charlar con el cocinero, que vigilaba la nevera, las maletas y los ba¨²les junto a las amarras, y segu¨ªamos con todo inter¨¦s y observando cada detalle c¨®mo el barco se aproximaba a las islas previas de Kinali y Burgaz, c¨®mo ataban las amarras y c¨®mo lo acercaban al muelle. (Cada ciudad tiene sus propios sonidos que es imposible escuchar en cualquier otro sitio y que los que viven en ella conocen perfectamente y comparten como un secreto: de la misma forma que Par¨ªs tiene el silbato del metro, Roma los aullidos de las motocicletas y Nueva York su extra?o estruendo, Estambul tiene desde hace sesenta a?os el mismo sonido met¨¢lico de la pasarela de madera con ruedas de hierro siendo arrastrada al vapor que se acerca y la ciudad entera reconoce ese incomparable ruido.) Por fin, cuando el vapor se arrimaba al muelle de Heybeli y era amarrado, mi hermano y yo, sin hacer el menor caso a los gritos de nuestra madre y nuestra abuela de "?Quietos, os vais a caer!", ech¨¢bamos a correr felices hacia la isla.

No fue hasta mediados del siglo XIX cuando los m¨¢s adinerados de Estambul y la clase media alta comenzaron a usar las islas como lugares de excursi¨®n y veraneo. Hasta finales del XVIII s¨®lo algunas barcas de remos para el comercio hac¨ªan el viaje a las islas y llevaba cerca de medio d¨ªa llegar desde el puerto de Tophane. Antes de eso las islas eran el destino al que los bizantinos desterraban a los pol¨ªticos y emperadores ca¨ªdos, espacios vac¨ªos que serv¨ªan de prisi¨®n cubiertos de monasterios, monjes, huertos y peque?as aldeas de pescadores. A partir de principios del siglo XIX comenzaron a convertirse en el lugar donde pasaban el verano los cristianos de Estambul, los levantinos y diversos miembros de embajadas extranjeras. El que en 1894 se establecieran viajes diarios durante el verano de manera regular con los barcos de vapor ingleses que hab¨ªan sido tra¨ªdos a Estambul, redujo la traves¨ªa de la ciudad a B¨¹y¨¹kada a hora y media o dos horas. Aquel viaje en barca de medio d¨ªa al destierro en el que morir¨ªan y ser¨ªan olvidados, que en tiempos hac¨ªan una vez en la vida para no regresar nunca m¨¢s los emperadores, pr¨ªncipes y emperatrices bizantinos derribados del poder y los pol¨ªticos que hab¨ªan sido derrotados en la lucha por el trono, a quienes hab¨ªan cegado con un hierro candente, a partir de los cincuenta, gracias a las traves¨ªas 'express', fue heredado por la multitud de estambul¨ªes adinerados que cada tarde regresaban en cuarenta y cinco minutos de la ciudad a las islas. En los sesenta y los setenta, cuando los grandes ricos de Estambul todav¨ªa no hab¨ªan descubierto el sur, Antalia y Bodrum, en las tardes de verano era tan dif¨ªcil encontrar un sitio para sentarse en los 'express' que sal¨ªan de Karak?y que una hora antes de que zarpara, los potentados enviaban a alguien, a un propio, para que ocupara el lugar en el que prefer¨ªan sentarse y cuando el se?orito llegaba al barco a su hora, el propio dejaba su sitio al patr¨®n y se bajaba del barco. Como los varones ricos y adultos de Estambul, fueran jud¨ªos, cristianos o musulmanes, no ten¨ªan costumbres como la de leer, para divertir a esa masa de hombres que volv¨ªan del trabajo intentando matar el tiempo fumando, observando el mar y mir¨¢ndose unos a otros, una serie de emprendedores particulares comenzaron a organizar por aquellos a?os juegos y rifas. Recuerdo c¨®mo mi t¨ªo lleg¨® sonriendo una noche a nuestra casa de Heybeli con una enorme langosta que hab¨ªa ganado en uno de aquellos sorteos en los que los premios consist¨ªan en s¨ªmbolos de lujo inencontrables en el pa¨ªs, como grandes pi?as tropicales o botellas de whisky.

A partir de principios de los ochenta, cuando el mar de M¨¢rmara empez¨® a contaminarse, las islas dejaron lentamente de ser el lugar donde los ricos de Estambul se arrimaban unos a otros por conciencia de clase, donde por las noches se luc¨ªa la ropa tra¨ªda de Europa, donde no se avergonzaban de demostrar su poder¨ªo econ¨®mico. Una tarde del verano de 1958 fuimos con nuestros padres a una recepci¨®n a la orilla del mar en un suntuoso yate que nos llev¨® de Heybeli a B¨¹y¨¹kada. Recuerdo ver hermosas mujeres en ba?ador que se bronceaban en la orilla del mar unt¨¢ndose cremas, hombres ricos que bromeaban a voces y camareros de camisas blancas que les ofrec¨ªan a todos ellos bandejas de canap¨¦s y bebidas. Como en Heybeli, a causa de la Academia Naval, hab¨ªa multitud de militares y funcionarios, a m¨ª siempre me resultaba m¨¢s rica B¨¹y¨¹kada, y los quesos de importaci¨®n y las bebidas alcoh¨®licas de contrabando que ve¨ªa en las tiendas y el sonido de m¨²sica y diversi¨®n procedente del Gran Club se un¨ªan en mi imaginaci¨®n con la idea de que all¨ª estaban "los ricos de verdad". Eran los a?os de ni?ez en que prestaba much¨ªsima atenci¨®n, entre avergonzado y ambicioso, a las diferencias de caballos entre los motores adosados a la popa de las lanchas r¨¢pidas, entre el caballero que se instalaba c¨®modamente en su coche de caballos en cuanto bajaba del vapor y los que iban andando, entre las mujeres que bajaban a la compra y las se?oras que enviaban a otras a que se la hicieran.

Otra cosa que diferencia a las islas de Estambul proporcion¨¢ndoles un ambiente completamente distinto, m¨¢s que las ricas mansiones, la belleza de sus jardines, el hecho de que sean un lugar de vacaciones, las palmeras y los limoneros, son los coches de caballos. De ni?o me pon¨ªa muy contento cuando me dejaban subir al pescante desde donde el cochero gobernaba los caballos; en casa jugaba en el jard¨ªn a los coches de caballos imitando el ruido de los cascabeles y las herraduras y los movimientos del cochero. Cuarenta a?os despu¨¦s volv¨ª a jugar en las islas a lo mismo con mi hija. La condici¨®n indispensable para que te gusten esos faetones que todav¨ªa viven con toda naturalidad, no por ser una atracci¨®n tur¨ªstica sino porque son pr¨¢cticos, baratos y silenciosos, es que no te incomode el denso olor a bosta de caballo que envuelve mercados, calles atestadas y paradas; al contrario, que te guste tanto como para buscarlo y cuando, durante el paseo, el cansado caballo (a veces despiadadamente azotado) levanta de repente con elegancia su tupida cola y comienza a vaciar en la calle su caliente y h¨²meda carga, contemplar el suceso sonriendo y con una curiosidad infantil.

Hasta principios del siglo XIX, las islas en invierno era donde viv¨ªan sacerdotes, seminaristas y pescadores rum¨ªes. Cuando se instalaron en ellas algunos rusos blancos emigrados a Estambul tras la revoluci¨®n de 1917, se abrieron en aquellas aldeas, cada vez m¨¢s grandes, lujosos restaurantes y cabarets. La creaci¨®n de la Academia Naval en Heybeli, la apertura de sanatorios para tuberculosos, el que en el ¨²ltimo siglo se asentaran comunitariamente los jud¨ªos en B¨¹y¨¹kada y los armenios en Kinali y el que en verano emigrara a las islas la poblaci¨®n necesaria para alimentar a los veraneantes, provoc¨® que se masificaran bastante, pero no las cambi¨®. El hecho de que el gran terremoto de 1999 en Izmit se sintiera en las islas con fuerza y el que se sepa con certeza que el esperado gran terremoto de Estambul las golpear¨¢ mucho m¨¢s de cerca est¨¢n volviendo a dejarlas desiertas.

En oto?o, cuando empiezan las clases en los colegios y termina la temporada, me gusta so?ar que pasar¨¦ el invierno en las islas para sentir los anocheceres tempranos y la amargura de la llegada del oto?o en los jardines vac¨ªos. El a?o pasado, en uno de esos d¨ªas de oto?o, estuve paseando por los jardines y los porches desiertos de Heybeli y record¨¦ mi infancia mientras com¨ªa higos y uvas que las familias que hab¨ªan regresado a Estambul no hab¨ªan podido recoger. Era una triste alegr¨ªa entrar en los vac¨ªos jardines de familias a las que conoc¨ªamos de lejos sin tener nunca la oportunidad de intimar con ellas, subir por sus escaleras, balancearse en sus columpios y ver el mundo desde sus porches. Despu¨¦s de aquel paseo, tan parecido a los que hac¨ªa en mi ni?ez saltando muros, llegu¨¦ a la casa de Ismet Baj¨¢, en la que s¨®lo hab¨ªa podido entrar una vez. La casa, de la que recordaba vagamente haberla visitado con mi padre hac¨ªa cuarenta y cinco a?os y que el antiguo presidente de la Rep¨²blica me hab¨ªa sentado sobre sus rodillas y me hab¨ªa dado un beso, ahora tiene las paredes decoradas con fotograf¨ªas de la vida del Baj¨¢ como pol¨ªtico, hombre de Estado y veraneante, ba?¨¢ndose en el mar con un ba?ador negro con un ¨²nico tirante. Lo que me produjo un escalofr¨ªo fue el vac¨ªo y el silencio profundos que envolv¨ªan la casa, como a toda la isla. Un olor indefinido a moho, polvo y pino en los ba?os, en los lavabos, en los detalles de la cocina, en el pozo, en la cisterna, en la tarima de los suelos, en los viejos armarios, en las molduras de las ventanas y en muchos otros detalles me record¨® la casa familiar que ya no era nuestra.

Las cig¨¹e?as que, procedentes del noroeste, bajan desde los Balcanes a finales de agosto y principios de septiembre para pasar el invierno en el sur, vuelan siempre en bandadas sobre las islas. Ahora tambi¨¦n, como en mi infancia, salgo al jard¨ªn cuando pasan las cig¨¹e?as y contemplo admirado el decidido y misterioso viaje de las "peregrinas", el rumor de cuyas alas puede o¨ªrse en el silencio. De peque?o regres¨¢bamos tristes a Estambul dos semanas despu¨¦s del paso de la ¨²ltima bandada de cig¨¹e?as. Una vez en casa, leyendo las noticias de hac¨ªa tres meses de los peri¨®dicos colgados de las ventanas, amarillentos por el sol del verano, notaba fascinado lo lento que pasaba el tiempo.

Orhan Pamuk, escritor turco, premio Nobel de Literatura 2006, es autor, entre otros, de El libro negro, Me llamo Rojo y Estambul. Este relato, in¨¦dito en Espa?a, se publicar¨¢ el pr¨®ximo oto?o en el libro Otros colores (Mondadori).

FERNANDO VICENTE

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