El amigo del tirano
En uno de los raros caf¨¦s de Manhattan que no son ya Starbucks cl¨®nicos mi amigo Vicente Echerri me cuenta que tantos a?os despu¨¦s de salir de Cuba la isla sigue apareciendo casi cada noche en sus sue?os. Pero el tiempo ha pasado, y los lugares de la memoria se van contagiando de presente. Mi amigo, que tiene unos sesenta a?os, sue?a que es un ni?o de doce que sale de su casa para ir a la escuela, con la mochila a la espalda, pero no est¨¢ en La Habana, sino en un and¨¦n del metro de Nueva York. Cuando sube las escaleras, deprisa para no llegar tarde, emerge en la Quinta Avenida, y ve a otro ni?o, amigo suyo, que est¨¢ cruzando la calle tambi¨¦n camino de la escuela. La acera de este lado es Manhattan; la del otro es La Habana. Mi amigo llama al otro chico para que le espere, para caminar juntos el ¨²ltimo tramo, pero quiz¨¢s el tr¨¢fico borra su voz, o tal vez no le sale de la garganta, como suele suceder en los sue?os. Vicente Echerri se despierta una ma?ana de junio recordando su sue?o melanc¨®lico, en Jersey City, muy lejos de la isla de la que su alma no se ha ido nunca, y a la que probablemente nunca volver¨¢.
No parece factible que Garc¨ªa M¨¢rquez haya protestado ante Fidel Castro por la suerte de tantos cubanos cuyo ¨²nico delito es contar historias Tal vez lo que le atrae de Castro es que se parece a ese modelo doble de escritor y caudillo que s¨®lo se da en las serviles sociedades hisp¨¢nicas
En la otra isla donde nos hemos citado, la de Manhattan, hace un calor de tr¨®pico, que no llegan a aliviar ni los ventiladores ni la penumbra de la Hungarian Pastry Shop. He llegado al caf¨¦ un poco antes de tiempo y espero mirando hacia la claridad candente de la entrada, donde aparece de vez en cuando alguna figura exhausta y sudorosa en camiseta y en bermudas, buscando una bebida muy fr¨ªa, un poco de sombra. Pero llega Vicente Echerri y parece que est¨¢ entrando en un caf¨¦ de La Habana, no la ciudad arruinada de ahora, ni la cada vez m¨¢s borrosa de los recuerdos, sino la que sigue inalterable en sus sue?os: un hombre alto, muy delgado, vestido con un traje claro, formal pero muy ligero, con una formalidad de veraneos de otra ¨¦poca. Vicente escribe cuentos que suceden siempre en Trinidad, la peque?a capital provinciana de su infancia, historias m¨¢s o menos fabulosas que escuchaba de ni?o, y que se remontan a los tiempos anteriores a la independencia, a unas vidas de peripecias m¨ªnimas como chismes o rumores de pueblo, contadas en un tono que est¨¢ entre Ch¨¦jov y Clar¨ªn.
A Vicente ni se le ocurre la posibilidad de que esos cuentos se publiquen alguna vez en Cuba. Sentados en el caf¨¦ conversamos sobre literatura y sobre la duraci¨®n de un exilio que ya va siendo m¨¢s largo que muchas vidas humanas. Lo que yo doy por supuesto a ¨¦l le ha sido negado, el alimento y el aire que hacen posible la escritura, el p¨²blico lector, y m¨¢s hondo todav¨ªa que eso, el sonido de la lengua, el habla viva de nuestros compatriotas, la particular pulsaci¨®n que tiene la vida en el pa¨ªs donde uno se ha criado. Hablamos del aprendizaje de ir y de volver; de aquellos grandiosos cantaores flamencos que hilaron entre el Caribe y la bah¨ªa de C¨¢diz los cantes de ida y vuelta. Me acuerdo de una letra de Pepe de la Matrona que lo resume todo en cuatro versos: "T¨² no te mueras / sin ir a Espa?a; /all¨ª la uva / aqu¨ª la ca?a".
Me he acordado de mi amigo cubano leyendo en estas p¨¢ginas una cr¨®nica de Mauricio Vicent sobre otro regreso a La Habana, el de Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez. Siempre es algo aterrador que la figura de alguien sea tan hipertr¨®fica que baste su nombre de pila o su diminutivo para designarlo: Gabo, Fidel. Gabo viaja a La Habana y como es su costumbre se encuentra con su amigo Fidel, y tambi¨¦n con otro amigo algo menos importante, Ra¨²l, que s¨ª necesita el apellido. Tanto Garc¨ªa M¨¢rquez como Mauricio Vicent viven de un oficio inviable sin la libertad de expresi¨®n, pero en la cr¨®nica se sugiere como de pasada que para garantizar la intimidad del escritor los peri¨®dicos no est¨¢n autorizados a informar de su presencia, de la que s¨®lo se ha sabido por un art¨ªculo de Fidel. De Fidel Castro. Para qu¨¦ van a hablar otros si ya est¨¢ ¨¦l para decir lo que conviene en un mon¨®logo monstruoso de m¨¢s de medio siglo. El escritor cuya sombra napole¨®nica cubre la extensi¨®n entera de la literatura de su pa¨ªs se encuentra con el tirano que lleva cincuenta a?os avasallando el suyo, y el hecho parece aceptarse con tanta normalidad como si se tratara de una reuni¨®n de viejos amigos. Al tirano octogenario le halaga que vayan a visitarlo intelectuales, los cuales siempre contar¨¢n despu¨¦s con admiraci¨®n lo aficionado que es a la literatura, lo despierto que permanece a todo. Los intelectuales que rinden pleites¨ªa al tirano y le llaman por su nombre de pila suelen venir de pa¨ªses democr¨¢ticos en los que se declaran muy cr¨ªticos contra el poder, pero se ve que para que tanta rebeld¨ªa se vuelva reverencia s¨®lo hace falta que el poder sea absoluto. Cultivan una solidaridad abnegada, casi heroica, pero s¨®lo con los verdugos, nunca con las v¨ªctimas, y tienen el coraz¨®n de hielo para los perseguidos que no se ajustan a su ortodoxia. En esas conversaciones tan entra?ables y que duran tantas horas, no parece factible que Garc¨ªa M¨¢rquez haya protestado ante Fidel Castro por la suerte de tantos cubanos cuyo ¨²nico delito ha sido y es intentar dedicarse a lo mismo que ¨¦l hace, a contar historias, o la de tantos otros expulsados, huidos, encarcelados, sacrificados, aplastados por la duraci¨®n inhumana de una dictadura que empez¨® cuando mi amigo Vicente Echerri era un chico de doce a?os.
Me he acordado de ¨¦l leyendo esa cr¨®nica, y tambi¨¦n de Paquito d'Rivera, que lleva ya casi treinta a?os de exilio y sigue tocando con la misma furia que si estuviera en un cabar¨¦ de La Habana, y de Bebo Vald¨¦s, y de tantos cubanos a los que me he encontrado por el mundo, calumniados por la tiran¨ªa y por sus c¨®mplices con el nombre infame de gusanos, llenos de nostalgia y a la vez de energ¨ªa y de talento para abrirse paso donde quiera que los lleve el destierro, acostumbrados a ser sospechosos para el se?oritismo miserable de intelectuales europeos y estrellas tarambanas del cine que gozan todos los privilegios de la libertad y de vez en cuando se conceden unas vacaciones pagadas de turismo revolucionario. En cuanto a Garc¨ªa M¨¢rquez, que tantas veces ha escrito sobre la megaloman¨ªa delirante de los poderosos, tal vez lo que le atrae de Castro es que se parece a ese modelo doble de escritor y caudillo que s¨®lo se da en las d¨¦biles y serviles sociedades hisp¨¢nicas: el que lo quiere todo, el que no tiene a nadie que le haga sombra, el que despierta miedo y exige pleites¨ªa, el que se convierte con exclusividad asfixiante en la encarnaci¨®n de un pa¨ªs, el que recibe todos los premios y todas las medallas y todav¨ªa quiere m¨¢s, el que es olvidado con alivio general en cuanto terminan sus pomposas exequias. -
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