INCANDESCENCIA
Conoc¨ª a Manuel ?lvarez Barrio en un comedor de la Barceloneta donde nos encontr¨¢bamos a veces para cenar, ya que ten¨ªa una cocina suculenta y barata. Llevaba un gran abrigo rojo, de un rojo salpicado de azul. Un abrigo demasiado grande para ¨¦l, seguramente comprado en un ropavejero. Manuel era peque?o y fornido, sus brazos eran muy largos y sus manos inmensas, sus ¨ªndices casi llegaban al pliegue de las rodillas, y el abrigo le rozaba los tobillos. Deb¨ªa de tener 70 a?os, una cabeza devorada por grandes ojos dram¨¢ticamente sombr¨ªos, una abundante cabellera gris y rizada, y dos inmensas ojeras que sal¨ªan de un punto situado entre los ojos y la nariz para morir a ambos lados de la barbilla.
VACI? EL BOTE Y SE PUSO A TRAGAR CONCIENZUDAMENTE, UNA TRAS OTRA, TODAS LAS P?GINAS DEL PRIMER CUADERNO
Los bolsillos de su abrigo rojo eran lo bastante grandes para meter en ellos dos cuadernos protegidos por cubiertas de cuero negro. Com¨ªa poco y r¨¢pidamente. Para ¨¦l, ¨¦sta s¨®lo era una funci¨®n de supervivencia y en absoluto un placer. En cuanto terminaba, empujaba su plato y su vaso de agua, abr¨ªa sus dos cuadernos y trabajaba en sus poemas. Se quedaba alrededor de dos horas, no prestaba ninguna atenci¨®n a los dem¨¢s clientes, mascullaba algunos versos, pagaba y luego se iba sin saludar a nadie.
Sin embargo, esa noche levant¨® los ojos hacia m¨ª, me mir¨® fijamente un momento -su mirada apenas era sostenible- y me invit¨® a su mesa con un gesto un poco brusco. Yo me sent¨¦ frente a ¨¦l, pidi¨® una botella de vino y bebimos el primer vaso en silencio. Sus grandes manos estaban posadas en sus cuadernos, como garras de tigre sobre dos presas oscuras.
-Necesito un ayudante.
-?Es escritor?
-No, poeta. Toda mi obra est¨¢ contenida en estos dos cuadernos.
-?Qu¨¦ puedo hacer por usted?
-Ayudarme a suicidarme.
Ante mi silencio, sirvi¨® vino y vaciamos otro vaso.
-?Quiere que le empuje desde una de las torres de la Sagrada Familia, o bajo un autob¨²s, para terminar en pedazos, como Gaud¨ª?
-?Qu¨¦ otras ideas se le ocurren?
-Clavarle un l¨¢piz bien afilado en el coraz¨®n...
-?Es m¨¢s digno! ?Y qu¨¦ m¨¢s?
-Ofrec¨¦rselo a un can¨ªbal...
-Es creativo, joven, me agrada.
-?Pero por qu¨¦ quiere morir?
-Es una pregunta indiscreta.
-S¨®lo con esa condici¨®n aceptar¨¦...
-Observe mi cara. ?Qu¨¦ ve?
-Lo que veo en todas las caras, sufrimiento, frustraci¨®n, desilusi¨®n, amargura, cierta desesperaci¨®n.
-Nada de eso, en mi caso se trata de pura impaciencia.
-?Impaciencia por qu¨¦?
-Por saber si mi cara ser¨¢ apacible como la de algunos muertos que he visto.
-?Pero c¨®mo va a saberlo, puesto que estar¨¢ muerto?
-Ah¨ª interviene usted. Cuento con usted para hacerme un informe fiel y preciso de sus observaciones.
-?Las oir¨¢?
-Tengo la certeza de que la conciencia sobrevive a la parada de las funciones, al menos durante algunas horas.
-Es una cuesti¨®n que me he planteado a menudo...
-?Acepta?
-Soy su hombre.
-Quiero una muerte incandescente.
-No intervendr¨¦ en el acto.
-Para eso no necesito a nadie.
-?Y su obra?
-El ¨²ltimo acto po¨¦tico es desaparecer con la propia obra.
-Comprendo. ?Me autorizar¨¢ a leerla antes de destruirla?
-No, he decidido com¨¦rmela.
-?Y cree que eso ser¨¢ suficiente para morir?
-Seguro. Si pudiera leerla, lo entender¨ªa inmediatamente. Es una obra incisiva, una obra hecha de esquirlas de diamante y de lava fundida, de curare y de plumas de colibr¨ªes. ?Me traspasar¨¢!
Nos fuimos juntos del restaurante. Quer¨ªa morir frente al mar, en la playa. Cuando volvi¨® a ponerse el abrigo, me di cuenta de que un objeto deformaba uno de sus bolsillos. Fuimos en silencio hacia el lugar de su suicidio, al final de la playa.
-?Hay bastante luz? ?Podr¨¢ ver mi cara?
-S¨ª, y si es necesario, tengo cerillas.
-Perfecto.
Extendi¨® su abrigo rojo sobre la arena, se sent¨® con las piernas cruzadas, sac¨® de su bolsillo un gran bote de pimienta de Cayena, lo abri¨® y, sirvi¨¦ndose de sus dedos, comenz¨® a cubrir cada una de las p¨¢ginas de sus cuadernos con una gruesa capa roja y aceitosa. La pimienta era tan fuerte que hizo brotar l¨¢grimas de nuestros ojos. Vaci¨® el bote y se puso a tragar concienzudamente, una tras otra, todas las p¨¢ginas del primer cuaderno. Yo esperaba que se ahogara, que no pudiera soportar la enorme cantidad de pimienta que engull¨ªa, pero, aparte del hecho de que se puso muy colorado, nada parec¨ªa poder detenerlo. Devor¨® el segundo cuaderno.
Por fin, s¨®lo dej¨® sin comer las tapas de cuero. Se estir¨® sobre su abrigo, se tap¨®, cerr¨® los ojos y muri¨®. Durante algunos minutos, no pas¨® nada. Una farola lejana me permit¨ªa escrutar su rostro y ver su relieve con cierta claridad. Observaba con cuidado, inclinado sobre ¨¦l, cuando apreci¨¦ la primera modificaci¨®n: las dos arrugas profundas comenzaban a llenarse, a alisarse, a diluirse en la cara.
Me puse a hablar, reconstruyendo detalladamente cada microcambio al que asist¨ªa. La frente se volv¨ªa juvenil, las mejillas se tensaban de nuevo. Poco a poco, la cara empez¨® a reflejar una asombrosa serenidad, una belleza que no se ve en ning¨²n ser vivo. Una mezcla de vida intensa y calma acu¨¢tica. Un oc¨¦ano sin olas. Un cielo sin estrellas. Un color que se convierte en amplitud.
Para terminar, la belleza me impuso el silencio. Un silencio que a lo mejor ¨¦l o¨ªa. Cog¨ª una de sus grandes manos en la m¨ªa y esper¨¦ a que se enfriara un poco, luego volv¨ª a cerrar el abrigo sobre su cuerpo y lo dej¨¦ en su sudario rojo.
Me alej¨¦. Mis pasos se hund¨ªan en la arena y llegu¨¦ al entarimado, volvi¨¦ndome de vez en cuando. Era una noche sin luna y cuando su cuerpo comenz¨® a arder, no me sorprend¨ª. Entonces le dije una ¨²ltima palabra, seguro de que pod¨ªa o¨ªrla:
- ?Incandescencia!
Me qued¨¦ toda la noche para velarlo de lejos y cuando, al alba, me acerqu¨¦ al lugar donde se encontraba su cuerpo s¨®lo vi su huella en la arena a¨²n caliente, cubierta de cenizas que parec¨ªan casi azuladas a la luz del alba.
Me alejaba andando por la playa cuando vi aparecer sus palabras sobre la arena mojada por las olas. Los poemas eran cortos. Formaban letras de fuego que cada ola se llevaba hacia el punto central de los oc¨¦anos, ese lugar indemostrable donde todas las olas de la conciencia surgen sin principio y sin fin.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.