Castigos ejemplares
En medio del delirio, Van Gogh se corta el l¨®bulo de la oreja y lo envuelve en papel peri¨®dico. Pese a que sangra por la herida, camina hasta el burdel del pueblo, al llegar pregunta por Raquel, una de las chicas que all¨ª trabajan, y le entrega la curiosa ofrenda. ?Por qu¨¦ una oreja? ?Por qu¨¦ a ella? No se sabe. Se sabe, s¨ª, cu¨¢l fue la frase que le dijo a la mujer en ese peculiar¨ªsimo momento, quiz¨¢ engorroso o quiz¨¢ sacramental, pero en cualquier caso cargado para ¨¦l de resonancias: toma esto y cu¨ªdalo muy bien. De donde se deduce que consideraba que era ella, una puta, la persona indicada para cumplir con el encargo de cuidar y conservar ese trozo de s¨ª mismo que acababa de depositar en sus manos.
Una mujer que reta las imposiciones morales es candela, y el escritor que lidia con ella corre el riesgo de quemarse
Esta Raquel no fue la primera prostituta en la vida de Van Gogh, que en buena medida transcurri¨® en los burdeles, donde encontraba compa?¨ªa, amparo y, seg¨²n su propia expresi¨®n, humanidad. Ya antes hab¨ªa acogido a otra llamada Sein, madre de una hija y adem¨¢s embarazada, con quien convivi¨® por varios a?os y a quien le hizo un homenaje menos estrafalario que el de Raquel: A Sein la pint¨® en sus cuadros. En un dibujo, ella hunde la cabeza entre los brazos, abrumada por los pesares, y en un ¨®leo, amamanta a su ni?o y le sonr¨ªe.
O sea que Van Gogh quiso mostrarla tal como ¨¦l mismo deb¨ªa verla: no s¨®lo como prostituta, sino ante todo en su condici¨®n de mujer. Este reconocimiento es uno de los muchos que a lo largo del siglo XIX escritores y artistas les rindieron a ellas, sus socias en el empe?o de arregl¨¢rselas en contrav¨ªa y de asumir la existencia en los extramuros de la sociedad; sus aliadas a la hora de mandar al demonio las normas y emprenderla literalmente a co?azos contra la hipocres¨ªa de la moralidad consagrada; sus compa?eras de catre, de jarana y de batalla, se?aladas y proscritas al igual que ellos por su car¨¢cter transgresor, y al mismo tiempo endiosadas por la misma raz¨®n.
A las mujeres de la vida les rinde tributo Dumas hijo, quien a trav¨¦s del personaje de Duval deja cada noche un bouquet de camelias junto al lecho de Marguerite Gautier. ?mile Zola describe a su Nan¨¢ entre horrorizado y maravillado, temblando de pavor pero tambi¨¦n de expectativa. Con su c¨¦lebre frase, Madame Bovary c'est moi, Flaubert establece que son uno y el mismo la ad¨²ltera y el escritor. Guy de Maupassant las pinta vivaces, amorosas y divertidas, y como en el caso de Bola de Sebo, m¨¢s ¨ªntegras que cualquiera de los buenos burgueses que las repudian. Baudelaire reconoce en su testamento que gracias a ellas logr¨® ser la persona que fue. Y ya desde un siglo antes, Daniel Defoe le ha atribuido a su Moll Flanders el don de pecar y rezar para as¨ª empatar.
Ellas, a su vez, les retribuyen ampliamente: al aparecer como protagonistas de sus novelas y develar en sus p¨¢ginas los vericuetos de sus vidas y sus almas, propician un vuelco en la literatura y le abren caminos m¨¢s profundos, arriesgados y modernos.
Sin embargo, el pacto de mutuo apoyo tiene fisuras y la traici¨®n acecha. La protagonista/prostituta, o ad¨²ltera, termina casi sin excepci¨®n siendo se?alada y reprendida, forzada a reconocer sus pecados y sometida a expiaciones terribles que suelen llegar hasta la pena capital. Ante lo cual el escritor se lava las manos y permanece de brazos cruzados. Peor a¨²n, asume la responsabilidad del castigo ejemplarizante al empujar en esa direcci¨®n el argumento, y as¨ª el Abate Prebost arrastra a su bella Manon Lescaut por celdas h¨²medas y barcos de galeotes; Flaubert le depara a su Madame Bovary una muerte por veneno en medio de alaridos y retorcijones; Tolst¨®i hace que su divina Ana se arroje bajo las ruedas del tren. La espl¨¦ndida Nan¨¢, de Zola, termina tirada sobre un colch¨®n, putrefacta y cubierta de p¨²stulas; pese a los bouquets de camelias, la tisis acaba con la dama de Dumas; Hawthorne marca a su hero¨ªna con una letra A, de ad¨²ltera, bordada en rojo sobre el pecho; Mahfuz decide que la arrogante Hamida, de El Callej¨®n de los Milagros, debe entregarle su virginidad a los oficiales norteamericanos. Para rematar con la Er¨¦ndira de Garc¨ªa M¨¢rquez, si no virgen, s¨ª mil veces m¨¢rtir, m¨ªtica en su tormento de permanecer atada a un catre para que los hombres sacien el apetito en sus entra?as, tal como hacen los buitres con Prometeo encadenado a una roca.
?Qu¨¦ ha sucedido? Si el escritor y la prostituta comparten destino y se cubren mutuamente la espalda, ?por qu¨¦ ¨¦l se presta a que recaiga sobre ella tan brutal escarmiento? O para formular la inculpaci¨®n de manera m¨¢s directa, ?por qu¨¦ ¨¦l, que es al fin de cuentas quien maneja la pluma y traza el argumento, decide que ella debe pagar con enfermedades inconfesables e incurables, repudio p¨²blico, destierro y muerte? La respuesta m¨¢s obvia tiene un nombre: miedo. Una mujer que reta las imposiciones morales es candela, y el escritor que lidia con ella corre el riesgo de quemarse. Como ella amenaza con arrastrarlo m¨¢s abajo de lo que est¨¢ dispuesto a caer, ¨¦l termina cediendo ante el peso de la tradici¨®n, y eso implica traicionarla. La libertad con que ella act¨²a la coloca de lleno en un futuro al cual ¨¦l s¨®lo se atreve a asomarse, y de ah¨ª que una Madame Bovary, o una Ana Karenina, de alguna manera dejen atr¨¢s en el tiempo a sus respectivos creadores.
En este punto conviene preguntarse, ?y a cuenta de qu¨¦ tildar al pobre escritor de criminal, si no ha asesinado a nadie con sus propias manos? ?Si a fin de cuentas s¨®lo las ha utilizado para escribir una historia inventada? ?Si una cosa es la literatura y otra la realidad? Pues porque una y otra vienen entreveradas, y en todo caso estamos hablando de la literatura como terreno donde se dirimen en un plano imaginario y simb¨®lico los conflictos de la vida real. Aqu¨ª va una prueba de que no se trata de meras fantas¨ªas: acusado de obscenidad, Flaubert fue llevado a un juicio muy real debido a la historia irreal que cont¨® en su Madame Bovary.
Durante dicho juicio, el abogado defensor adujo que el autor hab¨ªa ahondado en la mala conducta de una mujer s¨®lo para demostrar c¨®mo ¨¦sta la llevaba al sufrimiento y a la destrucci¨®n. Excusa similar hab¨ªa presentado antes Daniel Defoe en el pr¨®logo a Moll Flanders: "Para ofrecer la historia del arrepentimiento de una vida llena de depravaci¨®n es necesario que la etapa m¨¢s pervertida sea presentada tan real como lo permita la narraci¨®n original, con el fin de embellecer la etapa de penitencia, que es sin duda la mejor y m¨¢s brillante". ?Entonces no hay tal traici¨®n por parte del escritor, sino que todo se reduce a la treta que monta para eludir la censura de la ¨¦poca? ?Se trata de argucias suyas para poder hablar de un tema prohibido y publicarlo? Puede ser. ?sa tambi¨¦n es una explicaci¨®n posible.
Y habr¨ªa una tercera, m¨¢s seductora que las dos anteriores, y que no necesariamente las excluye. Flaubert ha dicho con todas las letras: Madame Bovary c'est moi. ?Por qu¨¦ no creerle? Llegar¨ªamos a la conclusi¨®n de que a trav¨¦s de la transubstanciaci¨®n del autor en su personaje femenino es en realidad ¨¦l quien se rebela, act¨²a fuera del molde y en consecuencia sufre discriminaci¨®n, es incomprendido, censurado, contagiado, castigado y perseguido. Es posible que sea el propio Flaubert, a trav¨¦s de Emma Bovary, quien se est¨¦ envenenando con ars¨¦nico. Y que junto con Ana Karenina, Tolst¨®i se est¨¦ arrojando bajo las ruedas del tren. Si esto es as¨ª, entonces habr¨ªa que reconocer que el escritor decimon¨®nico, lejos de traicionar el viejo pacto, lo lleva hasta las ¨²ltimas consecuencias y lo sella con sangre.
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