Donde nos enamoramos
Le pregunt¨¦ a una chica que cumpli¨® dieciocho a?os en D¨¦nia y que ahora tiene cuarenta qu¨¦ eran para ella estas playas, y me respondi¨®, por e-mail:
"Ah, D¨¦nia era la libertad y el mar. Pero sobre todo la libertad que nos proporcionaba estar delante de ese mar, y salir por las noches con las pandas de amigos hasta horas prohibidas en nuestra vida en la gran ciudad".
Despu¨¦s a?adi¨®, en el mismo correo:
"En D¨¦nia aprend¨ª a besar y a querer".
Luego me llam¨® y me dijo: "?Vete a Les Rotes!".
Entonces, cuando fui a Les Rotes, supe qu¨¦ dec¨ªa la mujer que se enamor¨® en D¨¦nia.
Hay pueblos que inventan un sitio donde parar el tiempo. Y D¨¦nia, que es prehist¨®rica, y presume de estar aqu¨ª antes de que estuviera el Mediterr¨¢neo, invent¨® Les Rotes como si fuera una rep¨²blica independiente de la nueva D¨¦nia.
D¨¦nia jam¨¢s sufri¨® la impronta de la derrota econ¨®mica, o por lo menos tuvo arrestos para afrontarla
Manuel Vicent: "Cuando vine era lo ¨²nico que hab¨ªa, el hotel, los farolitos, una m¨²sica y unas parejas bailando"
Les Rotes est¨¢ bajo el inmenso Mong¨® blanco, un monte que, seg¨²n Manuel Vicent, que vive a su sombra al menos desde 1967, es como un cipr¨¦s ca¨ªdo desde el mar, y a veces tambi¨¦n como un elefante. Cuando estuvimos all¨ª, una neblina oto?al hab¨ªa ca¨ªdo sobre ese trozo del Mediterr¨¢neo, y esa monta?a calc¨¢rea y como animal parec¨ªa formar parte del conjunto de nubes que al fin cumpli¨® su amenaza y descarg¨® sobre el cementerio de los Ingleses.
Bajo el Mong¨®, Les Rotes se desliza como piedras relucientes, marrones, arcillosas, guardadas por veraneantes silenciosos que se sientan a la orilla para desgranar la misma melancol¨ªa que ven¨ªa en aquella carta. En esta ocasi¨®n, cuando nosotros llegamos, dos madrile?as a las que no ped¨ª sus nombres se contaban historias de cuando vinieron por primera vez, enamoradas, reci¨¦n casadas acaso, o ya perseguidas por el mal que entonces les hac¨ªa bien.
Luego siguieron su camino y las encontramos m¨¢s all¨¢, andando por la mitad de su paseo de seis kil¨®metros, esperando acaso que se despertaran los adolescentes que hab¨ªa en casa. Pararon, como nosotros, en Helios, un bar que parece un oasis de t¨¦ frente al mar de T¨¢nger, aunque en este caso no es Paul Bowles, sino Manuel Vicent, quien se sienta aqu¨ª ante un gin tonic y ante el sol, que est¨¢ a la espera.
Ellas se sientan con una mujer mayor que ellas, y piden cervezas y tapas que cocina, en Helios, una cocinera que prepara el at¨²n como nadie. Es Mar¨ªa Rosa Antol¨ªn, vino aqu¨ª hace veinte a?os, y es de San Sebasti¨¢n y de Extremadura, a partes iguales. Le pregunt¨¦ por qu¨¦ ha venido, y como titube¨® la ayud¨¦, acord¨¢ndome de aquella carta sobre el amor en D¨¦nia:
-Vino por amor.
Mar¨ªa Rosa se limpi¨® las manos con su delantal y quiso decir algo, pero su hijo Juan, que desayunaba con su novia antes de empezar a trabajar, le ataj¨® desde el fondo:
-?Por desamor! ?Viniste por desamor!
Ella asinti¨®, riendo, "pues vine por desamor", y pas¨® a describir la felicidad en D¨¦nia. "Este bar y unas gambas de D¨¦nia en el Farall¨®". Y Les Rotes. Como Les Rotes no hay nada, en este pueblo, nos dijo luego Pablo, que es due?o de este bar, tambi¨¦n, desde hace veinte a?os, cuando sus padres se lo dejaron y ¨¦l quiso dejarlo como estaba, un lugar tranquilo que alguna vez fue la capital de los hippies en D¨¦nia.
Mar¨ªa Rosa posa, para la foto, en el banquito donde durante a?os mucha gente, como aquella chica que nos escribi¨® el e-mail, se fum¨® los primeros porros o dio sus primeros besos. Es un banquito humilde, alargado, como la convocatoria de una reuni¨®n de confidencias.
D¨¦nia es tambi¨¦n Las Marinas; claro, es que si no fuera por Las Marinas, D¨¦nia ahora ser¨ªa como un poblado griego que a lo mejor a¨²n vivir¨ªa de las vi?as que mat¨® la filoxera, pero que hasta entonces, principios del siglo pasado, hizo del lugar, gracias al moscatel y a las pasas, uno de los sitios m¨¢s pr¨®speros del Mediterr¨¢neo.
Pr¨®spero e ingl¨¦s, as¨ª fue. A¨²n hoy, cuando acaba el bullicio de Las Marinas -las playas alargadas, de arena rubia, excepto hoy, que la lluvia la ha apelmazado y le ha puesto color de burro cansado-, los ingleses tranquilos vienen a D¨¦nia a recordar viejos tiempos y a tomar t¨¦ en la calle Campos.
Pero los ingleses -esos ingleses- son una reliquia, como el cementerio. Es un misterio el cementerio de los Ingleses. Es un cementerio anglicano; mor¨ªan los ingleses, como es natural; ven¨ªan en busca del moscatel, de las pasas y de la riqueza, y tra¨ªan bacalao y otros productos, de Canad¨¢, del Reino Unido, y a veces se produc¨ªan naufragios que el tiempo convirti¨® en misteriosos y, por tanto, en mitol¨®gicos. Y a veces mor¨ªan, de muerte natural, en estas estribaciones que dan al mar del que ven¨ªan. Y hab¨ªa que enterrarlos fuera del recinto cat¨®lico.
Ahora, el cementerio de los Ingleses es un lugar inaccesible -menos para Vicent y para el fot¨®grafo C¨ªscar- en el que florece todo tipo de plantas tristes bajo la sombra del Mong¨® y de la historia. Parece un cementerio medieval ingl¨¦s, breve, como muy meditado. Se sube al cementerio, desde la vereda que rodea Les Rotes, junto al mar, por un promontorio escarpado, casi vertical, de arcilla. Dec¨ªa Vicent que hasta ese d¨ªa no hab¨ªa llovido en D¨¦nia desde 1918, pero en el instante en que nosotros ascendimos peligrosamente por ese promontorio cay¨® una tromba de agua que el escritor y el fot¨®grafo aguantaron con estoicismo y, seg¨²n otros espectadores, con heroicidad.
El poeta Tono Forn¨¦s, que naci¨® en el norte de ?frica, pero que es de D¨¦nia de toda la vida, y da clases de su geolog¨ªa y de su biolog¨ªa, ha pasado aqu¨ª, en este cementerio marino, tan atractivo como el mar o como la vida, muchas tardes de oto?o, cuando el sol tambi¨¦n refresca, y ha celebrado el amor con su novia, tomando vino entre las tumbas vac¨ªas de los que vinieron aqu¨ª buscando un esplendor que fue real y que ahora es memoria.
Y no tan s¨®lo memoria. Aqu¨ª hay unas casonas, sobre todo en Les Rotes, que s¨®lo pudieron ser gracias primero a la vid y luego a la naranja; D¨¦nia jam¨¢s sufri¨® la impronta de la derrota econ¨®mica, o por lo menos tuvo arrestos para afrontarla. Cuando no tuvo nada, tuvo juguetes, y cuando vino la guerra, esas f¨¢bricas de juguetes siguieron sirviendo... para fabricar armas. Da escalofr¨ªos, pero la historia de D¨¦nia lo subraya.
Y cuando no hubo remedio, este pueblo que tiene su s¨ªmbolo de silencio en Les Rotes y su susurro de noche en Helios se rindi¨® a la reina del turismo y abri¨® Las Marinas a la especulaci¨®n y al gent¨ªo. Por eso, siempre que te hablan de este lugar en el que reina el Mong¨® te citan un sitio y otro -Les Rotes, Las Marinas- como si fueran la izquierda y la derecha (o viceversa) en el cosmos.
El s¨ªmbolo del otro lado es esa frontera de ladrillo que construy¨® un falangista que se le rebel¨® a Franco, Manuel Hedilla; ah¨ª hay una escalera de pisos que amenazaron, incluso, el aire de D¨¦nia; est¨¢n ante el mar como un pu?etazo en una est¨¦tica que luego no agrede tanto; pero ese pu?etazo duele, o eso al menos dicen Tono y su colega el profesor Jes¨²s Pons, que da clases de valenciano. Los dos est¨¢n al borde del mar, en un nuevo club n¨¢utico que aqu¨ª ya conocen como el club de los borjamaris, acaso porque viene gente que se llama Borja Mari, o vete a saber.
En todo caso, estamos en la frontera de lo que fue D¨¦nia, o quiso ser, y lo que el futuro le depara al presente para que ¨¦ste se entere. Nosotros nos hemos quedado sobrecogidos por esa excursi¨®n escarpad¨ªsima al cementerio de los Ingleses, y a¨²n persiste en el ¨¢nimo el sobrecogedor aspecto de este recinto en el que se adivina la sombra indiferente de pinos como cipreses, escarbando en la arcilla roja (el marge roig, que dice Tono) que ha dejado imposibles los pantalones blancos de Manuel Vicent.
Acaso para aliviar ese sobrecogimiento, Vicent cuenta una an¨¦cdota que tambi¨¦n te pone el est¨®mago en un pu?o. Se dice que Bette Davis, la divina malvada, vino aqu¨ª a protagonizar, con Robert Starck, una pel¨ªcula sobre John Paul Jones. Era 1953 y no hab¨ªa carne en D¨¦nia, ni muchas cosas. Entonces, ¨¦ste era un lugar fant¨¢stico para rodar, porque a¨²n parec¨ªa un retiro griego, y se recuerda la figura de Alec Guinness sentado en un Rolls-Royce verde aceituna, y detr¨¢s, en un Aston Martin, Dirk Bogarde... Bueno, pues Bette exig¨ªa la carne que no hab¨ªa, ni un trozo. El del catering, uno de D¨¦nia, invent¨® entonces una cacer¨ªa por la regi¨®n, y en el sigilo de la noche se hizo con la vida de dieciocho gatos, cuya carne -m¨¢s roja que la de vaca, hubo que hacerla con tomate- sirvi¨® para otros tantos bocadillos que Bette se comi¨® en los d¨ªas siguientes adornando su felicidad con este gritito: "?Beautiful!".
Con ese ¨¢nimo fuimos a comer, pescado, naturalmente, en Noguera, restaurante adosado a un hotel que interrumpe, en Las Marinas, la ambici¨®n de lugar de masas que tiene la playa. El arroz tarda mucho, nos dijo Ana Bel¨¦n, una mujer que parece extra¨ªda de la mejor parte de las pel¨ªculas de Fellini, y que reparti¨® felicidad y ganas de vivir entre los comensales, entre ellos el poeta Forn¨¦s, para quien el Mong¨®, Les Rotes y el puerto son sus amores de D¨¦nia. "?Y el carrer Campos!".
Ah, es una playa y es verano, aunque hoy llueve, algo que no ocurr¨ªa (exageraciones de los poetas) desde 1918... Y el tr¨¢fico y la lluvia hacen que alguien aventure una definici¨®n: "D¨¦nia es Les Rotes y Las Marinas, y en medio, el puerto... y el tr¨¢fico". En esa ruta que nos lleva hasta el extremo de Las Marinas, la vecina Ibiza se hace presente, en bares que la recuerdan, ah¨ª enfrente del cabo de Sant Antoni, que une por el mar el continente con la isla; y ese aire ibicenco recuerda la divisa que domina en este lugar y en tantos de esta costa a la que Joan Manuel Serrat le dedic¨® su mejor copla. Aqu¨ª se dice, y es verdad, "haz lo que quieras, pero no molestes". El turismo hurga, est¨¢ ah¨ª, es como la pasa y como la naranja, hace m¨¢s ruido, atrae a menos caballeros como aquellos cuyas sombras ahora reposan sobre la arcilla del cementerio de los Ingleses (sus esqueletos no est¨¢n, volaron a sus pa¨ªses), pero deja las divisas con las que D¨¦nia sigue siendo un lugar feliz sobre la tierra donde ahora, en este mismo instante en que miramos hacia uno de los balcones del viejo hotel Los ?ngeles, sobre los farolitos prehist¨®ricos que a¨²n mantiene, una joven enciende un cigarrillo, piensa, deja que su mirada se confunda con el mar lechoso y a lo mejor escribe luego una carta como aqu¨¦lla:
"D¨¦nia es la libertad y el mar... En D¨¦nia aprendo a besar y a querer".
Manuel Vicent, que aqu¨ª nos dijo adi¨®s, explic¨® as¨ª el sitio: "Cuando vine era lo ¨²nico que hab¨ªa, el hotel, los farolitos. Una m¨²sica y unas parejas bailando. Agarrados".
Enamorados, como entonces.

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