Mot¨ªn en la Bounty
Hab¨ªa una vez un caballero, un tipo alto con cierto aire de superioridad, que acud¨ªa a la plaza del mercado de Portsmouth el primer domingo de cada mes con el prop¨®sito de reabastecer su biblioteca.
Me fij¨¦ en ¨¦l por el carruaje en que viajaba. El veh¨ªculo era del negro m¨¢s profundo que se haya visto nunca, pero ten¨ªa el tejadillo moteado con una hilera de estrellas plateadas, como si al propietario le interesara un mundo m¨¢s all¨¢ del nuestro. El hombre sol¨ªa pasar buena parte de la ma?ana hurgando entre los puestos de libros que instalaban ante las tiendas, o acariciando los lomos de los vol¨²menes que hab¨ªa en las estanter¨ªas de dentro, sacando unos para echar un vistazo a las palabras que conten¨ªan, pas¨¢ndose otros de una mano a otra mientras examinaba la encuadernaci¨®n. A veces parec¨ªa olisquear la tinta de las p¨¢ginas, tanto se acercaba a algunos. En ocasiones se marchaba con cajas de libros que era preciso asegurar en el techo de su carruaje con una gruesa cuerda. Otras veces ten¨ªa suerte si encontraba un solo ejemplar que fuera de su inter¨¦s. Pero mientras ¨¦l buscaba una forma de aligerar su cartera mediante las compras, yo persegu¨ªa un modo de aligerarle los bolsillos, pues tal era mi oficio por aquel entonces. O uno de ellos al menos. De vez en cuando consegu¨ªa birlarle algunos pa?uelos, y una chica que conoc¨ªa, Floss Mackey, les quitaba el monograma bordado, MZ, por un cuarto de penique, de modo que yo pod¨ªa venderlos a una lavandera por un penique, y ella a su vez encontraba un comprador para cada uno y se sacaba un buen beneficio que le permit¨ªa seguir abasteci¨¦ndose de ginebra y pepinillos. En una ocasi¨®n, el hombre dej¨® su sombrero sobre un carro en el exterior de una mercer¨ªa y me lo llev¨¦ para canjearlo por una bolsa de canicas y una pluma de cuervo. Ocasionalmente trataba de hacerme con su cartera, pero ¨¦l la manten¨ªa a buen recaudo, como hacen los caballeros. Por eso, cuando la ve¨ªa aparecer para pagar al librero, siempre pensaba que era de esos hombres a los que les gusta llevar el dinero encima, y finalmente decid¨ª que alg¨²n d¨ªa me har¨ªa con ¨¦l.
Mientras ¨¦l buscaba una forma de aligerar su cartera mediante las compras, yo persegu¨ªa un modo de aligerarle los bolsillos, pues tal era mi oficio por entonces
Si tuviera que contar una historia, tratar¨ªa de establecer el instante preciso, el punto singular de mi relato que desencadenara todo el asunto
Lo menciono ahora, justo al principio de este relato, con vistas a narrar lo que ocurri¨® una de esas ma?anas de mercado dominical en que hac¨ªa una temperatura inusualmente c¨¢lida para la semana de Navidad y las calles estaban m¨¢s silenciosas que de costumbre. Fue una decepci¨®n para m¨ª que no hubiese m¨¢s caballeros y damas haciendo sus compras en ese momento, pues ten¨ªa intenci¨®n de concederme un almuerzo especial al cabo de dos d¨ªas para celebrar el nacimiento de Nuestro Salvador y andaba necesitado de algunas monedas para pagarlo. Pero ah¨ª estaba ¨¦l, mi caballero particular, ataviado con sus mejores galas y envuelto en un tufo a colonia, y ah¨ª estaba yo, rondando en segundo plano, a la espera del momento id¨®neo para mi siguiente paso. Normalmente habr¨ªa hecho falta una estampida de elefantes para distraerlo de sus lecturas, pero esa ma?ana de diciembre sinti¨® la inclinaci¨®n de mirar hacia donde yo me hallaba. Por un instante pens¨¦ que iba por m¨ª y que estaba perdido, pese a no haber cometido a¨²n el delito.
-Buenos d¨ªas, muchacho -me dijo, quit¨¢ndose los anteojos para mirarme, sonriendo un poco y haci¨¦ndose el estirado-. Una bonita ma?ana, ?no es as¨ª?
-Para quien le guste que haga sol en Navidad, que no es mi caso -repliqu¨¦, campechano.
El caballero reflexion¨® unos instantes y aguz¨® la mirada, ladeando un poco la cabeza en tanto me examinaba de arriba abajo.
-Bueno, es una respuesta como cualquier otra -dijo, aunque no parec¨ªa muy seguro de aprobarla-. Supongo que preferir¨ªas que nevara, ?no? A los ni?os les gusta.
-A los ni?os, quiz¨¢ -repliqu¨¦, irgui¨¦ndome en toda mi estatura; no llegaba ni por asomo a ser tan alto como ¨¦l, pero s¨ª m¨¢s que algunos-. A los hombres, no.
Esboz¨® una leve sonrisa y me examin¨® con mayor atenci¨®n.
-Disc¨²lpame -dijo, y en su voz me pareci¨® captar alg¨²n acento. Franc¨¦s, quiz¨¢, aunque lo disimulaba bien, como es debido-. No pretend¨ªa ofenderte. Salta a la vista que tienes una edad venerable.
-No se preocupe -respond¨ª, ofreci¨¦ndole una peque?a reverencia. Hab¨ªa cumplido los catorce dos d¨ªas antes, la noche del solsticio, momento en que decid¨ª que nunca m¨¢s me dejar¨ªa avasallar por nadie.
-No es la primera vez que te veo por aqu¨ª, ?no es as¨ª? -me pregunt¨®, y pens¨¦ en alejarme sin responderle, pues no ten¨ªa tiempo ni ganas de mantener una conversaci¨®n, pero por el momento decid¨ª quedarme. Si era un franchute, como pensaba, ¨¦se era mi sitio, no el suyo. Me refiero a que yo era ingl¨¦s.
-Es posible -contest¨¦-. No vivo muy lejos.
-?Y puedo preguntarte si he descubierto quiz¨¢ a un colega conocedor de las artes?
Frunc¨ª el entrecejo mientras pensaba, royendo sus palabras como la carne de un hueso y empujando la lengua contra la comisura de los labios hasta hacerla sobresalir; cuando pongo esa cara, Jenny Dunston me llama tarado y dice que soy candidato al matadero. Una cosa s¨ª tienen los caballeros: nunca utilizan cinco palabras donde pueden meter cincuenta.
-?Debo deducir entonces que lo que te trae por aqu¨ª es tu amor por la literatura? -quiso saber, y yo me dije que al infierno con todo aquello; de hecho, estaba ya a punto de largarle un insulto y dedicarme a la b¨²squeda de otro pardillo, cuando el hombre solt¨® una carcajada como si yo fuese alguna clase de simpl¨®n, al tiempo que bland¨ªa hacia m¨ª el volumen que sosten¨ªa-. ?Te gustan los libros? -pregunt¨® al fin, yendo al grano-. ?Disfrutas con la lectura?
-Pues s¨ª -admit¨ª-. Aunque no suelo tener libros que leer.
-Claro, ya me lo imagino -contest¨® en voz baja, ech¨¢ndole un vistazo a mi ropa, y supongo que por mi variopinto atuendo dedujo que en ese preciso instante la suerte no me favorec¨ªa con abundancia de fondos-. Sin embargo, un joven como t¨² siempre deber¨ªa poder acceder a los libros. Enriquecen la mente, ?sabes? Plantean preguntas sobre el universo y nos ayudan a comprender un poco m¨¢s nuestro lugar en ¨¦l.
Asent¨ª y desvi¨¦ la mirada. No ten¨ªa por costumbre entablar conversaciones con caballeros, y no pensaba empezar a hacerlo una ma?ana como aqu¨¦lla.
-S¨®lo lo pregunto... -continu¨® como si fuera el arzobispo de Canterbury y se dispusiera a pronunciar un serm¨®n ante un p¨²blico de una sola persona, sin dejarse disuadir por la escasez de asistentes-. S¨®lo lo pregunto porque estoy seguro de haberte visto antes por aqu¨ª. En la plaza del mercado, me refiero. Y en los puestos de libros en particular. Y resulta que tengo en gran estima a los j¨®venes lectores. No consigo que mi sobrino abra un libro m¨¢s all¨¢ del frontispicio.
Cierto que sol¨ªa ocuparme de mis actividades en los puestos de libros, pero s¨®lo porque eran buenos sitios para desplumar pardillos, pues ?qui¨¦n puede permitirse comprar libros, excepto los que tienen dinero? Pero su pregunta, aunque no fuera una acusaci¨®n, me dio mala espina, y decid¨ª seguirle la corriente para ver c¨®mo pod¨ªa burlarme un poco de ¨¦l.
-Bueno, la verdad es que no hay nada que me guste m¨¢s que un buen libro -declar¨¦ entonces, frot¨¢ndome las manos como si fuera el mism¨ªsimo hijo del duque de Devonshire, todo acicalado con su mejor atuendo de domingo, las orejas limpias y los dientes impecables-. Oh, s¨ª, ya lo creo. De hecho, me he propuesto visitar China alg¨²n d¨ªa, si puedo permitirme abandonar durante tanto tiempo mis obligaciones.
-?China? -pregunt¨® el caballero, mir¨¢ndome como si tuviese veinte cabezas-. Disc¨²lpame, ?has dicho China?
-Desde luego -respond¨ª, inclin¨¢ndome levemente ante ¨¦l e imaginando por un instante que si me cre¨ªa culto acaso me convertir¨ªa en su protegido y me vestir¨ªa de gala; un cambio en mis circunstancias, sin duda, que quiz¨¢ no resultar¨ªa desagradable.
?l continu¨® mir¨¢ndome con fijeza y tem¨ª haber metido la pata de alguna forma, pues parec¨ªa totalmente confundido por mis palabras. A decir verdad, el se?or Lewis -quien se ocup¨® de m¨ª durante mi infancia y en cuyo establecimiento vengo aloj¨¢ndome desde que tengo memoria- s¨®lo me hab¨ªa dado dos libros que leer en toda mi vida, y los relatos de ambos transcurr¨ªan en esa tierra distante. El primero trataba de un hombre que navegaba hasta all¨ª en una vieja chalana destartalada, s¨®lo para que el mism¨ªsimo emperador le encargara multitud de tareas antes de permitirle casarse con su hija. El segundo era un relato descarado que llevaba ilustraciones y que el se?or Lewis me ense?aba de vez en cuando para luego preguntarme si me excitaba.
-En realidad, se?or -a?ad¨ª, acerc¨¢ndome m¨¢s para echar un vistazo a sus bolsillos por si ve¨ªa un par de pa?uelos descarriados asomar de su guarida, en busca de la liberaci¨®n y de un nuevo due?o-. Si me permite la audacia, me gustar¨ªa convertirme en un escritor de libros cuando tenga la edad suficiente.
-?Un escritor! -exclam¨® ¨¦l riendo, y me detuve en seco con la cara como el granito. As¨ª es como se comportan todos los caballeros. Pueden parecer amistosos cuando hablan contigo, pero intenta expresar el deseo de llegar a ser algo mejor, quiz¨¢ alg¨²n d¨ªa incluso un caballero, y te tomar¨¢n por est¨²pido-. Disc¨²lpame -dijo entonces, observando mi expresi¨®n de desaprobaci¨®n-. No pretend¨ªa burlarme, te lo aseguro. De hecho, celebro tu ambici¨®n. Ha supuesto una sorpresa, eso es todo. Un escritor -repiti¨® al ver que yo segu¨ªa en silencio, sin aceptar ni rechazar su disculpa-. Bueno, pues te deseo buena suerte, se?or...
-Turnstile, se?or -apunt¨¦, y volv¨ª a inclinarme por pura costumbre; costumbre que, por cierto, trataba de abandonar, pues a mi espalda no le conven¨ªa aquel ejercicio, de igual manera que a los caballeros no les conven¨ªa la adulaci¨®n-. John Jacob Turnstile.
-Entonces te deseo buena suerte en tu empresa, John Jacob Turnstile -dijo en lo que pretend¨ªa ser, supongo, un tono agradable-. Pues las artes son una actividad admirable para cualquier joven dispuesto a mejorar. De hecho, dedico mi vida a estudiarlas y apoyarlas. No me importa admitir que he sido un bibli¨®filo desde la cuna y que eso ha enriquecido mi vida y proporcionado a mis veladas la m¨¢s soberbia compa?¨ªa. El mundo necesita buenos narradores, y quiz¨¢ t¨² ser¨¢s uno de ellos si perseveras en tu prop¨®sito. ?Conoces bien las letras? -a?adi¨® ladeando la cabeza, casi como un maestro de escuela que esperase una respuesta.
-A, B, C -declam¨¦ con toda la elegancia que pude-, seguidas por sus compatriotas de la D a la Z.
-?Y escribes con buena letra?
-Quien cuida de m¨ª dice que mi escritura le recuerda la de su propia madre, y era un ama de cr¨ªa, nada menos.
-Entonces sugiero que te hagas con todo el papel y la tinta que puedas permitirte, jovencito -me aconsej¨®-. Y que pongas manos a la obra de inmediato, pues es un arte lento que requiere grandes dosis de concentraci¨®n y revisi¨®n. Supongo que conf¨ªas en hacer fortuna con ello, ?no?
-En efecto, se?or -asegur¨¦, y ?qu¨¦ extra?a cosa me ocurri¨® entonces!: resulta que ya no me estaba burlando de ¨¦l, sino que realmente se me antojaba algo estupendo. De hecho hab¨ªa disfrutado con las historias sobre China y era verdad que me pasaba la mayor parte del tiempo entre los puestos de libros, cuando todo el mundo sabe que deambulan m¨¢s pardillos en torno a las tiendas de telas y las cervecer¨ªas.
El caballero pareci¨® haber terminado conmigo y volvi¨® a ajustarse los anteojos en la nariz, pero antes de que se diera la vuelta fui lo bastante audaz como para hacerle una pregunta.
-Se?or -dije, y los nervios asomaron a mi voz, de modo que trat¨¦ de disimularlos volvi¨¦ndola m¨¢s grave-. Si me lo permite, se?or...
-?S¨ª?
-Si fuera a convertirme en escritor -continu¨¦, eligiendo las palabras con cautela, pues deseaba que me diera una respuesta sensata-, si me decidiera a intentarlo, sabiendo que he aprendido bien el abecedario y que escribo con buena letra, ?por d¨®nde deber¨ªa empezar exactamente?
Solt¨® una risita y se encogi¨® de hombros.
-Bueno, admito que nunca he tenido el toque creativo -respondi¨® al fin-. Soy m¨¢s un mecenas que un artista. Pero si tuviese que contar una historia, supongo que tratar¨ªa de establecer el instante preciso, el punto singular de mi relato que desencadenara todo el asunto. Encontrar¨ªa ese momento y empezar¨ªa mi narraci¨®n desde ah¨ª.
Asinti¨® con la cabeza, despach¨¢ndome, y volvi¨® a sus lecturas, dej¨¢ndome con mis cavilaciones.
El instante preciso. El momento que desencadenara todo el asunto.
Menciono esto aqu¨ª y ahora porque el instante preciso que desencaden¨® mi asunto particular fue ese encuentro dos ma?anas antes del d¨ªa de Navidad con aquel caballero franc¨¦s, sin el cual nunca habr¨ªa conocido los d¨ªas espl¨¦ndidos o sombr¨ªos que habr¨ªan de seguir. De hecho, de no haber estado ¨¦l all¨ª aquella ma?ana en Portsmouth, y de no haber permitido que su reloj abandonara el bolsillo del chaleco y asomara de forma tan tentadora del abrigo, yo nunca habr¨ªa procedido a trasladar el mencionado artilugio del c¨¢lido lujo de su forro a la fr¨ªa comodidad del m¨ªo. Y es poco probable que me hubiese alejado entonces de ¨¦l con cautela tal como hab¨ªa aprendido a hacer, silbando una sencilla melod¨ªa para ilustrar la actitud tranquila de quien no tiene una sola preocupaci¨®n en el mundo y se ocupa de sus honrados asuntos. Y, desde luego, jam¨¢s me habr¨ªa dirigido a la entrada del mercado, satisfecho de saber que hab¨ªa conseguido ya el dinero de una ma?ana y as¨ª tendr¨ªa con qu¨¦ pagar al se?or Lewis, y pensando que al cabo de dos d¨ªas me har¨ªa sin duda con una buena comida navide?a.
Y de no haber hecho eso, se me habr¨ªa negado sin duda el placer de o¨ªr el sonido penetrante de un silbato azul y de ver una multitud volverse hacia m¨ª con ojos airados y pu?os bien dispuestos, o de sentir el rechinar de mi cabeza al golpear contra los adoquines cuando alg¨²n torp¨®n hizo su buena obra del d¨ªa al abalanzarse sobre m¨ª para hacerme perder el equilibrio y derribarme al suelo.
Nada de eso habr¨ªa sucedido y nunca habr¨ªa tenido una historia que contar.
Pero sucedi¨®. Y la tengo. Y he aqu¨ª cu¨¢l es. -
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