La herida de Guti¨¦rrez Solana
Detr¨¢s de este libro est¨¢ una maleta que, m¨¢s de medio siglo despu¨¦s de la muerte de su propietario, sus herederos hicieron llegar al Museo Reina Sof¨ªa, de Madrid. Hay tambi¨¦n una conservadora de esta entidad, Mar¨ªa Jos¨¦ Salazar, que hizo honor al nombre de su oficio y que alert¨® de que aquel equipaje conten¨ªa manuscritos in¨¦ditos del pintor Jos¨¦ Guti¨¦rrez Solana. Vinieron despu¨¦s dos estudiosos de sensibilidad acreditada, Ricardo L¨®pez Serrano y Andr¨¦s Trapiello, y de la mano del ¨²ltimo de los citados, lleg¨® una editorial que trabaja con pulcra claridad y buen gusto, la granadina Comares.
Estamos, pues, de enhorabuena aunque un lector superficial pueda decir que los textos que aqu¨ª se acopian no a?aden nada nuevo a los seis libros de Solana que ya conoc¨ªamos y cuya ¨²ltima edici¨®n, la de la Fundaci¨®n Santander en su colecci¨®n Obra Fundamental, satisfac¨ªa -por fin- las exigencias de rigor y exhaustividad. Pero, en cuestiones de literatura, no s¨®lo importa la novedad sino tambi¨¦n la insistencia, la perseverancia de los textos reci¨¦n hallados en el camino que trazaron los ya conocidos. En definitiva, tras la lectura de este libro, estamos en condiciones de dar toda la raz¨®n a Trapiello cuando escribe en su pr¨®logo que "Solana es uno de los grandes escritores espa?oles del novecientos. No es superior a Baroja o a Azor¨ªn, a Unamuno o a Gald¨®s, pero no es inferior a ninguno de ellos".
La Espa?a negra (II) Viajes por Espa?a y otros escritos
Jos¨¦ Guti¨¦rrez Solana
Edici¨®n de Ricardo L¨®pez Serrano y Andr¨¦s Trapiello
Comares. Granada, 2008
322 p¨¢ginas. 20 euros
Es curioso recordar que los dos ¨²ltimos dibujaban con primor y gustaban de la pintura. Baroja, hermano de pintor, ten¨ªa acusada sensibilidad como oyente de m¨²sica y como catador de cuadros; Azor¨ªn fue uno de los inventores del paisaje espa?ol y por algo dedic¨® Castilla a Aureliano de Beruete, con ¨¢nimo de establecer respetuoso cotejo de sus paisajismos. Tampoco han faltado en nuestro siglo XX otros testimonios de esta querencia visual de la est¨¦tica literaria espa?ola, o viceversa, de la hermandad de plumas y pinceles: Salvador Dal¨ª y Ram¨®n Gaya son, como Solana, excepcionales escritores. Y en cada uno se establece un modo de complementariedad de la escritura y la pintura. Dal¨ª teoriza y magnifica sus invenciones por medio de la escritura. Gaya, cuyos cuadros son como acotaciones leves (aunque densas) de un proceso espiritual, concibe la literatura como otra b¨²squeda paralela de la fidelidad a la verdad de las cosas (de ah¨ª su Vel¨¢zquez, p¨¢jaro solitario). En Guti¨¦rrez Solana, el nexo com¨²n de pintura y literatura es el mismo curso de su vida, recept¨¢culo abierto a las impresiones de un mundo grotesco, agobiante, hiriente. Cuando leemos Arredondo, esbozo -como conjeturan con acierto los editores- de unas memorias de infancia, un cap¨ªtulo como 'La visita del obispo' nos da la clave: aquella imagen fue un recuerdo de la ni?ez en la casa familiar santanderina pero es tambi¨¦n el t¨ªtulo del prodigioso cuadro de 1926. Y es que la percepci¨®n de la Espa?a negra, por parte de Solana, es una experiencia autobiogr¨¢fica, una suerte de herida personal continuamente renovada. En tal sentido, nos recuerda mucho la est¨¦tica y la sensibilidad de P¨ªo Baroja. Ambos tuvieron la misma curiosidad, mezclada de horror, por las ejecuciones p¨²blicas (como se percibe en muchos episodios de la serie 'Cr¨ªmenes pasionales', en este libro); uno y otro experimentaron el mismo turbio atractivo y la misma repugnancia de fondo por las v¨ªctimas del sexo mercenario (ese mundo de criadas complacientes y de prostitutas resignadas est¨¢ en 'La lucha por la vida' y en 'La sensualidad pervertida, pero tambi¨¦n en muchos lienzos de Solana y aqu¨ª en las notas de 'Madrid'). Los dos ejercieron la mezcla de misantrop¨ªa y piedad a la vista de la desnudez repugnante de los desheredados: de "esas canillas blancas, como de difunto" y de "esas espaldas y pecho blanco y descolorido, de no darles la luz", que describe Solana en 'Las casas de dormir o los albergues'. Y ambos tuvieron la misma compasi¨®n por el sufrimiento animal. El lector de El ¨¢rbol de la ciencia no olvidar¨¢ nunca la escena en la que un m¨¦dico cruel le quita su gato a una agonizante del hospital; el lector de este libro tendr¨¢ las mismas sensaciones al leer 'La recogida de perros, los laceros y el dep¨®sito del Canal' o 'El desolladero de la plaza de Tetu¨¢n', ambos en los apuntes para Madrid.
?Complacencia en el horror? Ninguna. Ese estilo seco y directo, siempre contado en presente, no quiere recrearse en la perpetuaci¨®n de la sensaci¨®n, en la suspensi¨®n del tiempo (como Ortega observaba sagazmente en Azor¨ªn), sino proporcionarnos mejor la inminencia directa del horror, por el que somos a la vez subyugados y espantados. La objetividad es su forma de probidad, como en la descripci¨®n -tan moderna- de Navalcarnero (que se limita a una lectura de sus desternillantes anuncios callejeros), aunque otras veces, la sensaci¨®n descrita se deje llevar por lo hiperb¨®lico y entremos en el territorio de la fantas¨ªa casi quevedesca: la citada excursi¨®n a Navalcarnero termina con una divertida exageraci¨®n sobre la furia de las moscas ind¨ªgenas; en 'Las polillas', ¨²nico texto sobreviviente de Ogarrio, cuatro p¨¢ginas describen con minucia la invasi¨®n por estos insectos de una casa abandonada.
Decididamente no hay complacencia alguna. Camilo Jos¨¦ Cela, gran valedor de Solana, describ¨ªa una crueldad que, en el fondo, compart¨ªa (lo que art¨ªsticamente es leg¨ªtimo, por supuesto). Valle-Incl¨¢n y, en otra medida, Eugenio Noel visitaron los mismos barrios oscuros y el resultado moral es una cierta ambig¨¹edad entre la denuncia y la est¨¦tica. Solana no es el cazurro de su leyenda, que pinta y escribe sin reflexi¨®n alguna... Sabe que ese mundo que le atrae y al que aborrece tiene responsables directos de su miseria. Y sabe que, al final de la gesticulaci¨®n, est¨¢ la muerte. Los editores han decidido que el 'Pr¨®logo de un muerto', escrito para el libro Madrid, abra esta nueva serie de textos. Es una decisi¨®n plausible porque esta pesadilla de difuntos (que hubiera encantado a Baroja, que remat¨® con otra el edificio de Memorias de un hombre de acci¨®n) tiene mucha fuerza, al pintar al escritor como lo que fue, en su relaci¨®n con el mundo: un muerto vivo, un hombre que llegaba del otro lado. Y, al paso, traza un incomparable friso de sus colegas del pante¨®n donde hab¨ªa yacido, lleno de "esculturas malas de Benlliure": el pol¨ªtico La Cierva, escoltado de inscripciones gratulatorias; Azor¨ªn, enterrado con librea pero que conserva el paraguas rojo de su juventud anarquista; Gald¨®s, con su gab¨¢n y unas c¨®modas zapatillas de orillo; Pardo Baz¨¢n, que se ha calado la muceta acad¨¦mica pero lleva zapatos de baile; Baroja, "con la cabeza gorda pues la boina le viene chica", con una maleta a su lado donde guarda recuerdos de la guerra carlista. S¨ª..., la visi¨®n de Solana es la del resucitado que ya lo ha visto todo y para quien ya todo tendr¨¢ un sabor amargo.
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