La muerte exige culpables
Del homicidio involuntario al c¨¢ncer de pulm¨®n la sociedad exige responsables con nombre y apellidos
Es parad¨®jica la relaci¨®n entre Estados Unidos y el resto de Occidente. Profesamos un odio insano a la democracia m¨¢s antigua, pero asumimos uno a uno sus prejuicios. Todav¨ªa alg¨²n imb¨¦cil creer¨¢ ser fiel a la cultura china diciendo Beijing y no Pek¨ªn, cuando lo ¨²nico que hace es someterse a un nuevo dictado anglosaj¨®n. Es lo que merecemos: reprobamos los valores pol¨ªticos norteamericanos, pero los ni?os a nuestro alrededor dicen llamarse Jennifer o Kevin, devoramos comida r¨¢pida y nos ponemos gorras deportivas, aunque ese d¨ªa no haya basket. El cateto antiamericanismo que prospera tiene un fondo psicoanal¨ªtico: es el rencor que sienten ante los grandes no sus contradictores, sino los imitamonos.
Ahora hemos importado del Imperio el prejuicio de que la gente s¨®lo muere cuando algo se ha hecho mal. En esa visi¨®n la muerte no existe (es demasiado desagradable), de modo que, si sobreviene, s¨®lo puede ser producto de alguna negligencia. Del homicidio involuntario hasta el c¨¢ncer de pulm¨®n, la sociedad exige responsables, responsables con nombre y apellidos, depositarios de una culpa concreta. De ese modo, la muerte no es un hecho irremediable, sino la consecuencia de una conducta err¨®nea, sea esta propia o ajena. Comer grasas en exceso, exponerse a los rayos de sol, fumar, beber,... Toda enfermedad denuncia una conducta, del mismo modo que el asesinato denuncia al asesino o el maltrato al maltratador. Podemos mantener la ficci¨®n: nuestra sociedad, como cualquier otra, asume unos prejuicios. No es dif¨ªcil vivir como si la muerte no existiera: en otros momentos se viv¨ªa como si el poder de los reyes fuera divino o como si los jud¨ªos devoraran ni?os por la noche.
Pero el prejuicio se hace insostenible cuando la muerte asoma de forma tan arrolladora que no hay modo de ignorarla: es el momento de las grandes cat¨¢strofes. La necesidad de encontrar responsables para toda muerte se vuelve un drama en esas crueles exposiciones del ser humano a la aniquilaci¨®n masiva. Hay que encontrar un meteor¨®logo, un t¨¦cnico de mantenimiento, un piloto, un cirujano o un ministro que cargue con la culpa. Es una nueva versi¨®n del chivo expiatorio, que concentra la responsabilidad de la desgracia colectiva.
El tr¨¢gico accidente en Madrid de un avi¨®n de Spanair, que ha acabado con la vida de m¨¢s de 150 personas, exige la investigaci¨®n m¨¢s rigurosa ya que pueden existir (o no) responsabilidades concretas, pero en la exasperada demanda de explicaciones que reiteran familiares y medios de comunicaci¨®n se esconde algo m¨¢s profundo: el horror de no comprender, el p¨¢nico a la idea de que nos morimos a paladas, a lo tonto, a granel, en general, que nos morimos sin m¨¢s ni m¨¢s, y que existen las cat¨¢strofes a¨¦reas como existen el derrame cerebral, el asalto a mano armada o las arenas movedizas.
Antes la muerte corr¨ªa a cargo de Dios, pero desde su jubilaci¨®n pensamos que la muerte corre a cargo de personas infames o, como poco, negligentes: todo con tal de no aceptar que muchas veces es s¨®lo un capricho, una siniestra loter¨ªa. La moral reinante exige identificar siempre a un responsable. No toleramos que la muerte golpee sin un plan concertado, sin estrategia, que asome desprovista de sentido, que no nos deje despedirnos ni arreglar los papeles. Si la publicidad afirma, t¨¢citamente, que somos inmortales, si los pol¨ªticos aseguran que pueden resolvernos la vida, ?c¨®mo no va a ser la muerte de alguien querido el producto de una negligencia? Urge encontrar al responsable: pensar que no lo hay ser¨ªa a?adir a¨²n m¨¢s dolor a todo el dolor del mundo.
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