Silbidos a una leyenda
Pitada y ovaci¨®n a Pina Bausch en su deb¨² en el Liceo
Barcelona
El deb¨² de Pina Bausch en el coso del Liceo se sald¨® con una divisi¨®n de opiniones en su primero (Caf¨¦ M¨¹ller), que incluy¨® una sonora pitada, apagada gracias a Dios -?qu¨¦ van a pensar de nosotros en Wuppertal!- por aplausos, y una larga ovaci¨®n en su segundo (La consagraci¨®n de la primavera). "Al menos en la segunda parte bailan, porque la primera, chica, me ha parecido una tomadura de pelo", se sincer¨® una se?ora que -funci¨®n de abono- a lo mejor pensaba que actuaba el Ballet de San Petersburgo con La Bella Durmiente. El p¨²blico m¨¢s conservador, con esp¨ªritu de tut¨² y ganas de Petipa, se dio de bruces con la danza obsesiva y repetitiva, arrebatadoramente melanc¨®lica, de Caf¨¦ M¨¹ller (1978), un pedazo de historia no ya del baile, sino de la historia de la cultura. "Lo que t¨² digas, pero eso no es ballet, es performance", insist¨ªa S¨ªlvia, una guapa mujer en el intermedio. "Horrible", a?ad¨ªa su marido. Los que silbaron y el energ¨²meno que en plena representaci¨®n solt¨® en voz alta: "?Ese movimiento ya lo hemos visto!" no eran, obviamente, conscientes de vivir un momento irrepetible.
Pina Bausch (Solingen, 1940), leyenda viva de la danza, baila en Caf¨¦ M¨¹ller. Su pura presencia en el escenario, un bar desierto con docenas de sillas, es impactante. Enfundada en un camis¨®n blanco, esquel¨¦tica como un espectro de Bergen-Belsen o un Cristo rom¨¢nico, los brazos adelantados en una callada s¨²plica, un indescifrable tormento solipsista, Pina traz¨® sus gestos de p¨¢jaro herido (?como ver bailar a la Duncan, a Nijinsky, se?ores!) ajena a las evoluciones de los otros bailarines, enfrascados en peque?as historias de amor, deseo, p¨¦rdida. La bella m¨²sica de Purcell resonaba en un espacio opresivo, intenso, de una morbosa nostalgia que habr¨ªa perturbado hasta a Charcot y que pose¨ªa la misma calidad pesarosa que exudan los cuadros de Hopper. Cafe M¨¹ller es una sonda dentada que te draga las profundidades del alma. Al final de la pieza, de 50 intensos minutos, Pina sali¨® a saludar con los dem¨¢s bailarines y escuch¨® impert¨¦rrita los silbidos.
La segunda parte -la coreograf¨ªa de Pina de 1975 de La consagraci¨®n de la primavera, de Stravinsky- se inici¨® con una joven levant¨¢ndose el et¨¦reo vestido y ense?ando las bragas. Un se?or de platea dio un respingo. Ah¨ª pareci¨® que la ¨ªbamos a tener otra vez. Pero la pieza, con ?26 bailarines! en escena, una verdadera masa danzante sobre un suelo de turba, estallando en c¨ªrculos y di¨¢stoles, cautiv¨® al p¨²blico con su pagana sacralidad, su ocre salvajismo y su carnalidad contagiosa. Los torsos desnudos revolcados, los vestidos pegados por el sudor, las coyundas ritualizadas que sugieren La rama dorada y la jovencita con un pecho al aire consumida en un orgi¨¢stico crescendo dejaron a muchos con ojos como platos. Una velada inolvidable.
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