Lo que nos separa
Curioso que no se diga m¨¢s a menudo: a los argentinos no les gusta la literatura espa?ola. Y los espa?oles suelen devolvernos la cortes¨ªa. Borges, en Espa?a, fue aceptado a rega?adientes; en Argentina nombres como Cela, Goytisolo, Benet o Mars¨¦ significan poco o nada. Algo hay en la narrativa argentina que inspira ocasional respeto, pero acaba siempre por irritar. Al respecto resulta ejemplar el "desembarco" en Espa?a del actual canon argentino: Aira, Saer, Piglia, Fogwill. Un desembarco que desde hace a?os est¨¢ siempre en marcha pero nunca se concreta, si tomamos como par¨¢metros la aceptaci¨®n del mercado, la permanencia en la memoria de la cr¨ªtica -no el aplauso de una vez- y la influencia en escritores locales.
El "desembarco" en Espa?a del actual canon argentino desde hace a?os est¨¢ siempre en marcha pero nunca se concreta
Esta sorda hostilidad se resume en algunos t¨®picos: los narradores argentinos ser¨ªan pretenciosos, sesudos, liados; los espa?oles, verbosos, crasamente realistas, proclives a volutas cortesanas, pl¨²mbeos. Que la entrada al mercado espa?ol sea hoy la ambici¨®n de todo escritor argentino, aun los vanguardistas, o sobre todo los vanguardistas, no impide la persistencia del viejo complejo de superioridad. Todo escritor argentino siente que tiene m¨¢s conciencia de los rid¨ªculos posibles y menos ingenuidades que su colega espa?ol, aunque no pueda decir de d¨®nde viene esta impresi¨®n. Yo entiendo que entre uno y otro hay una sola diferencia generalizable: la mala conciencia.
Hagamos un repaso. Hay en la narrativa argentina una figura recurrente: el individuo que se desprecia, y que en ese desprecio funda su identidad y, por as¨ª decirlo, su dignidad peculiar. As¨ª es Erdosain, el protagonista de Los siete locos, de Roberto Arlt. ?Por qu¨¦ se desprecia Erdosain? Por su falta de ardor revolucionario, a veces; otras por cornudo o cobarde; al cabo, queda la impresi¨®n de que cualquier leitmotiv servir¨ªa. En El Sur, que Borges juzgaba su mejor cuento, un hombre sedentario y libresco alucina su propia muerte tal como la habr¨ªa deseado: a cielo abierto, cuchillo en mano y acometiendo. Que esa muerte se intuya como expresi¨®n de deseos da al cuento su patetismo espec¨ªficamente argentino. Por su parte, la mala conciencia intelectual de Cort¨¢zar es responsable por los pasajes m¨¢s pretenciosos de Rayuela; su mala conciencia pol¨ªtica, por el horrendo Libro de Manuel.
Hay casos m¨¢s problem¨¢ticos. Manuel Puig, para muchos precursor de esa ligereza desacomplejada que iba a copar el mercado en los a?os noventa, escribi¨® algunos de sus mejores libros desde el malestar. A cada ¨¢lter ego -Molina en El beso de la mujer ara?a, Ana en Pubis angelical-, le asign¨® como interlocutor un personaje dise?ado para aleccionarlo y escarnecerlo en nombre de la acci¨®n pol¨ªtica. Estos personajes, pese a la autoridad moral que Puig les concede, son estereotipos. Es que encarnan un reproche, no una visi¨®n personal sobre la Revoluci¨®n o el peronismo: cosas que Puig no ten¨ªa, pues no le interesaban realmente. Sab¨ªa, eso s¨ª, lo que un peronista o un comunista ortodoxo le pod¨ªan reprochar, y para mortificarse asumi¨® ese discurso como propio.
En cuanto a C¨¦sar Aira, paradigma de desenfado posmoderno, existe un malentendido. Porque sus novelas son artefactos que parecen enloquecer entre las manos del lector, porque sus argumentos son disparatados, porque juega con los clich¨¦s y las convenciones, se lo asocia con cierto soplo de libertad. Y en varios sentidos lo es. Pero conoce mal a Aira quien ignora hasta qu¨¦ punto sus libros, ese "simulacro de actividad" seg¨²n el propio autor, son un obstinado acto de resistencia contra el principio mismo de la narraci¨®n, una negativa a involucrarse en el juego del arte. Son, en este sentido, una ascesis: violencia infligida por Aira sobre s¨ª mismo, sobre el narrador que esencialmente es.
Va siendo claro, me parece, que no hablamos de "mala conciencia" en el sentido de culpa. Quiz¨¢ habr¨ªa que pensar, nietzscheanamente, en un volverse contra s¨ª mismas de las pulsiones: puesto que no se puede avanzar -o no tanto como se desea-, volcarse en favor de aquello m¨¢s susceptible de aniquilarnos. Mucho podr¨ªa especularse sobre la relaci¨®n entre esto y las sucesivas circunstancias pol¨ªticas y econ¨®micas del pa¨ªs. Preguntarse, por ejemplo, en qu¨¦ medida el mito de la "Argentina potencia" propicia la impresi¨®n, en los actores culturales, de estar llamados a destinos m¨¢s altos que los que un pa¨ªs fracasado permite. O en qu¨¦ medida el estado de excepci¨®n permanente impuesto por los gobiernos militares y peronistas tiende a desmoralizar a quienes se proponen, o deber¨ªan proponerse, perspectivas exc¨¦ntricas sobre lo real (?c¨®mo competir en excentricidad con Menem, en desprecio por lo real con Galtieri, en desd¨¦n por las reglas con cualquier jefe de municipio?). Tambi¨¦n cabe preguntarse por las relaciones entre la mala conciencia como fen¨®meno cultural y el talento como rasgo individual, relaciones que, como muestran los casos mencionados, son todo menos simples.
Como fuere, es este arte de ser enemigo de s¨ª mismo lo que los argentinos, sin saberlo, identifican como sofisticaci¨®n, y su ausencia lo que los desconcierta y ofende en los espa?oles.
Pero ?est¨¢ de verdad desprovisto el narrador espa?ol medio de mala conciencia? A falta de un estudio que excede el espacio de esta nota, generalicemos: hay poco en la costumbrista generaci¨®n del 50, en la amable literatura de la Transici¨®n y en la narrativa espa?ola actual que deje traslucir dudas. Dudas acerca del lenguaje, la forma novelesca, la relaci¨®n entre escritura y estructura social, el acto mismo de escribir. A esta comodidad consigo misma, a esta suerte de plenitud del Ser, escapan unos pocos. Entre ellos, y creo que no es casualidad, los que acaso sean los ¨²nicos escritores espa?oles del ¨²ltimo medio siglo que no s¨®lo son le¨ªdos sino que ejercen magisterio sobre una o dos generaciones de argentinos: Enrique Vila-Matas y Javier Mar¨ªas.
Gonzalo Garc¨¦s (Buenos Aires, 1974) es autor, entre otros libros, de El futuro y Los impacientes (ambos en Seix Barral).
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