Los fetiches verbales
Antes cada generaci¨®n alumbraba su propia terminolog¨ªa, un l¨¦xico trabajado a lo largo de las d¨¦cadas. Pero ahora el mundo va mucho m¨¢s deprisa: en pocos a?os cambia todo el imaginario de nuestra juventud, o de cualquier otra. Esa mudanza se produce a ritmo vertiginoso y en ella reside, acaso, la sensaci¨®n de desarraigo, de ¨ªntimo desvalimiento, que invade al hombre contempor¨¢neo. Todo cambia, pero si lo hace a tal velocidad asoma la sospecha de que nada hay en nosotros de permanente. Cambiamos al ritmo de las cosas y los anclajes que daban sentido a nuestra vida se tensan y se rompen. El lenguaje, los valores, las costumbres, se disuelven. No son fruto de un reposado sedimento, sino el ca¨®tico revuelo de un hurac¨¢n.
Si la realidad muestra la resistencia del acero, el lenguaje es un material de plastilina
La mutaci¨®n de los asideros verbales impone que en poco tiempo el pensamiento adopte nuevas muletillas, arrincone ciertas palabras y rescate algunas otras. La transici¨®n pol¨ªtica puso de moda el t¨¦rmino consenso. Todo, absolutamente todo, era consenso. Los pol¨ªticos consensuaban. Los sindicatos consensuaban. En toda negociaci¨®n o hab¨ªa consenso o no hab¨ªa nada. El consenso sosten¨ªa las parejas de novios y los matrimonios de jubilados. O consensuabas o no eras nadie.
Las palabras resurgen de sus cenizas y las sobamos, como viejos porn¨®grafos, hasta la obscenidad, pero luego desaparecen con la misma ligereza. Y dado que las palabras nunca albergan exactamente el mismo fondo sem¨¢ntico, abandonar una de ellas y adoptar otra distinta nos obliga a modificar tambi¨¦n nuestro modo de pensar. Por eso ya nadie consens¨²a. Vaya antigualla. Ahora la gente se dedica a conciliar. La gente concilia y reconcilia. Concilia incluso lo irreconciliable, como la familia y el trabajo. Nadie conciliaba hasta hace cuatro d¨ªas, pero ahora el que no concilia es un pat¨¢n. Por reunir los nuevos designios en un batiburrillo irreprochable: debemos conciliar, en virtud de criterios sostenibles, impulsando pol¨ªticas inclusivas e introduciendo la visi¨®n de g¨¦nero. Imperativos de anta?o (la pluralidad, por ejemplo) han pasado al ba¨²l de los recuerdos, y la otrora pujante transversalidad est¨¢ a punto de abandonarnos. Otro supuesto: normalizar. Ya nadie normaliza. Ni se normalizan los idiomas ni los conflictos pol¨ªticos. Tras un par de d¨¦cadas empe?ados en normalizar, los vascos decidimos seguir siendo los mismos anormales de siempre.
El lenguaje, objeto de nuevas codificaciones, impacta en el seso de la ciudadan¨ªa como el proyectil de una honda y provoca co¨¢gulos de sangre, azarosas carambolas de orden ideol¨®gico y moral. Por eso, porque es m¨¢s f¨¢cil cambiar el lenguaje que cambiar el mundo, los pol¨ªticos emprenden constantes revoluciones ling¨¹¨ªsticas: sus batidos terminol¨®gicos provocan agradables espejismos. Eso explica que las reformas de los planes educativos sean constantes: nadie toca la docencia, pero s¨ª el modo de nombrarla, de ordenar y reordenar sus estaciones. Si la realidad muestra la resistencia del acero, el lenguaje es un material de plastilina y el diccionario un inagotable yacimiento de ocurrencias.
Por cierto, entre las competencias que el Estatuto de Gernika atribuye a los poderes del Pa¨ªs Vasco se halla la "condici¨®n femenina". Hace muchos a?os, cuando estudiaba Derecho, aquello sonaba bien, pero ahora, ahormada mi cabeza por una nueva divisi¨®n de planificadores del idioma, la expresi¨®n suena paternal, exuda superioridad masculina. Sin duda el legislador estatutario la introdujo con ¨ªmpetu progresista, pero hoy adquiere ecos cavernarios. Esto exige una urgente y decidida reforma estatutaria, ?no? ?nimo, el tiempo apremia.
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