Enfermos de pasado
El pasado no ha muerto", dice Faulkner, "ni siquiera ha pasado". El pasado, entre nosotros, parece menos pasado cada d¨ªa. Las noticias m¨¢s urgentes de primera p¨¢gina aluden a hechos sucedidos hace setenta a?os. Las diatribas m¨¢s agrias en esas barras de bar turbias de humo y de ira que son a veces las emisoras de radio repiten espectralmente vendavales de palabras que intoxicaron a nuestros abuelos. Cuando yo era muy joven y el porvenir un espacio en blanco, me llamaba la atenci¨®n que en mi tierra natal, en Andaluc¨ªa, personas progresistas alimentaran como sue?os pol¨ªticos fantasmagor¨ªas de pasados lejanos, del califato de C¨®rdoba o m¨¢s remotamente a¨²n de la pura niebla arqueol¨®gica de Tartessos. No es una enfermedad exclusiva de estas generaciones de los sesenta y los setenta que imaginaron que siempre iban a ser j¨®venes y a¨²n no salen de su estupor m¨¢s bien pat¨¦tico. Un conocido que vive en Barcelona me cuenta que su hijo adolescente se ha hecho independentista radical y colecciona im¨¢genes de guerreros catalanes primigenios, que se parecer¨¢n, supongo, a aquellas del pastor Viriato y de los iberos valerosos y r¨²sticos que ven¨ªan en mis enciclopedias escolares.
A los historiadores les bastan los hechos. El adicto al pasado quiere llegar mucho m¨¢s lejos. Quiere rozar la textura del tiempo
Hace falta compasi¨®n adem¨¢s de conocimiento para cancelar el pasado, pero ni el conocimiento ni la compasi¨®n son muy habituales entre nosotros
El pasado usurpa el lugar del presente, pero no puede serlo, del mismo modo que una obsesi¨®n o un delirio invaden la realidad pero no la sustituyen. Yo tambi¨¦n comparto ese mal. Paso una parte del d¨ªa rodeado de libros, de fotos, de peri¨®dicos de hace setenta a?os. Dedico la imaginaci¨®n no a fabular sobre lo que sucede a mi alrededor, que es lo ¨²nico que de verdad me es dado conocer, sino a ponerme en el lugar de personas que no s¨®lo no existen sino que adem¨¢s se hicieron adultas y vivieron sus vidas mucho antes de que yo naciera. Pero la dolencia del pasado no es exclusivamente literaria. El juez Garz¨®n investiga cr¨ªmenes cometidos en el tiempo de nuestros abuelos y busca a culpables que est¨¢n igual de muertos y enterrados que sus v¨ªctimas, y los dirigentes pol¨ªticos se distraen de las incertidumbres y las urgencias del presente para levantar banderas que deber¨ªan estar borradas por el polvo o si acaso comidas por la polilla en las vitrinas de los museos.
El enfermo, el adicto, reconoce en seguida los s¨ªntomas cuando los ve en otros. Yo me di cuenta de que Carlos Garc¨ªa-Alix compart¨ªa la dolencia, la intoxicaci¨®n del pasado, mucho antes de saber que hab¨ªa hecho un documental y un libro -El honor de las injurias- sobre el h¨¦roe y asesino anarquista Felipe Sandoval, cuando vi una exposici¨®n suya que se titulaba Madrid-Mosc¨². S¨®lo la experiencia est¨¦tica convierte lo no vivido en memoria personal. Carlos Garc¨ªa-Alix hab¨ªa hecho una rara especie de pintura testimonial que atestiguaba como de primera mano lo que ¨¦l s¨®lo hab¨ªa podido conocer por los libros, las fotograf¨ªas, los documentales. Era un pintor realista de fantasmas; fantasmas dobles del pasado lejano y de la simulaci¨®n, porque muchos de ellos hab¨ªan sido esp¨ªas o agentes encubiertos, movi¨¦ndose por escenarios ya desaparecidos o inaccesibles, por hoteles como el Lux de Mosc¨² donde viv¨ªan los funcionarios del Komintern (y de donde desaparec¨ªan sin rastro, fantasmas s¨²bitos de ejecutados o prisioneros del Gulag) o como el Gaylord's o el Florida de Madrid, donde John Dos Passos, con gran contrariedad de Hemingway, indag¨® sin resultado el paradero de su amigo Jos¨¦ Robles, convertido en fantasma por los verdugos sigilosos de Stalin.
A los historiadores les bastan sobriamente los hechos. El adicto al pasado quiere llegar mucho m¨¢s lejos. Quiere rozar la textura del tiempo. Quiere respirar el aire, saber a qu¨¦ ol¨ªa el interior de un caf¨¦ cuando se llegaba de la calle empujando la puerta giratoria. Dar¨ªa no sabe qu¨¦ simplemente por pasearse durante unos minutos por la calle cuyos pormenores estudia con tanto detenimiento en las fotos. En las pinturas de Carlos Garc¨ªa-Alix los personajes ten¨ªan siempre algo de gen¨¦rico. Habr¨¢ sido un paso inevitable en su b¨²squeda que ahora sus figuras tengan la veracidad definitiva de la fotograf¨ªa; que todas las facultades de la imaginaci¨®n las haya concentrado en iluminar lo real, en resaltar la poes¨ªa conmovedora y con frecuencia terrible de las pocas cosas materiales que se salvan del gran naufragio permanente del tiempo.
La cara de Felipe Sandoval, por ejemplo, en las cuatro ¨²nicas fotos de ella que existen (una doble, de frente y de perfil, en una ficha de la polic¨ªa francesa de 1925). Un hombre joven, serio, con sombrero, inexpresivo, no del todo arrogante, en 1915; un preso con el pelo sucio, los ojos muertos, la boca cruzada por una cicatriz, en 1925; un atracador reci¨¦n detenido en Madrid, en 1932, la cara todav¨ªa m¨¢s huesuda y los ojos m¨¢s ausentes, con una seriedad funeral. Hay otra foto, de cuerpo entero, pero la cara no podemos verla: Sandoval la cubre con una mano para eludir los flashes de los fot¨®grafos, el atracador c¨¦lebre exhibido por la polic¨ªa que acaba de apresarlo, inaccesible a nuestra curiosidad por culpa de esa mano, g¨¢nster anarquista, enfermo de tuberculosis, hijo de la miseria de los peores arrabales de Madrid, hu¨¦sped de las c¨¢rceles.
Lo soltaron de la Modelo en las noches tumultuosas del 18 y el 19 de julio, en medio de lo que Juan Ram¨®n Jim¨¦nez llam¨® "loca fiesta tr¨¢gica" al poco de salir huyendo de ella. Durante tres a?os, con intensidad variable, en el Madrid gradualmente ensombrecido por la duraci¨®n de la guerra y la proximidad de la derrota, fue un ejecutor, cada vez m¨¢s enfermo y tal vez m¨¢s esc¨¦ptico, pero no menos eficiente. Esa cara imp¨¢vida y funeraria de las fotograf¨ªas fue la ¨²ltima que vieron muchos ojos aterrados. Fue un verdugo y probablemente supo que m¨¢s tarde o m¨¢s temprano ser¨ªa tambi¨¦n una v¨ªctima. Someti¨® a otros a interrogatorios atroces y al final ¨¦l mismo fue interrogado y torturado y se convirti¨® en un delator. Para los vencedores fue un reo de muerte; para los suyos un traidor inicuo. Se tir¨® por una ventana de una casa de la calle Almagro de Madrid, c¨¢rcel improvisada en una ciudad rebosante de presos. Enfrente de esa casa he vivido yo varios a?os, sin saber nada, sin sospechar nada. Aparte de unas fotos y de un rastro de injusticia, de resentimiento y de infamia, lo que queda de Felipe Sandoval son las hojas de una confesi¨®n escrita torpemente a l¨¢piz, sobre un papel ¨¢spero, con la dificultad de una mano tal vez pisoteada por los torturadores.
?Se habr¨¢ librado Carlos Garc¨ªa Alix de la enfermedad del pasado al hacer esa pel¨ªcula? Tal vez hace falta compasi¨®n adem¨¢s de conocimiento para cancelar el pasado, pero ni el conocimiento ni la compasi¨®n son muy habituales entre nosotros. En El honor de las injurias se ven los hilos enredados de la injusticia, del fanatismo y del crimen, y tambi¨¦n que ese pa¨ªs del pasado que nos subyuga tanto no se parece nada al nuestro, salvo en la verbosa irresponsabilidad del sectarismo pol¨ªtico. Para que los fantasmas se apacig¨¹en har¨¢ falta compasi¨®n hacia todos ellos, hacia las v¨ªctimas de Felipe Sandoval y hacia Felipe Sandoval cuando se convirti¨® en una v¨ªctima. Despu¨¦s habr¨¢ que despertar al presente.
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