Soberbia irlandesa
?Oyen ese borboteo? El negocio del directo est¨¢ en ebullici¨®n. Entre otras tendencias, se implanta la ley de que "el cliente elige el repertorio". Eso ocurre, naturalmente, en los cada vez m¨¢s frecuentes conciertos privados. Hasta se suele invitar a los fans para que voten por el repertorio de una gira (pero no se lo crean). La popularidad de los renacidos grupos hist¨®ricos se basa en un pacto impl¨ªcito: "ahora solo tocaremos los ¨¦xitos". Una variaci¨®n para adictos es el show donde se interpreta todo un ¨¢lbum, como ha hecho Lou Reed con Berl¨ªn.
Al otro extremo, est¨¢n los artistas que engordan su ego poniendo limitaciones. Van Morrison tiene irritados a sus seguidores: lo de prohibir fumar no es raro, pero s¨ª que vete los m¨®viles. Otra cl¨¢usula contractual exige que no se venda alcohol durante su actuaci¨®n o incluso antes (hubiera sido aleccionador contar con la opini¨®n al respecto de uno de sus maestros, John Lee Hooker). A juzgar por lo ocurrido en Brighton el viernes, su p¨²blico no est¨¢ feliz: piensan que una entrada -costaban hasta 105 libras esterlinas [134 euros]- les daba derecho a beber lo que quisieran, aunque no pudieran llevar sus consumiciones al interior del Brighton Dome.
Hace tiempo que el Le¨®n de Belfast se apunta a la ley del m¨ªnimo esfuerzo
Los promotores intentaron apaciguar a los paganos: no se trata de que el artista intente "imponer su estilo de vida". Van Morrison, por lo visto, ahora va de abstemio, aunque eso choca con su fama de connoisseur de vinos. En otros tiempos, Van abusaba del alcohol y era un mal borracho. Hoy quiere que no haya despistes, que los asistentes a sus recitales "se concentren en la experiencia musical".
Disculpen si se me escapa una risita. Morrison no cumple su parte del trato. Hace tiempo que el Le¨®n de Belfast es el paradigma de la ley del m¨ªnimo esfuerzo. Olvidemos aquellas bandas con pesos pesados como Georgie Fame o Pee Wee Ellis: ahora lleva m¨²sicos sufridos que aguantan sus desplantes: no sabemos si Van ensaya met¨®dicamente, pero resulta evidente que no pierde mucho tiempo probando sonido y luego pasa lo que pasa.
Pasa que suele haber problemas en los directos de Van y que el p¨²blico asiste a broncas audibles, miradas taladradoras y gestos despectivos. Morrison quiere espontaneidad y, mientras se extingue los aplausos, grita el t¨ªtulo del tema siguiente fuera de micro. El agobio de los instrumentistas es palpable.
El ogro visita regularmente los escenarios espa?oles, as¨ª que atesoramos abundantes muestras de su malhumor. Memorable fue la parte final de una actuaci¨®n en La Riviera madrile?a en la que interrumpi¨® un tema cuando, en medio de un pasaje tranquilo, se alz¨® una voz destemplada; cort¨® y ni un adi¨®s.
Van se beneficia de esa idea rom¨¢ntica de que los creadores deben ser temperamentales, imprevisibles, loquitos. Eso no procede aqu¨ª: estamos ante un tirano altanero, que apenas oculta su desprecio por sus compa?eros, por su p¨²blico, por su m¨²sica finalmente. Le preocupa m¨¢s terminar pronto, volver a abordar su avi¨®n privado y dormir en su casa.
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