Poderes terrenales
Una cosa es separar la Iglesia del Estado y otra muy distinta nacionalizar la religi¨®n misma. Lo primero est¨¢ bien, pero lo segundo es una simpleza que adem¨¢s nunca acaba de funcionar medianamente. Ni los franceses, maestros en escatolog¨ªa laica, han conseguido, tras m¨¢s de dos siglos de esfuerzo sostenido, poco m¨¢s que alzar el tel¨®n a la posteridad como suced¨¢neo de la eternidad.
Y es que, a ojos de una comunidad de creyentes sinceros, el poder terrenal es inane ante el celestial precisamente cuando persigue apropiarse de este ¨²ltimo, algo que, por definici¨®n de religi¨®n, no puede lograr de ninguna manera: el Estado puede tratar de ayudarnos a vivir m¨¢s y mejor, pero no puede competir con quien nos promete el cielo. Al respecto, deber¨ªa hacerse a un lado para dejar a las religiones su lugar, con cuidado de no molestar a quien recita, sincero, su credo, pero con precauci¨®n por si acaso en tal o cual comuni¨®n religiosa hay quien alberga malas intenciones contra su pr¨®jimo.
Las redes de ayuda a los despose¨ªdos son clave en el ¨¦xito de los movimientos religiosos
No suele ser el caso, pues aunque las religiones tienen sus reglas propias que nunca o casi nunca son de origen estatal, desde siempre, los poderes p¨²blicos han tratado de controlar o, al menos, de contener el fen¨®meno religioso, que originariamente les es ajeno.
Es cierto que el intento seudosecularizador y moderno de nacionalizar la religi¨®n no es del todo vano, pero ¨²nicamente en lo que tiene de reducci¨®n de su ¨¢mbito de influencia no estatal en la vida civil. O militar: poco m¨¢s de un siglo despu¨¦s de su gran Revoluci¨®n, Francia abord¨® la locura de la Primera Guerra Mundial con un capell¨¢n castrense por cada 40.000 soldados frente a Estados Unidos, que en la misma ¨¦poca, preve¨ªa uno por cada 1.000 (Michael Burleigh, Earthly Powers, HarperCollins, 2005, p¨¢gina 455). El hiato, as¨ª, entre el laicismo galo y la religiosidad americana viene de antiguo. Sin embargo, como religi¨®n pol¨ªtica, el laicismo republicano franc¨¦s queda en decorado insincero y, desde sus or¨ªgenes, a finales del siglo XVIII, ha tenido un aire kitsch que fuerza el semblante grave m¨¢s que lo favorece. Su tabla de salvaci¨®n es el nacionalismo, no su componente laica; la memorable Marsellesa, no el matrimonio civil; la Torre Eiffel, no el Panth¨¦on.
Lo mismo que ocurre con la religi¨®n sucede con el deporte y con la lengua: en los tres casos, nos movemos en un mundo de reglas no creadas por ning¨²n Estado, que ¨¦stos intentan nacionalizar con mejor o peor fortuna. Y tambi¨¦n en los tres ¨¢mbitos, la comunidad emocional es mucho m¨¢s sencilla de conseguir que la intelectual y la productiva.
Por ello es comprensible que los Estados caigan en la tentaci¨®n de afanarse por hacerse antes con los corazones de las gentes que con sus cerebros. A su coste: el hijo de un m¨¦dico cat¨®lico franc¨¦s aficionado al Paris Saint-Germain, hablar¨¢ franc¨¦s a los dos a?os; abrazar¨¢ los colores del equipo paterno a los siete y a los catorce empezar¨¢ a preguntarse por la religi¨®n. Pero la condici¨®n de m¨¦dico, puramente intelectual, no la heredar¨¢, sino que deber¨¢ gan¨¢rsela a pulso en buenas escuelas.
As¨ª, los pol¨ªticos pueden pugnar m¨¢s por hacerse con el control de la lengua, del adoctrinamiento de los ni?os y de las selecciones nacionales que por la ense?anza de las profesiones y oficios, de la ciencia y tecnolog¨ªa. Y por esto, tambi¨¦n, mi primera y fundamental oposici¨®n al Estado como poder terrenal es que persigue alcanzar la cohesi¨®n y el ¨¦xito por el camino m¨¢s f¨¢cil: es, efectivamente, m¨¢s sencillo predicar que dar trigo.
Sin embargo, las religiones est¨¢n para quedarse, pues en todo el mundo y en todos los tiempos, creyentes y laicos han respetado, nada m¨¢s verla, la entrega absoluta de un religioso a la comunidad. El ¨¦xito renovado de los movimientos religiosos incluso de los que amparan las mayores violencias -como Ham¨¢s en la Franja de Gaza o Hizbol¨¢ en el L¨ªbano, que no s¨¦ yo si odian m¨¢s a los israel¨ªes que a sus propios conciudadanos-, se explica porque incluyen redes efectivas de atenci¨®n y ayuda a los m¨¢s despose¨ªdos.
A a?os luz de lo anterior y en un entorno democr¨¢tico y cordial, la mayor¨ªa de los espa?oles criticamos la aspereza doctrinal de la Iglesia Cat¨®lica, pero muy pocos osar¨ªan censurar la generosidad abrumadora de C¨¢ritas Diocesana o de mis amigas de la Obra Social de Santa Luisa de Marillac, acogedora de los sin techo de mi ciudad, pobres entre los pobres.
Pablo Salvador Coderch es catedr¨¢tico de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra.
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