El banquero bonach¨®n
Hace un par de a?os conoc¨ª en Londres a un tipo que trabajaba para uno de esos bancos norteamericanos que ahora salen tanto en los peri¨®dicos (el Freddie Mac, el Lehmann, el Fannie Mae o alguno similar cuyo nombre no recuerdo). Fue un encuentro fugaz y circunstancial dado que era el marido de una amiga de la infancia a la que no hab¨ªa visto en a?os y no he vuelto a ver desde entonces.
Me invitaron a cenar en su casa de Chelsea y durante la cena sali¨® a relucir lo caro que era el alquiler de aquella vivienda de cinco niveles y jard¨ªn trasero aunque algo angosta, como acostumbran a ser muchas casas londinenses en las que uno se pasa el tiempo subiendo y bajando escaleras. Mis anfitriones a?oraban su casa de Park Avenue en Nueva York, una aut¨¦ntica mansi¨®n id¨ªlica seg¨²n deduje. De todos modos, Robert, o Bob, no pagaba el alquiler de su vivienda de Chelsea ya que ¨¦ste iba a cargo del banco para el que trabajaba. La cifra era considerable: algo as¨ª como 10.000 libras esterlinas al mes.
El 'broker' era incapaz de intuir el mal que propagaba con s¨®lo darle a una tecla
Le indemnizaron con cinco millones de d¨®lares y hoy trabaja por su cuenta
Creo que fue a partir de esta cifra que surgieron de la boca de Robert -Bob m¨¢s all¨¢ del Atl¨¢ntico- muchas otras cifras. Al contrario de tantos banqueros reticentes a hablar de dinero, me dio la impresi¨®n de que ¨¦l disfrutaba exponiendo n¨²meros. No lo hac¨ªa con arrogancia sino con gran naturalidad y a trav¨¦s de ellos dibujaba su propia biograf¨ªa. As¨ª me enter¨¦ de que antes de ser banquero y broker en Nueva York Robert hab¨ªa ejercido diversos oficios en Liverpool, su ciudad natal, siempre vinculados a negocios m¨¢s o menos rentables. De la infancia proced¨ªa su amor futbol¨ªstico por el Liverpool, lo que le hac¨ªa odiar al Chelsea, el club de su barrio londinense propiedad de Abramovich.
En cuanto a los n¨²meros, Robert no me cont¨® lo que ganaba ¨¦l al servicio del banco pero me dio suficientes pistas para deducirlo mediante los salarios de sus colegas: con lo que cobraba en un a?o hubiera podido vivir como un rico el resto de su vida. Claro que a Robert esto no le importaba demasiado porque, seg¨²n era f¨¢cil de averiguar, lo que le apasionaba verdaderamente era el juego que hab¨ªa tras las asombrosas cantidades que se pod¨ªan ganar o perder en una sola operaci¨®n. Cuando me habl¨® de las cantidades obtenidas por su banco en el ¨²ltimo ejercicio, y a las que ¨¦l hab¨ªa contribuido esforzadamente, mi capacidad de calcular se vio desbordada por el mismo mecanismo con que nos desbordan los astr¨®nomos al hablarnos de las distancias siderales: las cifras demasiado grandes acaban siendo una pura abstracci¨®n.
En un momento determinado de la cena, ya en los postres, Robert tuvo que abandonar lamesa para atender una llamada telef¨®nica ineludible. Su mujer, mi amiga de infancia, aprovech¨® la ocasi¨®n para comunicarme lo afortunada que hab¨ªa sido al casarse con ¨¦l. Al principio su futuro marido le pareci¨® un ejecutivo un poco simpl¨®n pero luego result¨® un compa?ero divertido y, con el tiempo, un padrazo para sus dos hijos. Era, en definitiva, una buena persona. S¨®lo le reprochaba que fuera desordenado y vistiera mal.
Tras la cena fue ella la que se ausent¨® un rato y yo me qued¨¦ charlando a solas con Robert en el jardincito trasero, acogi¨¦ndonos ambos al inusual clima c¨¢lido de aquella noche primaveral londinense. Me fij¨¦ que, en efecto, Robert vest¨ªa no mucho mejor que un pordiosero. Tampoco aparentaba ser un sibarita en otras cuestiones y creo que el excelente burdeos que est¨¢bamos apurando suscitaba a su paladar la misma excitaci¨®n que cualquier vino agrio de a 50 centavos el litro. No era un gourmet pero a aquellas alturas de su vida ya era, con toda probabilidad, un multimillonario.
Robert sigui¨® hablando de cifras y operaciones. A m¨ª me intrigaba, sin embargo, la naturaleza de sus negocios. Cierto que entend¨ªa que las cosas se compraban y vend¨ªan, fueran industrias, bancos, navieras o bosques amaz¨®nicos; asimismo no me costaba comprender que el entero mundo era la parcela que estaba en venta y en compra; incluso pod¨ªa aceptar que todas esas compras y ventas quedaran portentosamente neutralizadas y purificadas en la pantalla del ordenador, algo as¨ª como si la carne atormentada de Rubens quedara condensada en las l¨ªneas geom¨¦tricas de Mondrian. Lo intrigante de ese gran negocio no era el conjunto sino la particularidad. ?Qu¨¦ hab¨ªa detr¨¢s de esa monumental cascada de cifras que brotaba de la boca de mi interlocutor?
Le traslad¨¦ esta pregunta a Robert lo m¨¢s educadamente que pude. Por primera vez en toda la velada me dio la impresi¨®n de que se quedaba sorprendido. Por sus ojos observ¨¦ que no entend¨ªa el significado de mi pregunta. La repet¨ª, con otras palabras. La situaci¨®n no mejor¨®. Robert estaba azorado pero no por el contenido de mi interrogaci¨®n sino simplemente porque no la entend¨ªa. El desconcierto le hac¨ªa mostrarse m¨¢s desali?ado y, en medio del breve silencio, el grandull¨®n Bob trataba torpemente de meter su camisa medio salida dentro del per¨ªmetro de un cintur¨®n que le oprim¨ªa de manera ostensible.
Para Robert, pienso, ya no era comprensible que alguien se interesara por el detalle que alteraba aquella magn¨ªfica globalidad de su juego. Posiblemente en los lejanos d¨ªas de Liverpool, cuando estaba en los inicios de su carrera de depredador, a¨²n estaba en condiciones de pensar en el individuo que quedaba afectado por el v¨¦rtigo de los beneficios y de la codicia. No obstante, en este punto del juego, tal imagen era imposible. Bob, el padrazo Bob, con su aire inofensivo y bonach¨®n, estaba completamente incapacitado para representar en su cerebro la tragedia individual de esos seres humanos a los que ¨¦l arruinaba en gigantescas e ins¨ªpidas compraventas con s¨®lo mover una tecla. Es posible que cada mes dejara sin trabajo y sin futuro a miles de personas en esas operaciones que se convert¨ªan en un lienzo abstracto desde lo alto del rascacielos donde estaba su despacho londinense. El buen Robert era, quiz¨¢ sinceramente, incapaz de intuir el mal que propagaba.
As¨ª que acabamos la noche hablando de la ¨¦poca dorada del Liverpool y ya no volv¨ª a hacerle preguntas. Recientemente me ha llamado mi amiga, la mujer de Robert. Han regresado a Nueva York y a la mansi¨®n de Park Avenue. Me ha invitado a visitarles cuando quiera. Me ha dicho que su marido en la actualidad trabaja por su cuenta. Dej¨® el banco hace seis meses y le indemnizaron con cinco millones de d¨®lares. "Uno de esos bancos que ahora se ha hundido, ya sabes". ?El buenazo de Bob!
Rafael Argullol es escritor.
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