Rembrandt y el relato de la vida
Un paseo por la exposici¨®n del genio holand¨¦s, el acontecimiento del oto?o en El Prado
Alejandro Vergara mira pensativamente hacia la pared y hacia el cuadro que hace un momento estaba apoyado en el suelo contra ella y da instrucciones a los operarios que lo van subiendo a diferentes alturas, levant¨¢ndolo un poco m¨¢s de un lado o del otro, hasta alcanzar una horizontal convincente. Los operarios llevan guantes y el cuadro que no aciertan todav¨ªa a colgar en una posici¨®n satisfactoria es la Negaci¨®n de San Pedro de Rembrandt, que hace unos minutos he visto extraer muy despacio, con gran ceremonia, de un embalaje formidable. En la vida uno aprende a agradecer que le sucedan ciertas cosas, a agradecerlas justo cuando le est¨¢n sucediendo y no mucho despu¨¦s: en el momento en que veo a Alejandro Vergara, comisario de la exposici¨®n de Rembrandt en el Prado, hacer gestos tentativos y echarse hacia atr¨¢s para mirar mejor y quedarse cavilando con la mano en la barbilla para saber si la Negaci¨®n de San Pedro est¨¢ bien colgada o no yo agradezco la oportunidad que estoy teniendo de asistir a su trabajo y al de la gente que se atarea a su alrededor esta ma?ana, cuando la exposici¨®n a¨²n no est¨¢ instalada del todo, cuando los cuadros no pertenecen a¨²n a ese espacio literalmente intangible en el que uno est¨¢ acostumbrado a mirarlos.
En el orden de los cuadros est¨¢ la forma sutil de una biograf¨ªa
Con ademanes de una precisi¨®n admirable otros operarios con guantes disponen sobre una mesa ancha otro cuadro, de tama?o menor, que ya ha sido desembalado, pero que a¨²n est¨¢ en el interior de su envoltorio de seguridad, esperando a que los t¨¦cnicos terminen de abrirlo y se aseguren de que no ha sufrido da?o en el traslado. Lo desenvuelven, con gestos casi de alta cirug¨ªa, le dan la vuelta y lo que tengo delante de m¨ª es Jerem¨ªas lamentando la destrucci¨®n del Templo: una tabla de no m¨¢s de medio metro, con un marco de carey. La luz del foco que lo ilumina de cerca resalta el azul del manto del profeta y los hilos de oro del lienzo en el que se apoya, y la plata y el oro de los vagos objetos lit¨²rgicos junto a los que se inclina. Es un viejo derrumbado por la tristeza, con una expresi¨®n de miedo y de angustia en la cara, que no quiere ver lo que se insin¨²a al fondo, un resplandor de incendio, el horror que ¨¦l vaticin¨® y sin embargo no supo remediar. Pero acerco m¨¢s los ojos y veo las pinceladas sutiles, su materia tenue sobre el lienzo y la preparaci¨®n de fondo, y la claridad a la vez suave y rotunda que ilumina la cabeza cana del profeta irradia desde el cuadro hacia m¨ª.
La pintura no sucede en el vac¨ªo, no es una emanaci¨®n inmaterial del prestigioso talento solitario, aislado de cualquier influencia: Alejandro Vergara ha situado el Jerem¨ªas al lado de un Santo Tom¨¢s de Rubens que ya estaba en el Prado, y al hacerlo revela algo que es el hilo central de la exposici¨®n, y que de otro modo no habr¨ªamos sabido ver: durante muchos a?os, Rembrandt aprendi¨® de Rubens, que a nosotros nos parece tan distinto a ¨¦l; lo admir¨® con el fervor y tal vez la parte de recelo del joven lleno de talento que se atreve a medirse con el maestro de m¨¢s edad; quiso tener una carrera internacional como Rubens, ser un gran se?or no s¨®lo de la pintura, sino tambi¨¦n de la vida mundana; tener la ocasi¨®n de desplegar su imaginaci¨®n, su conocimiento de la Antig¨¹edad y su dominio de la t¨¦cnica en grandes composiciones espectaculares a la escala italiana, historias b¨ªblicas o mitol¨®gicas como las que pintaba Rubens para los palacios y las iglesias de sus patrones poderosos.
Con incurable propensi¨®n al anacronismo queremos ver a Rembrandt como un contempor¨¢neo, sombr¨ªo en su ascetismo y su rareza, en su voluntad de introspecci¨®n, mientras que Rubens se nos queda en el pasado de las pomposas escenograf¨ªas barrocas. Pero en el itinerario por estos cuadros del Prado vamos descubriendo c¨®mo Rembrandt se educ¨® en lo que ha llamado Harold Bloom la ansiedad de la influencia, y eso nos ayuda a verlo de otro modo porque nos fuerza a verlo en su tiempo: con descaro de imitador y comediante, Rembrandt se retrata disfrazado de gran se?or, a la manera de Rubens, con un turbante coronado por una pluma fant¨¢stica, con un traje de brillos opulentos, apoyando la mano enguantada en un bast¨®n con un adem¨¢n augusto. No se retrata tal como es, sino con la audacia de imaginarse distinto y triunfal, mundano, hombre de negocios, con algo de insolencia y algo de burla, mostrando con el mismo descaro su dominio del oficio y una ambici¨®n expl¨ªcitamente modelada sobre el ¨¦xito de Rubens.
La imitaci¨®n alimenta el talento; el talento fortalecido va apart¨¢ndose del modelo que ofrec¨ªa el maestro. Rembrandt toma de Rubens y al mismo tiempo se aparta de ¨¦l, en un proceso de apropiaci¨®n que tiene algo de saqueo y que es el camino parad¨®jico hacia la originalidad. Sin Rubens, sin la gran tradici¨®n italiana, no habr¨ªa existido esa pintura tremenda de la que uno no puede ni quiere apartar los ojos, Sans¨®n cegado por los filisteos: la amplitud espacial, la gestualidad de las figuras, el rigor compositivo bajo la impresi¨®n inmediata de apelotonamiento. Pero en el pu?al que se hinca en el ojo y en el pie contra¨ªdo por un dolor animal y en la sangre que salta hay una brutalidad que nadie ha pintado hasta entonces; y la escena, de tanto aparato visual, tiene sin embargo una siniestra cualidad interior, porque lo m¨¢s espantoso est¨¢ sucediendo en la conciencia de cada uno de los personajes, en el modo en que experimenta cada uno el horror que cometen, o en el que participan. Y a un paso de la sangre que salta del ojo de Sans¨®n y del metal de las armaduras de sus verdugos hay una luz exterior de ma?ana limpia, de pura inocencia.
Poco a poco se ve a Rembrandt qued¨¢ndose solo: en la Susana de 1636 la atm¨®sfera era plenamente suya, pero la carnalidad del cuerpo desnudo ven¨ªa de Rubens: dieciocho a?os despu¨¦s, la desnudez de Betsab¨¦ es igual de rotunda, pero la sensualidad est¨¢ te?ida de melancol¨ªa, y si el cuerpo se ofrece sin defensa a la mirada masculina la mirada ausente de la mujer sugiere una conciencia apesadumbrada y soberana a la que nadie puede asomarse.
Como no va a sonar una alarma acerco mucho los ojos al lienzo: la sutileza y la libertad de la pincelada se vuelven seg¨²n me acerco al final, que es casi el de la vida de Rembrandt. En el orden de los cuadros est¨¢ la forma sutil de una biograf¨ªa. En su ¨²ltimo autorretrato las arrugas de la vejez est¨¢n hechas con los ara?azos del pincel, y quien quiso verse disfrazado de pr¨ªncipe ahora parece que viste con harapos de mendigo. Rembrandt se pinta ri¨¦ndose, como un carcamal desvergonzado, como si la risa fuera ya la ¨²nica reacci¨®n que le merece el espect¨¢culo del mundo, el de su propia cara devastada por los a?os, irreconocible y grotesca en el espejo.
Todas las claves
- 35 pinturas y cinco estampas componen
Rembrandt, pintor de historias, exposici¨®n de la temporada en el Prado (del 15 de octubre al 6 de enero).
- Los pr¨¦stamos proceden de 20 museos y colecciones.
- La muestra se centra en la faceta como pintor narrador de Rembrandt (1606-1669).
- Una oportunidad ¨²nica para contemplar el arte de Rembrandt en el Prado, que s¨®lo posee una de sus obras,
Artemisa
(1634).
- Las piezas de Rembrandt se intercalan con obras de Rubens, Tiziano, Vel¨¢zquez, Ribera y Veron¨¦s.
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