La maleta de Burdeos
1 - Desde hace unas semanas, Air France tiene un vuelo que va de Nueva York a Ly¨®n, y all¨ª enlaza con Burdeos. Al partir, temo que sean demasiadas horas, pero el viaje acaba resultando c¨®modo, no demasiado cansado. Llego a Burdeos en un d¨ªa de oto?o soleado y de cielo muy azul, casi irreal, perfecto. Un taxi me deja en el casco antiguo, en la rue de Temple, frente al Grand Hotel Fran?ais. El nombre es totalmente enga?oso. Puede que tuviera un cierto esplendor en otra ¨¦poca, pero actualmente est¨¢ en franca decadencia, no llega en realidad a hotel de tres estrellas. En todo caso, mantienen el tipo, guardan las formas. En recepci¨®n, por ejemplo, act¨²an como si fuera el Ritz. Este Grand Hotel funciona como una met¨¢fora de la Francia actual. Se conservan las apariencias y los aires de grandeza, aunque hay indicios de que todo podr¨ªa estar ya desmoron¨¢ndose. Me entregan con gran profesionalidad la tarjeta electr¨®nica de la habitaci¨®n 304, subo en el estrecho ascensor. El cuarto lo acaban de limpiar y huele a rosas, y hay en ¨¦l un orden geom¨¦trico impecable. Junto al peque?o escritorio, veo una solitaria maleta roja. ?De qui¨¦n es? ?Qu¨¦ es eso? Qued¨® perplejo. Reacciono. Opto por sacar la maleta al pasillo y aviso a recepci¨®n.
Cuando le cuento el incidente a Bernardo Atxaga, me dice que est¨¢ claro que alguien me ha servido en bandeja el comienzo de alguna historia. Pero lo dice de una forma que parece que no le otorgue al incidente la misma relevancia que yo le estoy dando. ?l est¨¢ en Burdeos acompa?ado de su familia -con la que habla todo el rato-, mientras que mi caso es distinto: llevo horas viajando por el mundo sin hablar con nadie, y quiz¨¢ por eso necesito contar la historia rara, tal vez no tan rara.
Saliendo del local de comidas, en las cercan¨ªas de la gran librer¨ªa Mollat, encontramos a Jos¨¦ Carlos Llop, al que por la tarde entregan el Prix Ecureuil de literatura extranjera por su novela Le Rapport Stein. Me dispongo a contarle lo de la maleta roja, pero ¨¦l aqu¨ª tambi¨¦n est¨¢ con su familia y con su editora Jacqueline Chambon, y creo que reaccionar¨ªa igual que Atxaga. Han premiado a Llop y a su traductor, Edmond Raillard. La noticia es uno de los tantos hechos que en nuestro pa¨ªs no son nunca rese?ados, pues andamos siempre mucho m¨¢s preocupados por un resfriado de Kundera, cualquier plato de El Bulli o por los ¨¦xitos del tenista Nadal.
2
- Por la noche, en el transcurso de una cena, entregan el Prix Ecureuil. La jornada de hoy del ciclo Les Espagnoles ha sido dura para algunos. Y un tanto cansina adem¨¢s, porque en Francia siempre nos preguntan por nuestra Guerra Civil. Intuyo que entre los cansados est¨¢n Alicia Gim¨¦nez Bartlett y Andr¨¦s Barba, que se han pasado el d¨ªa entre conferencias y debates. Celebraci¨®n colectiva del premio a Llop. Risas furtivas, champ¨¢n, comentarios. Despu¨¦s, dispersi¨®n del grupo.
Ya en el cuarto del hotel, percibo f¨¢cil y peligrosamente que el espacio donde voy a dormir es siniestro. Sentado en la cama, frente al televisor, me entra una cierta angustia de estar solo y observo, adem¨¢s, con terrible precisi¨®n, que soy prisionero de un encierro metaf¨ªsico del que s¨®lo me librar¨¦ con la luz del d¨ªa siguiente. No puedo dormir y me dedico a terminar Todo eso que tanto nos gusta, la atractiva ¨²ltima novela de Pedro Zarraluki. All¨ª hay un personaje que, cansado de ver pasar las horas frente al televisor en un sucio apartamento, se escapa de su casa en un d¨ªa de sol radiante. Cuando una hora despu¨¦s concluyo el libro, agradezco a Zarraluki que est¨¦ escribiendo ya con la espl¨¦ndida madurez del que baila con los pasos medidos, con pasos de escuela: el tronco bien recto y cl¨¢sico y en los labios, como si entonara una alegre plegaria, la memoria de los pasos del mambo.
Acabo finalmente durmi¨¦ndome y cayendo en un sue?o profundo en el que regresan los temores metaf¨ªsicos de antes, sobre todo cuando noto que estoy hablando con fantasmas a los que atormenta el temor a la muerte, pues no recuerdan que han muerto: algunos vagan y vuelan, y otros se imaginan a s¨ª mismos habitando en celdas en las que se dedican a cortar le?a como si estuvieran en campo abierto.
Me despierta un ruido en la puerta. Alguien est¨¢ intentando entrar en la habitaci¨®n. Eso ya no forma parte del sue?o. Un cierto p¨¢nico. Siempre me aterr¨® en los hoteles que unos desconocidos intentaran entrar en mi habitaci¨®n. Y ahora eso es exactamente lo que parece estar ocurriendo. Miro el reloj, son las doce y media de la noche. Todav¨ªa aturdido, oigo la voz de una mujer que me dice algo en ingl¨¦s. Deduzco que es la propietaria de la maleta roja. Me levanto y voy hasta la puerta. Escucho la respiraci¨®n de la mujer. No le abro. Nunca sabe uno qu¨¦ puede encontrarse al otro lado. Le sugiero que vaya a recepci¨®n. Tengo la impresi¨®n de haber quedado desvelado para el resto de la noche. La mujer sigue hablando y dir¨ªa que me insulta, no s¨¦ por qu¨¦. Luego decide irse, oigo sus pasos en el pasillo. No encuentro el n¨²mero de tel¨¦fono de la recepci¨®n del hotel. Me gustar¨ªa pedirles explicaciones, pero finalmente decido acostarme. ?Volver¨¢ ella? Deduzco que se pele¨® esta ma?ana con su amante y le dej¨® ah¨ª tirado en la habitaci¨®n, en la cama que ahora ocupo yo. Viendo que no volv¨ªa, el hombre dej¨® el cuarto y abandon¨® su maleta all¨ª para que comprendiera que ya no quer¨ªa saber m¨¢s de ella. ?Qu¨¦ habr¨ªa pasado de haber yo abierto? Ella esperaba ver a otro. Se habr¨ªa llevado posiblemente un gran susto y casi seguro que una decepci¨®n. O tal vez no. Pasan los minutos y no regresa, lo m¨¢s probable es que le hayan dado la maleta en la recepci¨®n. Probablemente, si ahora volviera, le abrir¨ªa. Y seguro que una historia se pondr¨ªa en marcha. Ma?ana, aunque apenas me escuchen -todos van con la familia-, ya s¨¦ qu¨¦ voy a contarles a Llop y Atxaga.
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