Otro esp¨ªritu sobre las aguas
Varios hombres sentados a una mesa est¨¢n jugando a las cartas. Chupan distra¨ªdamente sus pipas de barro y sueltan espesas nubecillas. Tienen entre las manos esos naipes mil veces usados que se pegan a los dedos, pero es justamente esa cualidad dom¨¦stica lo que hace que tarden mucho en cambiar de baraja. Los naipes nuevos resbalan suavemente los unos sobre los otros, se deslizan limpios y rectos cuando se abaten sobre la mesa, son duros y fr¨ªos. En consecuencia, s¨®lo pueden ser plenamente aceptados cuando, al cabo de los meses, vuelven a tener esa cualidad h¨²meda, combada, c¨¢lida que comparten con el morro de los perdigueros api?ados y ateridos de fr¨ªo en el patio de la taberna, cuyos leves gemidos llegan a veces hasta la mesa de juego. Entonces alg¨²n jugador musita un nombre en susurros, Momo o bien Dana, como si su perro pudiera o¨ªrle a esa distancia y es el caso que, en efecto, uno de los canes calla, da dos vueltas sobre s¨ª mismo y se tumba a dormir enroscado sobre el fr¨ªo suelo.
En el Rijksmuseum vemos la vida corriente, vulgar, transfigurada en obra de arte
?Qu¨¦ sucedi¨® en la Holanda del XVII para convertir lo humilde en signos perfectos?
En otra mesa cercana, dos hombres y una mujer beben vino ligeramente turbio en sendos vasos muy altos, conos de vidrio que reflejan la luz de una lucerna. No hablan, s¨®lo se miran de vez en cuando y comparten una sonrisa, un cabeceo, un alzamiento de cejas. Sobre la mesa de madera rayada por el uso hay restos de nuez. Uno de los hombres ha debido de cascarlas con la empu?adura del cuchillo que puede verse a la derecha, junto a la mano de la muchacha, una mano peque?a y m¨®rbida que queda al final de un brazo blanco, carnoso, desnudo como sus hombros y su cuello, a pesar de ser invierno. Es una moza de las que all¨ª llaman "de cuerpo de oca", apenas adolescente pero ya con el aire rotundo de la matrona que ser¨¢ dentro de escasos a?os. La ropa es casi lujosa, aunque no tanto como los calzones, el jub¨®n y las botas anchas del hombre del pu?al.
De pronto, para nuestra estupefacci¨®n, los naipes vuelan de las manos de los jugadores y se fijan en un cuadro que cuelga del museo nacional de Amsterdam. Lo mismo sucede con los perdigueros cuya figura, el pelo corto y suave, el rabo que fatiga la tierra, las orejas colgantes, se trasladan y quedan fijos en otra tela contigua. Y lo m¨¢s asombroso, igual sucede con la sonrisa que el caballero del pu?al ha cruzado hace un instante con la atractiva muchacha de los hombros desnudos. All¨ª est¨¢ la sonrisa, tan ef¨ªmera, tan atada a un instante insignificante, casi inexistente, paralizada por los siglos de los siglos en un cuadro de museo. Seguimos mirando at¨®nitos las pinturas de este milagroso Rijksmuseum y vemos pipas de barro, nueces cascadas, alfombras, sobres de cartas, abejas, una mondadura de lim¨®n, la
mujer que saca a pasear a su hijo envuelto en un atadijo de lana, otra que arroja a la calle el oscuro contenido de una bacinilla, el vaso de vidrio c¨®nico con el reflejo de la ventana, en fin, la vida corriente, vulgar, sencilla, los objetos, las situaciones comunes, todos transfigurados en obra de arte.
?Qu¨¦ pudo suceder en la Holanda del siglo XVII para que se diera este ataque feroz, despiadado, contra lo m¨¢s humilde, aquello a lo que nadie hab¨ªa dado importancia, lo que siempre pas¨® inadvertido como mera dilaci¨®n de nuestra piel, de modo que ya nunca m¨¢s el naipe usado, el morro del perdiguero, la copa de vino o la sonrisa galante pertenezca a sus due?os sino a todo el mundo? Porque desde el momento en que fueron elevados a obra de arte, aquellos objetos y momentos de la vida com¨²n dejaron de ser instantes y cosas personales, individuales, inconfundibles, vivientes, y se convirtieron en signos perfectos, as¨ª que ya nunca m¨¢s pudimos beber en ese vaso alto de vidrio sin pensar que era un Terborch, ni percibimos una sonrisa tabernaria sin recordar a Brouwer, ni pudimos pisar una alfombra que no nos dijera: "Cuidado, soy un Vermeer".
En el paroxismo de esta elevada abstracci¨®n y con un insoportable grito de alegr¨ªa, Heidegger celebra que en las botas pintadas por Van Gogh se encuentre la fatigada experiencia de las botas verdaderas, sus m¨²ltiples caminos, la apretura de unos pies deformados y contrahechos, el barro, el polvo, toda una vida al servicio de su due?o. Y sin embargo, es todo lo contrario: esas botas elevadas de rango ya no son el ¨²til del labriego, del caminante, del peregrino o del propio Van Gogh en tanto que exc¨¦ntrico ciudadano, buen bebedor y de oficio sus pinceles, sino el signo abstracto del dolor humano encarnado por un icono que destruye para siempre las viejas botas que todos hemos amado con locura y por cuyo amor hemos tardado demasiados a?os en comprar unas nuevas. Pero las nuevas son duras, inflexibles, fr¨ªas y no redimen nuestras viejas botas convertidas ahora en obra de arte. Tambi¨¦n Van Gogh era holand¨¦s, claro est¨¢, y verdugo de botas, sillas de mimbre, mesas de billar, jugadores de naipe o comedores de patatas. Nunca, que yo recuerde, de sonrisas, aunque s¨ª de orejas reci¨¦n cortadas o de pipas encendidas que en breve se apagar¨¢n. Toda esa vida inmediata y verdadera, c¨¢lida y desesperada y dolorosa y placentera, la nuestra, la de todo el mundo, abstra¨ªda ahora y petrificada en una imagen ¨²nica y universal.
?Por qu¨¦ en Holanda y durante esos a?os? ?Por qu¨¦ hab¨ªa llegado el momento de condenar a la eternidad precisamente lo menos duradero, lo m¨¢s pr¨®ximo a nuestra piel? Hay una vieja leyenda que explica este misterio mediante una adulaci¨®n del pueblo holand¨¦s, el cual habr¨ªa ganado su tierra al mar y a los poderosos ej¨¦rcitos espa?ol y franc¨¦s, con tanto sacrificio, tanta inteligencia, tan sobrado coraje, que en cuanto gozaron de una bien ganada paz miraron a su entorno como s¨®lo se mira a lo divino y pidieron que se detuvieran los amados objetos comunes, lo cotidiano, el milagro de la vida vulgar, que se eternizara, para luego colgar de sus paredes ese milagro que es un vaso de vino, nueces de c¨¢scara rota, viejas botas o naipes fatigados.
S¨®lo que cuando eso tan ¨ªntimo y ef¨ªmero se vive como un milagro, deja de ser prescindible y ef¨ªmero y pasa a convertirse en un desaf¨ªo del intelecto, algo as¨ª como el deseo de una f¨®rmula sensible para una geometr¨ªa material. "Una copa com¨²n significaba m¨¢s de lo que significa, como si se tratara de la suma de todas las copas: la esencia de su especie", escribe el poeta Zbigniew Herbert en Naturaleza muerta con brida, escrito bajo el hechizo de Holanda.
Establecidos ya en su paz, en su negocio, en sus bellas y limpias casas repletas de objetos valiosos, dice Hegel, los holandeses se enfrentaron a un horizonte de espesa bruma, a una atm¨®sfera gris, de modo que buscaron con enconada fascinaci¨®n las luces, los reflejos, la coloraci¨®n y los juegos lum¨ªnicos.
?Atm¨®sfera gris, horizonte de bruma?, ¨¦sa es la vida que todos vivimos. Fue en efecto la terrible inanidad de la vida vulgar tan duramente ganada lo que les llev¨® a proponer una eternidad alternativa (pero s¨®lo figurada), espantados por la nueva guerra que ahora se les desataba y en la que tanto los vencedores como los vencidos iban a ser ellos mismos, la guerra de la insignificancia del vaso de vino, del naipe viejo, de la muchacha blanca como una oca, cuando ya no se puede vivir pegado a lo inmediato, cuando se alarga el tiempo y se impone la abstracci¨®n, cuando la transacci¨®n comercial es m¨¢s fuerte que la lucha contra el mar o la muerte. Cuando las cosas pasan a ser mercanc¨ªas.
F¨¦lix de Az¨²a es escritor.
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