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LECTURA

El ad¨²ltero de la literatura

Mario Vargas Llosa

Conoc¨ª personalmente a Juan Carlos Onetti a?o y medio despu¨¦s de aparecida su novela Juntacad¨¢veres (1964), en Nueva York, durante el congreso del PEN Internacional que tuvo lugar en esa ciudad del 12 al 18 de junio de 1966, presidido por Arthur Miller.

La presencia del uruguayo en ese certamen, al que asistieron tambi¨¦n otros escritores latinoamericanos -Carlos Fuentes, Pablo Neruda, Ernesto S¨¢bato, Emir Rodr¨ªguez Monegal, Carlos Mart¨ªnez Moreno, Juan Liscano, Victoria Ocampo, Alberto Girri, Jos¨¦ Antonio Montes de Oca, H. A. Murena, Guimar?es Rosa, Homero Aridjis entre ellos-, era un indicio de que su obra comenzaba a romper el cerco de indiferencia en que hab¨ªa vivido, con la excepci¨®n de un reducido c¨ªrculo de lectores y cr¨ªticos del R¨ªo de la Plata.

Vaya sorpresa al conocer en persona a ese escritor cuyas historias me hab¨ªan sugerido una personalidad descollante
Detr¨¢s de esa hosquedad asomaba alguien que no estaba preparado para enfrentar la brutalidad de una vida a la que tem¨ªa
Muchas veces dijo a Dolly que a menudo ve¨ªa a la gente que lo rodeaba como si fueran esqueletos
Caballero Bonald: "Cuando lo conoc¨ª, se hab¨ªa pasado del vino tinto al whisky y s¨®lo le¨ªa novelas policiacas"

Muy reducido en verdad, si se piensa que casi no se hab¨ªan publicado estudios cr¨ªticos importantes sobre su obra fuera de Uruguay y que, por ejemplo, La vida breve, la mejor novela escrita en Am¨¦rica Latina hasta el a?o en que apareci¨® (1950), no mereci¨® elogio alguno y que las escasas rese?as que tuvo, como la de Homero Alsina Thevenet en el semanario Marcha, fueron negativas.

En 1961 se public¨® en Par¨ªs, en Les Lettres Nouvelles, la revista que dirig¨ªa Maurice Nadeau, su cuento Bienvenido, Bob, traducido al franc¨¦s por Claude Couffon. En 1962 hab¨ªa ganado el Premio Nacional de Literatura en Uruguay, y al a?o siguiente, su cuento Jacob y el otro apareci¨® traducido al ingl¨¦s en una antolog¨ªa de relatos publicada por la editorial Doubleday. Comenzaban a reeditarse algunos de sus libros, pero a¨²n era dif¨ªcil procur¨¢rselos. Lo s¨¦ muy bien porque yo, que qued¨¦ seducido por la originalidad y la fuerza de su talento desde el primer relato suyo que cay¨® en mis manos, s¨®lo hab¨ªa podido leerlo gracias a la ayuda de amigos uruguayos que me hicieron llegar algunos de sus libros.

Vaya sorpresa que me llev¨¦ al conocer en persona a ese escritor cuyas historias me hab¨ªan sugerido una personalidad descollante. T¨ªmido y reservado hasta la mudez, no abri¨® la boca en las sesiones del congreso, e incluso en las reuniones peque?as, entre amigos, a la hora de las comidas o en el bar, sol¨ªa permanecer silencioso y reconcentrado, fumando sin descanso. Al terminar la reuni¨®n del PEN, algunos participantes fuimos invitados a hacer una gira por Estados Unidos y tuve la suerte de formar parte del grupo en el que estaban Mart¨ªnez Moreno y Onetti. Era un viaje tur¨ªstico, con visitas a museos, espect¨¢culos y lugares hist¨®ricos en los que, por supuesto, Onetti se neg¨® sistem¨¢ticamente a poner los pies. Permanec¨ªa encerrado en su cuarto de hotel, con una botella de whisky y un alto de novelas policiales, tan desinteresado del programa que uno se preguntaba por qu¨¦ hab¨ªa aceptado aquella invitaci¨®n. Mart¨ªnez Moreno, que era bueno como un pan y se sent¨ªa preocupado por el estado depresivo de Onetti, renunci¨® a muchas visitas para no dejarlo solo, temeroso de que su admirado compatriota fuera a hacer alguna tonter¨ªa peor que emborracharse.

S¨®lo en San Francisco tuve ocasi¨®n de charlar con ¨¦l un poco, en barcitos humosos y oscuros de los alrededores del hotel. Costaba trabajo animarlo a hablar, pero, cuando lo hac¨ªa, dec¨ªa cosas inteligentes, eso s¨ª, impregnadas de iron¨ªa corrosiva o sarcasmos feroces. Evitaba hablar de sus libros. Al mismo tiempo, detr¨¢s de esa hosquedad y esas burlas lapidarias, asomaba algo vulnerable, alguien que, pese a su cultura e imaginaci¨®n, no estaba preparado para enfrentar la brutalidad de una vida de la que desconfiaba y a la que tem¨ªa. Una noche en que hablamos de nuestra manera de trabajar se escandaliz¨® de que yo lo hiciera de manera disciplinada y con horario. As¨ª, me dijo, ¨¦l no hubiera escrito ni una l¨ªnea. ?l escrib¨ªa por r¨¢fagas e impulsos, sin premeditaci¨®n, en papelillos sueltos a veces, muy despacio, palabra por palabra, letra por letra -a?os m¨¢s tarde, Dolly Onetti me confirmar¨ªa que era exactamente as¨ª, y tomando a sorbitos, mientras trabajaba, copitas de vino tinto rebajado con agua-, en periodos de gran concentraci¨®n separados por largos par¨¦ntesis de esterilidad. Y all¨ª pronunci¨® aquella frase, que repetir¨ªa despu¨¦s muchas veces: que lo que nos diferenciaba era que yo ten¨ªa relaciones matrimoniales con la literatura, y ¨¦l, ad¨²lteras. En aquella o alguna otra ocasi¨®n durante aquel viaje le pregunt¨¦ si era cierto que a los escritores j¨®venes que consegu¨ªan llegar a ¨¦l a pedirle consejo les recomendaba leer los libros que ¨¦l detestaba, para ponerlos a prueba, y ¨¦l, sin negar ni asentir, sonri¨® feliz: "?Eso dicen? Qu¨¦ hijos de puta, che".

Recuerdo una noche en que los poetas beatniks norteamericanos Lawrence Ferlinghetti y Allen Ginsberg, entonces en el apogeo de su popularidad, nos llevaron a Onetti, Mart¨ªnez Moreno y a m¨ª en un recorrido nocturno por los antros de hippies, artistas, m¨²sicos o simplemente bohemios de San Francisco, que nos hablaban de sus experiencias con el peyote, el ¨¢cido lis¨¦rgico y otros para¨ªsos artificiales con los que se propon¨ªan revolucionar el mundo, o de las acciones pol¨ªticas en marcha en defensa de los gays y a favor de la despenalizaci¨®n de las drogas. En todo aquel recorrido alucinatorio por las cuevas, pe?as y antros de la contracultura californiana, para m¨ª, lo m¨¢s irreverente era, sin duda, la actitud de Onetti, quien, con su sempiterna corbata, su saco entallado y sus anteojos de gruesos cristales paseaba sus ojos saltones de infinito aburrimiento sobre todo aquel circo, con una mirada esc¨¦ptica y el escorzo de una sonrisita flotando por la boca.

Pocos meses despu¨¦s, en agosto de 1966, fui por pocos d¨ªas a Montevideo. Como he contado, me fue imposible ver a Onetti, pero habl¨¦ mucho de ¨¦l, pude conseguir sus libros en la maravillosa librer¨ªa anticuaria de Linardi y Risso y me dio gusto comprobar que, tanto sus amigos como quienes no lo eran, reconoc¨ªan un¨¢nimemente su talento y contribu¨ªan con chismes y an¨¦cdotas a enriquecer la ya rica leyenda forjada en torno a su aislamiento, su hosquedad y sus neurosis.

Siempre recuerdo esa visita a Uruguay, pues, pese a que, como he mencionado en este ensayo, la declinaci¨®n econ¨®mica y social del pa¨ªs llevaba a?os de iniciada, para un latinoamericano, llegar a ese peque?o rinc¨®n del R¨ªo de la Plata en 1966 era descubrir una cara distinta de la Am¨¦rica Latina de los dictadores, los cuartelazos, las guerrillas revolucionarias, las democracias de opereta y las sociedades incultas y de enormes desigualdades econ¨®micas del resto del continente. Recuerdo mi sorpresa al leer los diarios de Montevideo, tan bien escritos y diagramados, y descubrir la presencia que en ellos ten¨ªa la cultura, las magn¨ªficas secciones de cr¨ªtica, el alto nivel de los teatros y las espl¨¦ndidas librer¨ªas montevideanas. La libertad y el pluralismo que se advert¨ªan por doquier -hab¨ªa un congreso del Partido Comunista en esos d¨ªas anunciado por carteles en las calles que no escandalizaba a nadie- y los adversarios pol¨ªticos coexist¨ªan tan civilizadamente como en Inglaterra. Por otra parte, en ning¨²n otro pa¨ªs latinoamericano hab¨ªa visto yo una clase intelectual tan s¨®lida, cosmopolita y bien informada, ni una sociedad con una pasi¨®n semejante por las ideas y modas y tendencias art¨ªsticas, filos¨®ficas y literarias de la actualidad internacional. Di una conferencia en la Universidad Nacional, invitado por Jos¨¦ Pedro D¨ªaz, y no pod¨ªa creer que tanta gente pudiera reunirse para o¨ªr hablar de literatura. Sin embargo, aunque yo fuera incapaz de advertirlo en aquel viaje, bajo la superficie de esa sociedad estable, abierta, democr¨¢tica, razonable y culta que tanto me impresion¨®, algo hab¨ªa comenzado a resquebrajarse y a enloquecer, algo que precipitar¨ªa pocos a?os despu¨¦s al Uruguay en la m¨¢s grave crisis pol¨ªtica y social del siglo XX.

Precisamente por esa ¨¦poca public¨® Onetti uno de sus relatos m¨¢s interesantes, La novia robada (1968), en el que un tema que hab¨ªa venido insinu¨¢ndose en sus cuentos y novelas desde hac¨ªa tiempo, la locura como una de las formas en que los seres humanos escapan de la realidad objetiva hacia un mundo de ficci¨®n, ser¨ªa la columna vertebral de una historia en la que vemos a todos los vecinos de Santa Mar¨ªa confabulados para dar consistencia, un semblante de vida y de verdad, a los espejismos er¨®ticos de una enajenada. (...)

Al tiempo que aparec¨ªa esta historia de locura colectiva fantaseada por Onetti, Uruguay -que parec¨ªa la excepci¨®n a la regla en un continente que crepitaba por todas partes- hab¨ªa comenzado tambi¨¦n, a la vez que su econom¨ªa se empobrec¨ªa y su poblaci¨®n envejec¨ªa, un proceso de debilitamiento de sus instituciones. Y se resquebrajaba en ¨¦l ese consenso que hab¨ªa preservado su democracia. Al influjo de la Revoluci¨®n Cubana, sus vanguardias pol¨ªticas, intelectuales y sindicales se radicalizaban, en tanto que la clase gobernante, los partidos tradicionales y la cancerosa burocracia -tan bien retratada, con una mezcla de severidad cr¨ªtica y soterrada ternura, en los cuentos y poemas de Mario Benedetti- se mostraban incapaces de responder de una manera eficaz y creativa a la agitaci¨®n social y a las movilizaciones de estudiantes y militantes seducidos por el ejemplo de los barbudos cubanos y los exhortos a la revoluci¨®n del Che Guevara y Fidel Castro. Como en el peque?o y chato pa¨ªs que es Uruguay eran inimaginables las acciones en el campo a partir de un foco guerrillero, lo que prosper¨® all¨ª, en un principio con bastante ¨¦xito, fue la guerrilla urbana. Los antecedentes de esta acci¨®n son tal vez las movilizaciones campesinas que encabez¨® Ra¨²l Sendic, pero su cristalizaci¨®n comienza con la creaci¨®n del Movimiento de Liberaci¨®n Nacional (tupamaros) a partir de 1963. Sus acciones, ralas al principio pero muy efectistas, tuvieron larga repercusi¨®n internacional. Luego, ir¨ªan creciendo en n¨²mero y violencia -secuestros, asaltos, destrucci¨®n de bienes p¨²blicos, ataques y asesinatos de polic¨ªas-, desencadenando, por parte de los gobiernos, una pol¨ªtica represiva de creciente brutalidad, que, durante el gobierno de Jorge Pacheco Areco (1967-1971) y, sobre todo, desde la victoria electoral, en 1971, de Juan Mar¨ªa Bordaberry, lleg¨® a echar por la borda la legalidad y a transgredir con los peores excesos los derechos humanos. Bordaberry, del Partido Colorado, gobern¨® en estrecho contubernio con las Fuerzas Armadas y termin¨® por cederles totalmente el control del poder en 1974. La eficacia de las acciones de los tupamaros, contra las que durante buen tiempo las autoridades parecieron impotentes -un hecho espectacular que dar¨ªa la vuelta al mundo fue la captura y asesinato del asesor policial norteamericano Dan Mitrione-, atiz¨® la violencia contrarrevolucionaria, los atropellos a los derechos humanos, la pr¨¢ctica generalizada de la tortura y el asesinato por unos gobiernos que, con el pretexto de combatir la subversi¨®n, impusieron la censura, recortaron las libertades p¨²blicas, hicieron tabla rasa de los derechos civiles y clausuraron peri¨®dicos y sindicatos, convirtiendo en poco tiempo la democracia modelo de Am¨¦rica Latina en una republiqueta tercermundista, en manos de una oligarqu¨ªa militar autoritaria. (...)

Los ¨²ltimos a?os de su vida, en Madrid, Juan Carlos Onetti los pas¨® acostado. No porque estuviera enfermo, pues, pese a las grandes cantidades de alcohol que hab¨ªa consumido en su vida y a los achaques naturales de la edad, se conserv¨® bastante bien hasta el final, de cuerpo y de esp¨ªritu. M¨¢s bien por desinter¨¦s, desidia, una cierta abulia vital y esa neurosis pasiva que cultiv¨® toda su vida, ahora acrecentada por la vejez. Se levantaba y sal¨ªa alguna vez, desde luego, pero era algo excepcional en una rutina cotidiana que por lo general transcurr¨ªa en su piso madrile?o, ¨¦l en pijama, la barba crecida y los ralos cabellos revueltos, tumbado en la cama, leyendo novelas policiales y el vaso de whisky siempre a la mano. Para resolver todos los asuntos pr¨¢cticos y atender a los visitantes siempre estaba all¨ª, cerca, la diligente e incansable Dolly. Mucha gente ven¨ªa a tocar a su puerta, ahora que se hab¨ªa convertido, en Espa?a y Am¨¦rica Latina, en una leyenda viviente, en un folk-hero. Y lo sorprendente es que ¨¦l sol¨ªa recibirlos y charlar con ellos, en vez de echarlos con las cajas destempladas, como hac¨ªa anta?o con quienes ven¨ªan a tratar de curiosear en su vida privada. La vejez abland¨® su hosquedad. Lo he comprobado al verificar que en los ¨²ltimos diez a?os de su vida concedi¨® m¨¢s entrevistas que en los setenta anteriores. Seg¨²n Dolly, muy en contra de lo que ocurr¨ªa en sus novelas, donde los narradores suelen detestar a los ni?os, en su vida personal Onetti los acari?aba y sol¨ªa jugar con ellos, y uno de sus lamentos recurrentes era haberse separado de su hija, en raz¨®n de su divorcio, cuando Liti ten¨ªa apenas tres a?os. Uno de sus grandes amores, en esos catorce ¨²ltimos a?os de su vida, fue la perra Biche (de Beatrice), con la que Onetti pod¨ªa pasar horas jugando y hasta sol¨ªa dormir con ella.

Lleg¨® a la muerte sin angustia ni temor, acaso porque la muerte hab¨ªa estado siempre muy presente en su vida. Muchas veces dijo a Dolly que a menudo ve¨ªa a la gente que lo rodeaba como si fueran esqueletos. En sus periodos de crisis, cuando, sin poder escribir ni leer, se encerraba en un mutismo y soledad totales, amenazaba a veces con quitarse la vida. Pero, al final de su vida, esper¨® la partida con total serenidad, leyendo sin descanso, o, mejor dicho, releyendo muchos libros -entre ellos, siempre novelas policiacas- que ten¨ªa muy presentes en la memoria, como Laura, de Vera Caspary, que llev¨® al cine en una adaptaci¨®n maravillosa Otto Preminger, y que, seg¨²n Dolly, reley¨® hasta una docena de veces. Los ¨²ltimos d¨ªas, en el hospital, tuvo siempre un libro en la mano hasta el instante de morir.

Jos¨¦ Manuel Caballero Bonald ha dejado un animado boceto de este Onetti de los ¨²ltimos a?os: "Un d¨ªa de un oto?o de los a?os ochenta fui a visitar a Onetti. Viv¨ªa en un piso algo sombr¨ªo y estaba retenido en una de sus m¨¢s obstinadas fases de acostado. Esa situaci¨®n de residente estable en la cama dotaba al novelista de un manifiesto aire de enfermo imaginario o de exc¨¦ntrico personaje de alguna novela no escrita todav¨ªa. Y all¨ª estaba Dolly ejerciendo de veladora de cada uno de los d¨ªas de Onetti, esa ¨²ltima y definitiva mujer sin la que muy deficientemente se puede entender en puridad la vida de un escritor. Cuando yo lo conoc¨ª, se hab¨ªa pasado del vino tinto al whisky -por prescripci¨®n facultativa, seg¨²n dec¨ªa- y s¨®lo le¨ªa novelas policiacas: Chandler, Simenon, Hammett, Jim Thompson, incluso algunas novelitas negras de fr¨¢gil calidad y enredo curioso. Tambi¨¦n o¨ªa de vez en cuando alg¨²n tango de la buena ¨¦poca y alg¨²n bolero cl¨¢sico. Apenas escrib¨ªa o s¨®lo escrib¨ªa fragmentos hipot¨¦ticamente aprovechables, esas verbosidades de insomnio que tratar¨ªa luego de acomodar entre otros textos m¨¢s elaborados. O que perder¨ªa adecuadamente en el desarreglo general del tiempo. Es posible que el visitante alcanzara a tener una sensaci¨®n predecible: que aquel se?or con aspecto de convaleciente taciturno no pod¨ªa ser el mismo que escribiera p¨¢ginas tan definitivamente seductoras. Pero de todo eso, como dir¨ªa Onetti, hace ya muchas p¨¢ginas".

El viaje a la ficci¨®n. El mundo de Juan Carlos Onetti, de Mario Vargas Llosa (Alfaguara). 240 p¨¢ginas, 17,50 euros. A la venta el 19 de noviembre.

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