El archivista y los empleos imaginarios
En Congo la gente va a trabajar a bibliotecas sin libros y a estaciones de ferrocarril que no funcionan hace a?os. Viven una ficci¨®n pero manifiestan as¨ª su esperanza en que el pa¨ªs resurja de sus cenizas.
En la ciudad de Boma, capital de este inmenso pa¨ªs cuando se llamaba el Estado Libre del Congo y era propiedad privada del Rey de los Belgas, Leopoldo II, el se?or Placide-Clement Mananga est¨¢ entregado a luchar a favor de la civilizaci¨®n y contra la barbarie. ?sta, para ¨¦l, no tiene la cara atroz de las violaciones, las matanzas, las epidemias y el hambre que adopta en otras regiones de su pa¨ªs, sino la del olvido. Monsieur Placide estuvo cuatro a?os de joven en un seminario cat¨®lico, prepar¨¢ndose para ser cura. Pero el r¨¦gimen de vida era muy severo y desisti¨®. Tal vez en aquel periodo de ayunos, privaciones, oraciones y estricta disciplina contrajo el amor por los tiempos idos e intuy¨® que un pa¨ªs que se rinde a la amnesia hist¨®rica se queda tan sin defensas para enfrentar los problemas como esos campesinos de las alturas congolesas que, cuando bajan al llano, se hallan indefensos ante los mosquitos. El amor de Monsieur Placide por la historia no es arqueol¨®gico, est¨¢ cargado de preocupaci¨®n por el presente. "Conociendo nuestro pasado", dice, "entenderemos mejor por qu¨¦ anda el Congo como anda y ser¨¢ m¨¢s f¨¢cil atacar el mal en sus ra¨ªces".
El pa¨ªs se independiz¨® en el a?o 1960, y entonces no hab¨ªa un solo profesional congole?o
Cuando la realidad se vuelve irresistible, la ficci¨®n es un refugio. Por eso existe la literatura
Es un hombre suave, muy delgado, servicial, t¨ªmido, de maneras elegantes. Tiene un puestecillo menor en la Alcald¨ªa y desde hace tiempo recolecta todos los papeles viejos, documentos, revistas, recortes de peri¨®dicos, cartas, que tienen que ver con Boma. Junto a su escritorio, apilados en el suelo, est¨¢n esos materiales que ser¨¢n alg¨²n d¨ªa el embri¨®n del Archivo Hist¨®rico del lugar. Paso un largo rato, distra¨ªdo del calor pegajoso y las moscas indolentes, examinando legajos, silabarios y catecismos de la ¨¦poca colonial, manuales de buena conducta para se?oritas, partidas de defunci¨®n, ordenanzas donde se clasifica a los ind¨ªgenas por razas, etnias y domicilio, carteles con las prohibiciones que se colgaban en el barrio de los colonos y en el de los nativos en esos a?os en que desembarcaron aqu¨ª los europeos, con el fin, seg¨²n el acuerdo de Berl¨ªn de 1885, de acabar con la trata de esclavos y civilizar al pa¨ªs usando el comercio libre para abrirlo al mundo y hacerlo prosperar. Nada de eso hicieron. Cuando, en 1960, el Congo se independiz¨®, no hab¨ªa un solo profesional congole?o y la esclavitud, aunque encubierta, todav¨ªa existe. El comercio jam¨¢s fue libre, sino un monopolio de la potencia colonial, que, antes de irse, exprimi¨® sin misericordia sus recursos y sus gentes.
Monsieur Placide es un libro de historia viviente y recorrer Boma con ¨¦l es ver transformarse este pueblo pobre, abandonado y triste, en la activa y variopinta aldea de sus or¨ªgenes, cuando, a fines del siglo XIX, los despistados belgas encargaron a constructores alemanes la edificaci¨®n de estas casas cuadradas, de dos pisos, de madera de pino tra¨ªda de Europa y de planchas met¨¢licas, que deb¨ªan convertirlas en hornos a la hora del sol. Todav¨ªa est¨¢n aqu¨ª, ruinosas pero en pie, con sus pilotes de piedra, sus largas terrazas, barandas y ventanas enrejadas y sus techos c¨®nicos, formadas en hilera frente al r¨ªo. All¨ª est¨¢ tambi¨¦n la primera iglesia, la del Esp¨ªritu Santo, diminuta y sofocante, toda de fierro. Pero el cementerio colonial, llamado "de los pioneros", ha desaparecido bajo la maleza, aunque, de pronto, asoma entre la verdura, llena de barro, la l¨¢pida descolorida de un misionero de Lieja, un top¨®grafo de Amberes o un agente comercial de Bruselas. La mansi¨®n del Gobernador General, rodeada de frondosos y centenarios baobabs, luce molduras donde, desdibujada, se divisa todav¨ªa la efigie de la Reina de B¨¦lgica. El panorama del gran r¨ªo africano, ancho, ocre, espumoso, salpicado de islas, que ha recorrido ya medio continente antes de llegar hasta aqu¨ª y avanza hacia el Atl¨¢ntico, ancho, poderoso, silente, escoltado por bandadas de p¨¢jaros, es deslumbrante.
En el primer piso de esta casa que parece a punto de deshacerse como una momia milenaria, Monsieur Placide nos conduce a una habitaci¨®n desnuda, en la que hay s¨®lo dos mesitas, con dos mujeres sentadas ante ellas. No sin cierto orgullo, nos dice: "?sta es la Biblioteca de Boma". Nos presenta a la bibliotecaria y su ayudante. Pero ?y los libros? No hay uno solo. Nos explican que est¨¢n guardados en cajas, en distintos dep¨®sitos, pero que, alg¨²n d¨ªa, se construir¨¢n estantes y los libros ser¨¢n tra¨ªdos aqu¨ª y esta habitaci¨®n se llenar¨¢ de lectores. Entretanto, la bibliotecaria y su asistente vienen puntualmente a sus puestos de trabajo, donde pasan las ocho horas reglamentarias. Tienen un sueldo, sin duda, tan fantasmal como los libros que administran.
No es ¨¦sta mi primera experiencia con los trabajos imaginarios del Congo. La Biblioteca de Boma no es una excepci¨®n. Se trata tambi¨¦n de una epidemia, pero, a diferencia del c¨®lera o el paludismo, ben¨¦fica. Dos d¨ªas atr¨¢s, en Matadi, a 130 kil¨®metros r¨ªo arriba, visit¨¦ la Estaci¨®n del Ferrocarril construido por Stanley, s¨®lido e imponente edificio amarillo donde una gran placa anuncia que de aqu¨ª parti¨® el primer tren hacia Kinshasa (que entonces se llamaba Leopoldville) el 9 de agosto de 1877. El local est¨¢ muy activo. Un destacamento policial cuida las instalaciones y hay un jefe de estaci¨®n a quien diviso en su oficina, con una gorrita y un guardapolvo que deben ser del uniforme. En las oficinas cont¨¦ hasta una veintena de personas, hombres y mujeres, sentados en escritorios, abriendo y cerrando cajones, ordenando estantes. Hab¨ªa, incluso, empleados atendiendo en las boleter¨ªas. Unos pizarrones indicaban las horas de salida de los trenes y las estaciones en que hac¨ªa escala el que iba rumbo a Kinshasa. Pero, el ¨²ltimo tren que parti¨® de aqu¨ª lo hizo hace ya muchos a?os (nadie quiso o supo decirme cu¨¢ndo). Todos viv¨ªan una ficci¨®n, ni m¨¢s ni menos que los personajes de la novela de Juan Carlos Onetti, El astillero. Van a trabajar a diario, llenan formularios, tarjetas, actualizan los informes, descansan los domingos.
Unos d¨ªas despu¨¦s, en otro pueblo colonial del Bajo Congo, Mbanza Ngungu, me encuentro con id¨¦ntico espect¨¢culo. All¨ª, la estaci¨®n es, en verdad, un enorme taller de reparaciones y un dep¨®sito de vagones y locomotoras fuera de servicio. El lugar est¨¢ lleno de operarios, vigilantes, empleados que ocupan todas las instalaciones y circulan de un lado a otro. Se dir¨ªa que se hallan atosigados de trabajo. Pero, los vagones han sido desguazados hace tiempo y las locomotoras son unos esqueletos herrumbrosos sin ruedas ni timones. Este tr¨¢fago es una pura representaci¨®n, una pantomima en la que participa toda la comunidad.
Poco a poco descubro que el Congo entero est¨¢ atiborrado de ficciones semejantes. Sin ir m¨¢s lejos, el Aeropuerto Internacional de Kinshasa tiene toda un ala, cuyas compa?¨ªas han desaparecido, y sin embargo los empleados siguen yendo a ocupar sus puestos, ma?ana y tarde, como anta?o.
?De qu¨¦ se trata? De un ejercicio colectivo de magia simpat¨¦tica, parecido al de esos pueblos primitivos que, seg¨²n cuenta Frazer en La Rama Dorada, zapatean contra la tierra imitando la ca¨ªda de las gotas de la lluvia a fin de que as¨ª, contagiado, el cielo descargue sus aguas sobre la tierra sedienta. Pero, no hay nada primitivo sino una conducta altamente civilizada en este recurso a la ficci¨®n con que millares de congole?os siguen yendo a trabajar, aunque sepan perfectamente que esos trabajos ya no existen. Ellos hacen lo que pueden hacer. No est¨¢ en sus manos resucitar las locomotoras destruidas, ni comprar libros para la biblioteca, ni sobornar a las compa?¨ªas desertoras para que retornen. Pero, seguir yendo a sus puestos, contra todo realismo, es una manifestaci¨®n de esperanza, una manera de resistir la desesperaci¨®n, de proclamar a los cuatros vientos que hay un futuro, que la vida -el trabajo- volver¨¢ a renacer y que el desgraciado pa¨ªs que es el suyo resucitar¨¢ de sus cenizas, como un Ave F¨¦nix. Cuando aquello empiece a ocurrir, ellos estar¨¢n all¨ª, en la primera fila, dando la batalla de la recuperaci¨®n. Y, entonces, sin duda, recibir¨¢n otra vez esos salarios que hace tiempo se esfumaron de sus vidas, al igual que la paz, la seguridad, el sustento y la alegr¨ªa. Cuando la realidad se vuelve irresistible, la ficci¨®n es un refugio. Por eso existe la literatura, esa escapatoria de los tristes, los nost¨¢lgicos y los so?adores. Los congole?os no la leen, la viven.
? Mario Vargas Llosa, 2008. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PA?S, SL, 2008.
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