La tragedia de Fatty
Jerry Stahl se mete con sarcasmo y piedad en el coraz¨®n de Roscoe Arbuckle para contarnos la crucifixi¨®n del monstruo
Me cuesta un esfuerzo tit¨¢nico aunque de resultado in¨²til recordar la ¨²ltima pel¨ªcula en blanco y negro que he visto en televisi¨®n. Los l¨²cidos y pragm¨¢ticos estrategas del cotarro hace demasiado tiempo que declararon apestado a ese cine, responsable de las historias m¨¢s hermosas que me han contado en im¨¢genes. Incluso descartaron la posibilidad desde?osa de ofrecerlo en horas p¨¢lidas de la madrugada, para consolar a insomnes, nost¨¢lgicos y zumbados, para rellenar esas horas muertas con un producto obsoleto. Estoy hablando de pel¨ªculas sonoras. Plantear que las televisiones tendr¨ªan la obligaci¨®n est¨¦tica y moral de exhibir alguna vez cine mudo, de descubrirles a los ni?os y a la gente joven que nadie ha pose¨ªdo en la historia del cine tanta gracia, profundidad, capacidad inventiva, imaginaci¨®n visual, lirismo y genio en estado puro como Buster Keaton y Charles Chaplin; que la m¨¢s conmovedora historia de amor, de culpa y de redenci¨®n la film¨® sin necesidad de palabras un individuo llamado Murnau en Amanecer, puede plantear alarmas sobre la salud mental del demandante o considerarle directamente como carne de frenop¨¢tico.
El remedio es privado, guardando la obra completa de los m¨¢s grandes en DVD, disfrut¨¢ndolos incansablemente en soledad. Pero Chaplin (aunque ¨¦ste tuviera frecuentes tentaciones de melodrama y triunfante vocaci¨®n de trascendencia desde que el enloquecido universo de los cortometrajes se le qued¨® peque?o) y, sobre todo, el surrealista Keaton pretend¨ªan hacer re¨ªr. Y la comicidad es algo de lo que se disfruta plenamente al compartirla con los otros, en una sala oscura, con algo que est¨¢ acerc¨¢ndose a la categor¨ªa de abstracci¨®n o de anacronismo y llamado p¨²blico de cine. Cualquier notario podr¨ªa jurar que el tipo del bigote y del bomb¨ªn y el determinista que jam¨¢s re¨ªa en la pantalla han provocado carcajadas en los cr¨ªos de cualquier generaci¨®n. Dudo que los ni?os actuales tengan el menor conocimiento de El maquinista de la General ni de La quimera del oro, a no ser que sus cuidadores pertenezcan a la cinefilia pura y dura. Y es tr¨¢gico que el obsceno mercado les prive de algo tan gozoso, que los talentos m¨¢s grandes, comerciales y populares que ha dado el cine sufran el olvido, que haya que rebuscar en el museo de la arqueolog¨ªa para que los ni?os sepan que existieron.
Si desconocer la obra de los anteriores supone una carencia intolerable, tambi¨¦n tuvieron colegas que donaron risas y sensaciones de anta?o y de los que ya s¨®lo tenemos conciencia de que existieron por los datos de las enciclopedias. Hubo un hombre monstruosamente gordo y con rostro de beb¨¦ que llenaba los cines, no para re¨ªrse con ¨¦l, sino para re¨ªrse de ¨¦l. Fue el m¨¢s famoso, el m¨¢s rico; su elefantiasis, su aparente ingenuidad y sus milagrosas acrobacias pose¨ªan im¨¢n para los espectadores. Se llamaba Roscoe Arbuckle, pero todo dios se refer¨ªa a ¨¦l con el l¨®gico apodo que ¨¦l m¨¢s odi¨® desde ni?o: Fatty. Este fetiche tan amado por la cultura popular se convirti¨® en la bestia m¨¢s odiada por la opini¨®n p¨²blica, en el chivo expiatorio de una industria triunfadora, de un nuevo y licencioso rico con el que el puritanismo ten¨ªa que ajustar escandalosas cuentas.
Kenneth Anger derram¨® escritura brillante, venenosa y c¨ªnica sobre las ancestrales miserias, doble moral, hipocres¨ªa, sumisi¨®n a las apariencias y cloacas de Hollywood en Hollywood Babilonia. Jerry Stahl, en su espl¨¦ndido y conmocionante libro Yo, Fatty, se mete con excelente documentaci¨®n, sarcasmo, y piedad en la piel, en la cabeza y en el coraz¨®n de Roscoe Arbuckle para contarnos la crucifixi¨®n del monstruo, del orgi¨¢stico que viola y mata en San Francisco a una actriz supuestamente virginal. Busca desde una infancia atroz las ra¨ªces de un ¨ªntimo y eterno calvario, las de alguien que siempre estuvo profundamente solo y dolorido, etiquetado como una bestia de feria, profesional de la supervivencia m¨¢s s¨®rdida que alcanza el ¨¦xito por conjura entre el azar y un talento ex¨®tico, alguien que descubri¨® demasiado pronto que el alcohol y la hero¨ªna eran la insustituible anestesia para el sufrimiento, la frustraci¨®n y la soledad.
El dipsomaniaco irreparable, el yonqui rico y perseverante, el resignado a la humillaci¨®n, el eterno y amargado impotente, el admirado pero nunca deseado, el buf¨®n que siempre recib¨ªa las hostias, el hombre al que nunca le import¨® la oscuridad pero durante toda su vida tuvo miedo a estar solo, el brutalmente satanizado por algo que no cometi¨® (aunque intentara reanimar a la desmoronada Virginia Rappe con algo tan expl¨ªcitamente sexual como introducirle en el co?o el cuello de una botella) encuentra en su bi¨®grafo Jerry Stahl al m¨¢s l¨²cido abogado de un pat¨¦tico diablo.
Y descubres lo f¨¢cil que le resulta al p¨²blico transformar la idolatr¨ªa en odio, lo bien que amortizaron los peri¨®dicos de Hearst con calumnias, medias verdades y sensacionalismo la tragedia de Fatty, el repulsivo protagonismo de la censura a trav¨¦s del C¨®digo Hays, la manipulaci¨®n, el abandono y la mierda que echaron los magnates de la Paramount sobre su gran inversi¨®n en Fatty para evitar que el estigma perjudicara al negocio. Pero tambi¨¦n la fidelidad de Buster Keaton y de la muy perdida Mabel Normand hacia el apestado.
Mack Sennett, el inventor de la Keystone, de las persecuciones y las tartas en la cara, descubridor de Fatty en el cine, le explic¨® una vez a su explotado protegido su teor¨ªa sobre la comedia: "Yo creo que una comedia es cuando t¨² te caes en una zanja y palmas. Tragedia es cuando a m¨ª me sale un padrastro en un dedo. Todo se reduce a la naturaleza humana, Arbuckle. Es algo natural que a la gente le encante ver que lo malo empeora". Fatty lo aprendi¨® tarde. Todo fue ruina y desolaci¨®n despu¨¦s de que le acusaran. Que le declararan inocente s¨®lo sirvi¨® para prolongar su infierno terrenal. Como otros pocos, pag¨® por todos.
Yo, Fatty. Jerry Stahl. Traducci¨®n de Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2008. 320 p¨¢ginas. 20 euros.
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