'Peeping Tom' en Elsinor
El Hamlet de Ostermeier es pura energ¨ªa e inventiva
En Sacramento, Peter Handke narraba Duelo en la Alta Sierra, de Peckinpah, desde la mirada de un ni?o retrasado, oculto en un corral, a trav¨¦s del port¨®n entreabierto. Stoppard dio una vuelta de tuerca a esa estrategia, tan faulkneriana, en Rosencrantz y Guildernstern han muerto: los protagonistas se ve¨ªan inmersos en una trama de la que apenas percib¨ªan fragmentos, cuyo sentido final era inatrapable. El Hamlet de Thomas Ostermeier escruta a sus mayores con una c¨¢mara de v¨ªdeo a la que s¨®lo le falta una p¨²a asesina en su tr¨ªpode, como el Peeping Tom de Michael Powell: les acecha para atrapar un gesto revelador y tambi¨¦n para fijar una realidad convulsa que se rompe en pedazos. Volvemos a arrugar la napia: la c¨¢mara, y su correspondiente pantalla, se han convertido en un clich¨¦ estil¨ªstico del teatro moderno, sobre todo si es alem¨¢n, pero Ostermeier nos vacila guapamente porque lo que vemos en la s¨¢bana met¨¢lica, en lo alto, no es lo que filma Hamlet, sino, literalmente, una proyecci¨®n mental: las im¨¢genes torturadas que se agitan en su cabecita loca. Una segunda realidad en blanco y negro, entre Eisenstein y Lynch. Planos deformados hasta lo monstruoso, sobreimpresiones paranoicas. Un rostro oculta o revela a otro, en una cadena que s¨®lo se detiene con la radiograf¨ªa de la calavera ¨²ltima. Pero, atenci¨®n al dato, lo que sucede debajo de la pantalla, en la presunta tierra firme de lo real, tambi¨¦n est¨¢ contagiado por el delirio de la representaci¨®n continua, del juego de roles. Esa tierra es barrizal de sepultura, con el hoyo del padre siempre visible en primer t¨¦rmino, y al fondo la corte como un teatro, con candilejas l¨ªvidas que espectralizan todo, y una cortina de cuentas doradas que vuelve grotesca o alucinada cualquier aparici¨®n.
Hamlet comienza como una farsa negra en clave de slapstick: los tacones de aguja de Gertrudis se hunden en el fango, los sepultureros/clowns resbalan y caen aparatosamente en la fosa abierta, bajo una lluvia de chiste que s¨®lo empapa ese rect¨¢ngulo fatal. Suena una m¨²sica atronadora, no recuerdo si Red, de King Crimson, o Still, de Joy Division, o una mezcla de ambos: un ruido lacerante que ¨²nicamente el pr¨ªncipe parece o¨ªr, hasta que abre la boca para delirar el arranque del Ser o no ser. El mon¨®logo volver¨¢ varias veces, a r¨¢fagas, en distintos tonos, indignado y noble o burlesco o son¨¢mbulo pero siempre claro, siempre con fuerza y dolor y virulencia.
La larga mesa del banquete de bodas emerge de la niebla como un buque fantasma, a los sones de una fanfarria ferial. Hay alguna degradaci¨®n barata: la bella Gertrudis, reci¨¦n casada con el poder, canta Ma Came, de Carla Bruni, imitando su voz y sus maneras. Ese apunte de trazo grueso pronto da paso al verdadero teatro bajo la arena: le basta un r¨¢pido doble gesto a Judith Rosmair (fuera las gafas negras y la peluca rubia) para pasar de Gertrudis a Ofelia, y con s¨®lo embarrarse la cara, el Claudio de Urs Jucker se convierte en el Espectro. Robert Beyer es Polonio y luego Osric, su untuoso sosias; Sebastian Schwarz es Horacio y es Guildernstern; Stefan Stern es Laertes y Rosencrantz. Todos doblan salvo Lars Eidinger, un atleta del sentimiento, un Hamlet que muta constantemente, que es "uno, ninguno y cien mil". Un pr¨ªncipe narcisista y bufonesco con la furia del melanc¨®lico, un augusto tr¨¢gico, un adolescente insoportable, inasumible, un oso bipolar con tripa postiza y s¨ªndrome de Tourette, que escupe insultos y se desarbola en una cascada de tics nerviosos, con la corona del rev¨¦s como una gorra de rapero renacentista: no pasa a la acci¨®n, s¨®lo se desmanda.
O se multiplica en cien m¨¢scaras: es el Victor de Vitrac, "terriblemente inteligente", y Peeping Tom, y Beck cuando cantaba Loser, y es Eric Idle con la mueca de Chuky. Baila con Horacio un hip-hop par¨®dico y furioso en la escena central de La Ratonera, acosa a su madre vestido de cura sat¨¢nico como Robert Mitchum aterrorizando a Shelley Winters en La noche del cazador y luego a¨²lla como un animal herido al descubrir el cad¨¢ver de Polonio, pero nunca, nunca, es "simp¨¢tico" ni pr¨®ximo. (Una idea interesante de Ostermeier: "Hamlet no puede ser una figura rom¨¢ntica cuando las principales v¨ªctimas de su c¨®lera son mujeres"). No hay sobreactuaci¨®n ni artificio en el trabajo de Eidinger: tras los juegos excesivos y conc¨¦ntricos del cachorro bulle una rabia y un dolor salvajes. Y un constante temblor de peligro: aunque conozcas la obra de memoria nunca sabes lo que su Hamlet har¨¢ a continuaci¨®n, c¨®mo vivir¨¢ y lanzar¨¢ el texto. Desde luego que se pierden matices en esa puesta desgarrada, expresionista, pero el caos aflora con una gran limpieza de ejecuci¨®n: Ostermeier est¨¢ aqu¨ª m¨¢s cerca que nunca del maestro Matthias Langhoff.
El espect¨¢culo (dos horas y veinte, pero ni te enteras), con traducci¨®n y dramaturgia de Marius von Mayerburg, deslumbr¨® en el pasado festival de Avi?¨®n y ha pasado como un aplaudid¨ªsimo vendaval por el Lliure, que va camino de convertirse, si no lo es ya, en la sede espa?ola de la Schaub¨¹hne de Berl¨ªn. Hay una inventiva y una energ¨ªa indesmayables en la direcci¨®n y en todo el reparto. Sus extraordinarias interpretaciones hacen pensar en una gran troupe circense: gracia bajo presi¨®n, sin esfuerzo aparente. Se afianza el fulgor on¨ªrico a medida que transcurre la funci¨®n, y se suceden, en avalancha, las rupturas de tono, el desfile de caretas, la teatralizaci¨®n desmesurada de los momentos culminantes o el diluvio de referentes cinematogr¨¢ficos: Claudio, con gafas mafiosas, baja al patio de butacas para confesar a gritos su crimen y Ofelia muere envuelta en pl¨¢stico como Laura Palmer. Tras el duelo final, que parece coreografiado por el maestro de armas de Errol Flynn, brota una sospecha a guisa de coda: quiz¨¢s el delirio de Hamlet sea todo lo que le pasa por la cabeza a este pr¨ªncipe del siglo XXI, empachado de m¨²sicas y pel¨ªculas y series m¨¢s que de lecturas, poco antes de caer envenenado por la espada de Laertes.
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