?Manolo, la radio!
?Hace diez a?os ya! Como se dec¨ªa antes, el tiempo pasa sin sentir. Diez a?os desde que tomamos estas fotos que guardo en una caja, a la espera de que llegue el d¨ªa en que esa otra yo en que me he de convertir en 2009, m¨¢s ordenada, clasifique este caos de papeles y fotos. Diez a?os desde que sali¨¦ramos de Washington Square los cuatro excursionistas: Isabel Garc¨ªa Lorca, sobrina del poeta, que a¨²n viv¨ªa en University Place; John Healy, entonces su marido; Antonio, el m¨ªo, y quien esto escribe. La gran sorpresa que ofrece la ciudad a los primerizos es que no hace falta recorrer muchos kil¨®metros para encontrarse con el campo, al contrario, la naturaleza es una fuerza tan poderosa en Am¨¦rica que estoy segura de que si los habitantes de Manhattan abandonaran la ciudad tan s¨®lo por un mes, animales y vegetaci¨®n se apoderar¨ªan de la isla, convirtiendo el asfalto en hierba salvaje y los edificios en madrigueras para mapaches, osos, marmotas y hurones. Dos manhatte?os, Isabel y John, nos iban a ense?ar uno de los orgullos de todo neoyorquino, el espectacular cambio de color de la hoja en oto?o. A un lado y a otro de la carretera, del amarillo al rojo sangre, estaban presentes todas las tonalidades ocres. El viaje, aunque espectacular en s¨ª, ten¨ªa un destino: visitar la tumba del patriarca de los Lorca, don Federico. El cementerio se llamaba, se llama, Gate of Heaven (la puerta del cielo); el lugar hac¨ªa justicia a un nombre tan lleno de esperanza. En un gran prado verde se suced¨ªan las l¨¢pidas de forma armoniosa, como favoreciendo el reposo sosegado de los muertos, sin un asomo del dramatismo que ensombrece en ocasiones los cementerios espa?oles. Con la ayuda de un gu¨ªa encontramos a nuestro hombre. En la piedra estaban grabados su nombre, tan inequ¨ªvocamente espa?ol, y las fechas que enmarcaban su vida, 1859-1945. Isabel se afan¨® en colocarle el ramo de flores y guardamos silencio, la una, entregada a reflexiones ¨ªntimas, los dem¨¢s, a considerar c¨®mo la violencia pol¨ªtica puede cambiar la vida de un anciano que esperar¨ªa acabar sus d¨ªas en la vega granadina y los termin¨® dando paseos por el parque de Riverside, a orillas del Hudson. He buscado las fotos de aquel d¨ªa porque esta semana me refugi¨¦ de la locura navide?a leyendo un libro que llen¨® mi mente de recuerdos. Recuerdos de lo le¨ªdo y de lo vivido. Hablo de Lo que en nosotros vive, las memorias de Manuel Fern¨¢ndez Montesinos, sobrino de Lorca, hijo de Concha, esa mujer valiente que sac¨® adelante a sus hijos llevando sobre sus hombros dos desgracias implacables: el asesinato de su hermano y el asesinato de su marido, alcalde de Granada, en los primeros meses de la guerra. Digo que el libro me trae recuerdos de lo le¨ªdo porque dialoga y se relaciona con otras memorias de la familia: Federico y su mundo, de Francisco, hermano del poeta, y Recuerdos m¨ªos, de Isabel, la hermana. Todos ellos dan cuenta de un universo familiar ¨²nico, del famili¨®n que resiste las p¨¦rdidas gracias a un amor s¨®lido de abuelos, t¨ªos, amigos, un amor que se respira por todas las p¨¢ginas, a veces asfixiante, siempre protector y con una cualidad que les diferenciaba del resto de la humanidad, fuera americana o espa?ola. Las p¨¢ginas en las que Fern¨¢ndez-Montesinos narra su infancia y adolescencia en Nueva York son impagables. El ni?o, que ignora casi todo sobre las razones de su orfandad porque sus mayores creen que a las criaturas hay que mantenerlas al margen de los detalles escabrosos, comienza a desvelar el misterio gracias a un profesor americano, que le muestra el nombre del padre muerto en un volumen de las obras teatrales del poeta. Ese ni?o, que de puertas para afuera se hace neoyorquino, de puertas para adentro disfruta del mundo acotado del inmigrante: toros, salmonetes, higos chumbos, coplas y un batall¨®n de amigos del exilio espa?ol. Ese chaval que se convierte en traductor de los adultos, m¨¢s torpes o ignorantes de la nueva lengua. El detalle m¨¢s conmovedor del libro lo protagoniza el abuelo, don Federico, que llama a gritos al nieto, "?Manolo, la radio!", para que le traduzca las noticias que en Every hour on the hour dan del avance de las tropas aliadas en la Segunda Guerra Mundial. El nieto toma nota para que no se le escape un detalle y el abuelo se enfada a veces con ¨¦l porque le impacienta la lentitud de los buenos. El abuelo, que subido al barco que les llevar¨ªa a tierras americanas pronunci¨® una frase ya c¨¦lebre, "no quiero volver a pisar este jod¨ªo pa¨ªs", cumpli¨®, aunque no fuera del todo sincero, el deseo expresado. Su tumba es todo un s¨ªmbolo all¨ª, en aquel otro mundo. El libro, dec¨ªa, me trae tambi¨¦n recuerdos de lo vivido, de ese barrio lorquiano, cercano a Columbia, que es el m¨ªo parte del a?o y, por ¨²ltimo, de un librillo que plane¨¦ escribir y que fue el motivo de la visita a la tumba del padre.
El viaje, en el oto?o de Nueva York, ten¨ªa un destino: visitar la tumba del patriarca de los Lorca
Quer¨ªa contagiar el entusiasmo que sent¨ª por ese poeta al que la tragedia convirti¨® en joven eterno
En aquel libro que nunca escrib¨ª quer¨ªa contagiar a los lectores j¨®venes el entusiasmo juvenil que yo sent¨ª por ese poeta al que la tragedia convirti¨® en joven eterno. Pero percib¨ª que m¨¢s que expertos Lorca tiene propietarios, as¨ª que no me atrev¨ª a entrar en huerto ajeno. No importa, siguiendo su rastro, cu¨¢nto disfrut¨¦. Y, como ven, a¨²n disfruto.
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