La muerte imparable
Hasta hace 20 minutos ten¨ªa 14 a?os y se llamaba Ra¨²l. Estaba parado en la esquina de su casa, charlando con dos amigos. Un coche apareci¨® muy lentamente por el final de la calle llena de gente. Cuando estuvo a su altura, dos hombres -ni j¨®venes ni viejos, ni guapos ni feos, nunca nadie ve nada en Ciudad Ju¨¢rez- se bajaron y apuntaron sus armas sobre ¨¦l. Un tiro, dos, tres...
Ahora ya no tiene 14 a?os ni se llama Ra¨²l. S¨®lo es el ¨²ltimo muerto de esta ciudad maldita donde el ¨²nico negocio que florece es el de las funerarias. Un tiro, dos, tres... As¨ª hasta 25. Los perros ladrando. El padre de Ra¨²l escuchando los disparos, bajando a la calle, descubriendo justo lo que el presentimiento le iba diciendo al o¨ªdo. Su hijo de 14 a?os, estudiante de secundaria, desplomado entre la acera y un Ford Thunderbolt de color crema. Con la cabeza destrozada a balazos.
Un tiro, dos, tres... As¨ª hasta 25. Se llamaba Ra¨²l y ten¨ªa 14 a?os
Seg¨²n el propio presidente de M¨¦xico, m¨¢s de la mitad de la polic¨ªa "no es recomendable"
La muerte aqu¨ª es una herramienta de trabajo, de poder, de advertencia
La situaci¨®n lleg¨® al l¨ªmite. "o combat¨ªamos a los 'narcos' o les entreg¨¢bamos el pa¨ªs"
Los perros no han dejado de ladrar ni la gente ha abandonado la calle. J¨®venes muchachos de la edad del difunto siguen charlando y comiendo helados mientras los agentes van poniendo un tri¨¢ngulo amarillo por cada casquillo encontrado. Veinticinco tri¨¢ngulos amarillos. Ninguno a m¨¢s de dos metros de distancia de donde est¨¢ el cad¨¢ver. Un fusilamiento perfecto. Ni la vieja chapa del Ford color crema ni las paredes de la calle Calexico han resultado da?adas. Ra¨²l quiso huir, pero le dieron caza. Con la misma precisi¨®n que a sus dos amigos, que yacen al final de la calle, tambi¨¦n rodeados por la curiosidad y los tri¨¢ngulos amarillos.
Un hombre joven fuma dentro del cord¨®n policial. Es el padre de Ra¨²l. Ni siquiera llora. S¨®lo fuma, un cigarro tras otro. Le cuenta al reportero sus ¨²ltimos 20 minutos. Que escuch¨® los disparos. Que baj¨® atropelladamente temi¨¦ndose lo peor. Que se encontr¨® a su hijo as¨ª:
"Como ning¨²n padre querr¨ªa ver nunca a su hijo. H¨¢gase cargo. Ten¨ªa 14 a?os, estudiaba secundaria...".
El parte, fr¨ªo, escueto, que un funcionario municipal redactar¨¢ horas despu¨¦s sobre la "triple ejecuci¨®n" hablar¨¢ de un joven "que en vida respond¨ªa al nombre de Ra¨²l Alberto Rubio Ochoa". Tiene raz¨®n. Los muertos no tienen nombre. No desde luego en Ciudad Ju¨¢rez, donde este s¨¢bado de febrero escogido al azar ser¨¢n ocho los j¨®venes asesinados por las oscuras mafias de la droga. Ocho. No son demasiados; tres d¨ªas despu¨¦s morir¨¢n 21. Ni demasiado j¨®venes; una semana m¨¢s tarde caer¨¢n seis ni?os bajo los disparos de tipos que siempre tienen tiempo de huir. Ocho muertos son s¨®lo ocho l¨ªneas en cualquier peri¨®dico mexicano. S¨®lo si el muerto respond¨ªa en vida a un nombre famoso -un general condecorado o el jefe de un cartel principal- o si las causas de su muerte resultaron extraordinarias -lo cocinaron despu¨¦s de asesinarlo o lo ejecutaron tras construir un t¨²nel para pasar droga...-, s¨®lo entonces puede optar el difunto al raro honor de un titular en la portada de un peri¨®dico nacional. Un pa¨ªs donde el narcotr¨¢fico se lleva por delante a m¨¢s de 6.000 personas al a?o -m¨¢s de 16 cada d¨ªa- no tiene m¨¢s remedio que ir apilando tanto sufrimiento en la fosa com¨²n de las medias columnas, un peque?o trozo de papel escondido en una p¨¢gina par de un peri¨®dico de provincias. O hace eso -sin indagar por qu¨¦ mataron a Ra¨²l, casi un ni?o, sin investigar por qu¨¦ su padre baj¨® las escaleras con el presentimiento envenen¨¢ndole el aliento- o se arriesga a perder la sonrisa para siempre.
Al primer muerto del s¨¢bado lo mataron entre Marte y Saturno, una esquina a medio asfaltar de la colonia Sat¨¦lite.
La llamada se produjo a las 9.45. Una ambulancia de la Cruz Roja corri¨® al lugar. Luego, los polic¨ªas municipales. Luego, los estatales. Luego, los federales. Luego, el Ej¨¦rcito. Aseguraron la calle. Un agente en cada esquina. Con sus rifles Ak-47, sus AR-5, sus rev¨®lveres en la mano, sus chalecos antibalas, sus pasamonta?as, su tensi¨®n que se huele... Su miedo.
- Pero si ya ha pasado todo.
- No siempre. A veces vuelven a por el cad¨¢ver.
- ?Qui¨¦nes?
- Unas veces, sus amigos. Otras, sus rivales.
- ?Para qu¨¦?
- Qui¨¦n sabe. Unas veces, para rematarlos. Otras, los montan en las camionetas y se los llevan. Nunca aparecen. Es muy extra?o.
El polic¨ªa municipal que habla parece nervioso. Es un tipo bajito, mal uniformado. La canana que lleva alrededor del cintur¨®n est¨¢ medio vac¨ªa. Un cartucho s¨ª, uno no. Todav¨ªa hoy muchos polic¨ªas tienen que pagar de su bolsillo la munici¨®n que gastan. Y si por la ma?ana no llegan pronto al reparto de los escasos chalecos antibalas, deben salir a patrullar a cuerpo gentil, un blanco perfecto. El polic¨ªa municipal va de un lado para otro. Apunta en una peque?a libreta los nombres de todos los que, polic¨ªas o no, rebasan por un motivo u otro el cord¨®n de seguridad. No llega a cruzar palabra con los agentes de otros cuerpos. Es una constante de Ciudad Ju¨¢rez. Nadie se f¨ªa de nadie. Menos aqu¨ª, un lugar tristemente c¨¦lebre por las decenas de mujeres que fueron asesinadas sin que a¨²n hoy se conozcan los motivos ni los culpables. Hay adem¨¢s datos muy claros de que el narcotr¨¢fico tiene voluntades compradas entre los polic¨ªas, entre los jueces, entre los pol¨ªticos, entre los periodistas. Las miradas dicen: sabemos a qui¨¦n pertenece tu uniforme, pero no a qui¨¦n perteneces t¨². No es nada personal. S¨®lo cuesti¨®n de supervivencia. La noche anterior, cuando el reportero llega al aeropuerto de Ciudad Ju¨¢rez, dos agentes federales lo esperan a pie de avi¨®n. Han recibido la orden de escoltarlo durante el fin de semana, integrarlo en una de las patrullas de fuerzas especiales que recorren d¨ªa y noche la ciudad en busca de sicarios. Pero cuando va a abandonar el aeropuerto, dos soldados le piden que abra la maleta y la mochila en la que transporta el ordenador port¨¢til. Uno de los federales trata de aliviar el tr¨¢mite y se dirige al militar:
- No se preocupe, oficial, viene con nosotros.
- Claro que s¨ª. Pero tiene que abrir el equipaje.
- Pero
- Tiene que abrir el equipaje.
Nada personal. S¨®lo eso: nadie se f¨ªa de nadie. ?O no es por los aeropuertos de M¨¦xico, y bajo la supervisi¨®n de agentes de la ley, por donde toneladas de droga y sustancias qu¨ªmicas ilegales entran en el pa¨ªs? La escena se repite dos o tres veces durante el fin de semana. Cada vez que el patrullero pasa por un puesto de control militar, los soldados lo paran y lo revisan como si se tratara de un veh¨ªculo particular. O tal vez m¨¢s.
- ?Ad¨®nde se dirigen?
- Vamos a instalar un control de carros robados a dos kil¨®metros de aqu¨ª.
- Correcto. B¨¢jense y abran la cajuela.
El polic¨ªa abre el maletero. El soldado mete la cabeza, casi olfatea el interior. Ni hay tensi¨®n ni deja de haberla. Los soldados no sonr¨ªen. Los federales tampoco. Es una guerra extra?a la que vive M¨¦xico. Las bajas se cuentan por decenas, todos los d¨ªas, como en cualquier guerra. Pero aqu¨ª no hay dos bandos. Hay muchos, y andan disfrazados.
- Est¨¢ bien. Pueden continuar.
Unos metros m¨¢s all¨¢, el federal que hoy conduce el patrullero - un joven simp¨¢tico que cita a los cl¨¢sicos- le explicar¨¢ al reportero por qu¨¦, aunque ¨ªntimamente les fastidie, obedecen a pie juntillas las instrucciones de los militares. Aparca el veh¨ªculo en el arc¨¦n, junto a la valla que delimita un dep¨®sito de veh¨ªculos. Parece uno de los muchos cementerios de autom¨®viles destinados a chatarra que afean la ya de por s¨ª poco agraciada Ciudad Ju¨¢rez. Pero no. Es distinto. Aqu¨ª vienen a parar los carros incautados al narcotr¨¢fico o sujetos, como parte de la prueba, a alg¨²n proceso judicial. Los hay nuevos y viejos. Lujosos -all¨¢ al final se ve una Hummer en aparente buen estado- y simples utilitarios. El agente se?ala un todoterreno, varado no muy lejos de la carretera. Tiene, como muchos otros, la chapa agujereada por los tiros gruesos de los rifles de asalto. Pero es distinto. Es un veh¨ªculo oficial, un patrullero de la polic¨ªa municipal. No le queda un trozo de chapa sano.
- ?Una emboscada de los narcos?
- No. Los militares ten¨ªan instalado un control. Les dieron el alto. Los polic¨ªas no quisieron parar. Los militares abrieron fuego. Los mataron a los dos.
Nada personal.
La una de la madrugada. Hotel Chulavista. Est¨¢ cortado por el mismo patr¨®n que los moteles americanos de carretera. Una recepci¨®n, un comedor y una serie de habitaciones alrededor de un aparcamiento. Ni bonito ni feo. Vulgar. Discreto. Hasta no hace mucho, un buen negocio. "Los que m¨¢s nos visitaban", explica el camarero, "eran puros gringos. Parejas que cruzaban desde El Paso, aparcaban el carro en la puerta de la habitaci¨®n y s¨®lo sal¨ªan un rato a cenar algo o a emborracharse a buen precio. Ya casi no viene ninguno. Les da miedo". Ciudad Ju¨¢rez y tambi¨¦n Tijuana, en la costa del Pac¨ªfico, constitu¨ªan las m¨ªticas fronteras donde la fiesta sin tregua -el alcohol, el juego, los clubes de alterne- atra¨ªa cada fin de semana a cientos de turistas norteamericanos. Nunca fueron ciudades exquisitas ni bendecidas por el Vaticano, pero s¨ª razonablemente seguras. De eso depend¨ªa el negocio. Ahora, muchos de los restaurantes ya han cerrado, los prost¨ªbulos s¨®lo atraen a clientes locales y desesperados, y la ¨²nica ruleta que gira d¨ªa y noche es a vida o muerte. El hotel Chulavista estaba pr¨¢cticamente desahuciado. Pero entonces llegaron los federales.
Las fuerzas especiales. Muchachos j¨®venes -casi ninguna mujer- procedentes en su mayor¨ªa de las filas del Ej¨¦rcito. Sus sueldos son bajos, pero para poder lucir ese uniforme azul han tenido que pasar exhaustivos ex¨¢menes de confianza, incluida la prueba del pol¨ªgrafo. Seg¨²n ha llegado a admitir Felipe Calder¨®n, el presidente de M¨¦xico, m¨¢s de la mitad de la polic¨ªa mexicana "no es recomendable". Hay casos, como el de Tijuana, donde se detect¨® que nueve de cada 10 polic¨ªas locales hab¨ªan sido comprados por el narcotr¨¢fico. Incluso entre los 11.000 federales reci¨¦n contratados, la mitad result¨® ser de moral distra¨ªda. Se supone que estos que ocupan el hotel Chulavista de Ciudad Ju¨¢rez pertenecen a lo mejor de cada casa, pero, por si acaso, sus jefes nunca le dicen por d¨®nde patrullar¨¢n cada noche o a qu¨¦ tipo de malandro van a intentar detener. Van y vienen de sus habitaciones al comedor uniformados al completo, chaleco antibalas incluido, y con el rifle AR-15 en bandolera. Sus mandos les dan el tiempo justo para comer algo y dormir un rato. El resto de la jornada lo emplean en recorrer la ciudad de cabo a rabo. Sus veh¨ªculos son camionetas pick-up de doble cabina. Ellos ocupan la parte de atr¨¢s, siempre de pie, con el dedo en el gatillo de sus armas y el pasamonta?as hasta la nariz. Vigilando, siempre vigilando.
- ?Nos vamos! Esta noche nos acompa?ar¨¢ un periodista espa?ol. Si hay suerte y detienen a alg¨²n delincuente, no me lo golpeen demasiado... H¨¢ganme ese favorzote, muchachos.
El oficial subraya la broma gui?ando el ojo detr¨¢s del pasamonta?as. Los muchachos se r¨ªen. Ser¨¢ el ¨²nico momento de relajaci¨®n en cinco horas. Las camionetas de los federales se sumergen en la noche de Ciudad Ju¨¢rez, cruzan a todo trapo avenidas casi vac¨ªas y se adentran por colonias polvorientas, sin pavimentaci¨®n, donde s¨®lo los perros con sus ladridos parecen reconocerlos. Al fondo se distinguen las luces de El Paso, al otro de lado de la frontera. El Paso es una de las ciudades m¨¢s seguras de Estados Unidos. Ciudad Ju¨¢rez, la m¨¢s violenta de M¨¦xico. En El Paso, como en toda la frontera, se venden armas de grueso calibre sin ning¨²n impedimento. Aqu¨ª se mata con ellas. Los polic¨ªas se adentran en una de las colonias m¨¢s peligrosas. Se sienten observados, por eso circulan sin luces, guiados por un agente local con un mapa y una linterna. El oficial comenta en voz muy baja:
- Esta noche vamos a hacer dos o tres cateos. Hemos recibido varios pitazos [chivatazos] sobre gente que podr¨ªa estar vendiendo droga y armas.
Llegan al primer objetivo. Empieza un baile muy bien ensayado que se repite en cada registro. Los agentes saltan de las cuatro camionetas. Unos corren hacia las esquinas para asegurar el trabajo de sus compa?eros y prevenir emboscadas. Los oficiales que van a penetrar en la casa -una especie de cortijo desvencijado- desenfundan sus armas cortas y quitan el seguro. Cada uno de ellos va escoltado por dos o tres compa?eros con rifles de precisi¨®n. El puntito rojo de la mira se pasea por una pared que supo de mejores tiempos. Un perro encadenado parece enloquecer. Sale un hombre a la puerta de la casa. Descalzo. Despeinado. La camisa por fuera del pantal¨®n.
- ?Alto! ?Federales!
El registro no dura m¨¢s de 10 minutos. No parece que el due?o de la casa sea un narcotraficante. Parece m¨¢s bien un n¨®mada inc¨®modo al que alg¨²n vecino quiere perder de vista denunci¨¢ndolo a la polic¨ªa. Hay ni?os por todos lados. Ni?os mal vestidos, ni?os canijos y sucios que juegan con juguetes rotos y que observan a los polic¨ªas con serenidad, como si ya los hubieran visto m¨¢s veces, como si formaran parte del juego al que est¨¢n predestinados a jugar. "Negativo. No hay nada, ?v¨¢monos!". La acci¨®n se repite dos veces m¨¢s. Dos cateos. Dos negativos. Ha sido una noche tranquila que ha terminado en empate. No han detenido a nadie, pero tampoco se ha reportado ninguna baja.
Vuelta a la base. Ma?ana ser¨¢ otro d¨ªa.
Dos horas despu¨¦s suena el tel¨¦fono de la habitaci¨®n. "Han encontrado a tres muchachos ejecutados en la puerta de una discoteca. ?Nos vamos!". La misma historia del d¨ªa anterior. La ambulancia. La polic¨ªa local. La polic¨ªa estatal. La polic¨ªa federal. El Ej¨¦rcito. Y esper¨¢ndolos a todos, sin inmutarse, la muerte.
Tres j¨®venes. Boca arriba. Cada uno con su raci¨®n de plomo. Se parecen al joven ultimado en la colonia Sat¨¦lite. Detallistas de la droga, camellos, narcomenudistas. Como mucho, aprendices de sicario. Clase de tropa. Carne de ca?¨®n. El perfil de las bajas del narcotr¨¢fico en M¨¦xico es el de j¨®venes captados por los distintos carteles de la droga que luchan entre s¨ª para afianzar su predominio en las plazas. No s¨®lo han muerto en la frontera con Estados Unidos. Tambi¨¦n en la que separa un antes y un despu¨¦s de la historia de la droga en M¨¦xico. Lo que hab¨ªa hasta ahora est¨¢ muy claro. Basta comprarse un CD de los Tigres del Norte o de los Tucanes de Tijuana para conocer las historias cotidianas del negocio o las leyendas de los grandes narcotraficantes como Amado Carrillo Fuentes, jefe hasta su muerte del cartel de Ju¨¢rez. Le llamaban El Se?or de los Cielos. De ¨¦l se dice que ten¨ªa una docena de Boeing 727 con los que introduc¨ªa coca¨ªna en Estados Unidos. La ¨¦pica de la frontera. Las reglas. El respeto. La complicidad de los gobernantes. T¨² hasta aqu¨ª y yo hasta all¨ª. Y como ¨²ltimo recurso, la muerte. La muerte como herramienta de trabajo, de poder, de advertencia.
Todo eso se acab¨® hace algo m¨¢s de un a?o. La versi¨®n oficial es que tantos a?os de complacencia con el crimen organizado hab¨ªan llegado a horadar los cimientos de la Rep¨²blica y amenazaban con privatizar el pa¨ªs en su beneficio. "Los se?ores de la droga ya estaban tocando las puertas de Los Pinos [la sede de la presidencia de la Rep¨²blica]", dice a media voz uno de los hombres m¨¢s poderosos de M¨¦xico. "O los combat¨ªamos o les entreg¨¢bamos el pa¨ªs. Ya eran due?os de algunos cuerpos enteros de polic¨ªa que trabajaban para ellos y no para los ciudadanos". El caso es que el presidente, Felipe Calder¨®n, toc¨® zafarrancho de combate. Hace de eso un a?o, dos meses y 7.000 muertos.
La furgoneta blanca del dep¨®sito de cad¨¢veres llega al lugar de la triple ejecuci¨®n. Se coloca junto a la ambulancia de la Cruz Roja. "El d¨ªa que m¨¢s miedo pas¨¦", comenta una enfermera del servicio de urgencias, "fue hace s¨®lo unos meses. Recibimos el aviso de que hab¨ªa un joven malherido tirado en la calle. Acababa de ser v¨ªctima de un ataque armado. Fuimos hacia all¨¢ y llegamos cuando todav¨ªa respiraba. No hab¨ªa tiempo que perder. Lo metimos en la ambulancia y salimos corriendo hacia el hospital. A medio camino se nos cruzaron dos furgonetas con los cristales oscuros. Bajaron tres o cuatro encapuchados, nos apuntaron en la cabeza al ch¨®fer y a m¨ª y nos dijeron que nos estuvi¨¦semos quietos. Fueron a la parte de atr¨¢s, sacaron al herido y le dieron el tiro de gracia en medio de la calle. Mira, te lo estoy contando y a¨²n se me eriza la piel. Antes de irse a¨²n tuvieron tiempo de amenazarnos. Nos dijeron que, por nuestro bien, la pr¨®xima vez no tuvi¨¦semos tanto inter¨¦s en llegar tan r¨¢pido...". Los dos grandes hospitales de la ciudad tambi¨¦n han sido escenario de irrupciones violentas de sicarios que buscaban rematar un trabajo mal terminado. En una ocasi¨®n, y en previsi¨®n de que eso sucediera, el juez coloc¨® a dos polic¨ªas custodiando la puerta de urgencias. Por si llegaban los sicarios.
Llegaron. Mataron a los dos polic¨ªas. Entraron en el hospital. Remataron al herido. Y se marcharon.
El jefe de la polic¨ªa cient¨ªfica se dirige a los muchachos de la furgoneta blanca:
- Ya os los pod¨¦is llevar.
Los curiosos le echan un ¨²ltimo vistazo. Certifican que los asesinados no son del barrio. De igual forma, unas horas antes, los vecinos de la colonia Sat¨¦lite juraron que el primer muerto del s¨¢bado -ch¨¢ndal azul celeste, manos atadas a la espalda con una cuerda amarilla- jam¨¢s hab¨ªa sido visto por all¨ª. Hay un testigo que dice haber observado c¨®mo arrojaban al muchacho del ch¨¢ndal desde un veh¨ªculo, todav¨ªa vivo, y lo remataban en el suelo.
- ?Y c¨®mo era el carro?
- No me acuerdo, jefe.
- ?Grande o peque?o?
- Normal.
- Y a ¨¦ste -dice el polic¨ªa se?alando al muerto- ?lo hab¨ªas visto antes por aqu¨ª?
- Nunca. No es de aqu¨ª.
El procurador general de la Rep¨²blica, Eduardo Medina Mora, maneja un dato estremecedor:
- Al 40% de los que mueren no los reclama nadie.
Fosas comunes. Esquinas de papel en los diarios. Y la batalla que no cesa. Todos los d¨ªas, el Gobierno de M¨¦xico distribuye una serie de comunicados -partes de guerra- que dan cuenta de la incautaci¨®n de armas, de la intervenci¨®n de droga, de la detenci¨®n de sicarios. Pero al d¨ªa siguiente, invariablemente, los noticieros hacen recuento de las bajas, y raro es el d¨ªa que no superan las dos cifras. Diez en Ciudad Ju¨¢rez. Cinco en Tijuana. Dos en Culiac¨¢n. Total: 17. Hay ciudades marcadas por la tragedia diaria. Suelen ser las sedes fronterizas de los antiguos carteles de la droga, hoy atomizados por las guerras entre s¨ª y por el embate del Estado, pero tambi¨¦n se producen bajas muy cerca del mar Caribe, a pocos metros de las palmeras y los hoteles de lujo. El goteo es continuo y, aun as¨ª, nunca faltan nuevos soldados dispuestos a morir.
La caravana de federales regresa al hotel Chulavista. Un sem¨¢foro en rojo. De pronto, como surgido de la nada, un joven se acerca corriendo. Dos federales lo apuntan con sus armas. El muchacho parece muy nervioso. Discute con los polic¨ªas del primer veh¨ªculo, que finalmente acceden a que suba con ellos. La caravana aborta el regreso a la base y se dirige ahora, a toda prisa, a una colonia cercana. Al parecer, el muchacho ha sido v¨ªctima de un robo. Unos j¨®venes le han quitado su veh¨ªculo a punta de pistola. Pero mientras regresaba a su casa, a pie y asustado, ha cre¨ªdo ver a uno de los asaltantes meterse en una casita de una planta, como casi todas las de Ciudad Ju¨¢rez. Los federales llegan al lugar indicado. Se bajan de las camionetas y rodean el inmueble. Mientras tres agentes, acompa?ados del denunciante, entran en la casa, otros aseguran la zona y revuelven en la basura. La operaci¨®n es r¨¢pida. Los que han entrado en la casa salen con el sospechoso agarrado del cuello. La v¨ªctima lo ha reconocido. Los polic¨ªas que se quedaron en la puerta tambi¨¦n tienen su bot¨ªn. Acaban de encontrar las matr¨ªculas del veh¨ªculo sustra¨ªdo. El interrogatorio se hace en caliente. La madre del muchacho sale a la puerta y le pide al oficial, con una sonrisa en la boca:
"No sea malito, jefe, no me lo golpeen".
El muchacho delata a un c¨®mplice, y ¨¦ste a otro, y el tercero habla de un tal? El veh¨ªculo es por fin recuperado. Casi al alba. Los polic¨ªas se muestran exultantes, aunque el paisaje de fondo no es muy alentador. Chavales que manejan pistolas, roban coches, merodean por las calles sin asfalto en busca de su pr¨®xima v¨ªctima. El 40% de los muchachos de Ciudad Ju¨¢rez ni estudia ni trabaja. Una buena parte s¨®lo espera su turno de matar o morir. Su sue?o es un carro del a?o, un buen rev¨®lver con las cachas de oro. Muchos mueren as¨ª, con el sue?o de que un cantante famoso de narcocorridos le dedique una letra bien chingona a cada uno de ellos.
La patrulla regresa al hotel. Ya se divisa el alba cuando la voz del comandante da un nuevo parte:
"Se acaba de recibir un aviso. Han encontrado el cuerpo calcinado de un hombre encima de un contenedor de basuras. Dir¨ªjanse a la calle...".
El octavo muerto de este fin de semana tampoco tendr¨¢ nombre.
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