Carne de Bacon
El estilo es un don y tambi¨¦n es una trampa, un amaneramiento. Francis Bacon pintaba a veces cuadros estremecedores y otras veces echaba mano a los automatismos del estilo para pintar un bacon, con la previsible dosis de exasperaci¨®n visual y de formas retorcidas en las que el color de la carne humana es el de la materia org¨¢nica a la venta en una carnicer¨ªa o rezumando sangre sobre el m¨¢rmol o el aluminio de un dep¨®sito de cad¨¢veres. "En ¨²ltimo extremo, todos somos carne", dec¨ªa, usando la palabra meat, que en ingl¨¦s se aplica a la carne sacrificada y comestible de animal, por oposici¨®n a flesh, que es la otra carne, la del cuerpo humano y el deseo. Incluso en la vejez la piel de Bacon ten¨ªa una cualidad blanda y rosada de carne cruda que est¨¢ en muchas de las figuras de sus cuadros y que se adivina en sus autorretratos, sobre todo en uno que yo vi el otro d¨ªa en el Museo del Prado, un tr¨ªptico que viene del Metropolitan de Nueva York. El fondo negro es el de los autorretratos m¨¢s confesionales de Rembrandt y Goya. Las tres caras semejantes son tres fogonazos sucesivos, con una mirada que pasa de la aceptaci¨®n al remordimiento de la desgana de confrontar los ojos con los del espejo a la angustia que hace que falte el aire y que se respire con la boca entreabierta. Me compr¨¦ una postal de ese tr¨ªptico y ahora lo tengo delante de m¨ª mientras escribo. En la cara hay como hinchazones y manchas viol¨¢ceas de golpes recibidos pasivamente. Bacon pint¨® este autorretrato en 1979, a los setenta a?os, cuando a¨²n manten¨ªa un aire juvenil que se fue volviendo un poco siniestro y decr¨¦pito seg¨²n pasaba el tiempo, seg¨²n su pintura tend¨ªa cada vez menos al desarmado desgarro de quien se enfrenta al lienzo como a un pozo del alma y m¨¢s a la reiteraci¨®n de lo ya muy frecuentado, lo inmediatamente reconocible por los admiradores, lo que acaban de trivializar las reproducciones. Le pregunto por la exposici¨®n del Prado a un amigo que ya ha ido a verla y me cuenta que ha comprobado que Bacon ya no le gusta tanto como antes. De m¨¢s joven Bacon era uno de sus pintores; ahora le gusta mucho m¨¢s Mark Rothko, que cuando era joven le cansaba. Quiz¨¢s a m¨ª me pasar¨¢ lo mismo. Cuando uno es joven lo obvio le apasiona, le permite la seguridad de una conmoci¨®n indiscutible. Me acuerdo que vi cuadros de Bacon por primera vez en 1992, en la primera exposici¨®n que organiz¨® la galer¨ªa Marlborough al instalarse en Madrid. Un poco despu¨¦s abri¨® el Museo Thyssen y all¨ª estaba, en las salas del siglo XX, un Estudio de George Dyer ante un espejo que lo dejaba a uno sin aliento aunque lo hubiera visto en reproducciones: nada preparaba para el impacto de la escala, del rigor cl¨¢sico de la composici¨®n, del br¨ªo furioso del trazo y las delicadezas del color. Uno comprend¨ªa que la ¨²nica manera de mirar un cuadro sin enga?arse es tenerlo de verdad delante de los ojos; y que si, como dicen, poes¨ªa es aquello que se pierde al ser traducido, pintura es lo que desaparece en una reproducci¨®n.
Incluso en la vejez la piel de Bacon ten¨ªa una cualidad blanda y rosada de carne cruda que se adivina en sus autorretratos
Voy al Prado con la intriga de descubrir cu¨¢l va a ser mi reacci¨®n, paseando en la ma?ana de domingo por un Madrid en el que la gente se ha echado en masa a la calle por la llegada s¨²bita de la primavera. Ingresar en las tinieblas de Bacon pudiendo haberse quedado disfrutando del Bot¨¢nico o de las arboledas del paseo del Prado requiere un esfuerzo de la voluntad. Los cedros, los almeces, los casta?os en los que ya apuntas los copos tiernos de las hojas, los almendros florecidos, son obras maestras del reino vegetal no menos admirables que las de la pintura. Ingresar a media ma?ana en las galer¨ªas tenebrosas de Bacon es como internarse en un t¨²nel. Algunas personas escuchan las audiogu¨ªas como si estuvieran recibiendo por tel¨¦fono desde muy lejos instrucciones secretas sobre el significado de los cuadros. Viniendo del resplandor de la calle las pupilas tardan un poco en adaptarse a una luz m¨¢s escasa. Acabo de entrar y estoy casi seguro de que Bacon no va a gustarme. No me gusta nada lo primero que veo, la primera pintura que le dio fama, las Tres figuras para el pie de una Crucifixi¨®n. Lo que m¨¢s me repele es precisamente lo que hace a?os me hubiera parecido m¨¢s admirable: la inquietante monstruosidad de esas criaturas que no se sabe lo que son, gritos de bocas carn¨ªvoras en caras sin ojos y cuellos que parecen brazos y acaban en pu?os como cabezas de reptiles. El horror es tan demasiado visible como en una laboriosa descripci¨®n de H. P. Lovecraft.
Entonces veo algo que me toma por sorpresa: un cuerpo masculino de espaldas, desnudo, musculoso, sumariamente dibujado, adentr¨¢ndose en algo que pueden ser unos cortinajes o la cortina de una ducha o el umbral tenebroso de algo; despu¨¦s unas figuras de hombres con trajes oscuros, solitarios, acodados como en escritorios de cavernosas oficinas o en barras de bares oscuros, con telones como de terciopelos venecianos, esperando algo, mirando, con caras de autoridad en las que hay un matiz de farsa, caras f¨¢cilmente confundidas con m¨¢scaras, con una plasticidad de goma pegajosa, enmarcados por l¨ªneas que forman vol¨²menes de cubos que pueden ser jaulas y tambi¨¦n referencias al ilusionismo antiguo de la perspectiva. He de observar cada cuadro igual de cuidadosamente que mi reacci¨®n ante ¨¦l, no dejarme llevar por el desagrado, no distraerme, no enga?arme. Como preve¨ªa, las variaciones sobre el papa Inocencio X de Vel¨¢zquez ya me hacen muy poca impresi¨®n: puestos a dar miedo, m¨¢s que las bocas deformes de los papas de Bacon me da la cara de inquisici¨®n y astucia que retrat¨® Vel¨¢zquez.
Pero cuando ya me ganaba la decepci¨®n vuelvo a emocionarme: ahora la figura enjaulada y aullando con una crudeza en las facciones que viene de las pinturas negras de Goya es un chimpanc¨¦ pintado en 1955, con azules y negros, con una anatom¨ªa torturada y humana que apenas se distingue de las sombras del fondo. Un chimpanc¨¦, un perro, un babuino: en los animales cautivos de Bacon hay m¨¢s tragedia verdadera y tal vez m¨¢s misericordia que en sus despojos de reses colgadas de ganchos de matadero, que en sus cuerpos humanos sometidos a la amputaci¨®n y al retorcimiento, a una tortura que tiene algo tan administrativo como los cat¨¢logos de aberraciones de Sade. Me seducen inesperados violetas y verdes, rosas tiernos, azules lisos, negros de una profundidad de veladuras tenebristas. Una silueta negra que puede ser el fantasma de George Dyer al pie de una escalera contiene una tremenda sugesti¨®n de desgracia. Una figura sentada en un retrete es un icono de los tiempos modernos y una afirmaci¨®n espl¨¦ndida del arte de pintar. No hay que fiarse de Bacon: justo cuando uno est¨¢ a punto de darlo por sabido salta con un zarpazo y uno descubre que sigue siendo vulnerable. La cara triple de su autorretrato me sigue mirando desde un lado de la mesa.
www.museodelprado.es
Francis Bacon. Edificio Jer¨®nimos. Museo del Prado. Madrid. Hasta el 19 de abril.
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