Desde las trincheras
Como otras guerras, la de 1914 comenz¨® en Francia casi como una fiesta y deriv¨® en una gran tragedia. As¨ª lo cuenta Gabriel Chevallier, combatiente en aquella contienda, quien plasm¨® sus vivencias en un relato impactante, 'El miedo', considerado un alegato antibelicista. De este libro, que se publica ahora en Espa?a (Acantilado), se reproducen varios extractos
Un trueno en el cielo sereno de la ?le-de-France. El rayo cae en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
?Prioridad! El tel¨¦grafo funciona sin cesar por razones de Estado. Las oficinas de correos transmiten telegramas cifrados con car¨¢cter de "urgente".
En todos los Ayuntamientos se pone el anuncio. Los primeros gritos: "?Hay un anuncio!". La gente en la calle se atropella, echa a correr.
Los caf¨¦s se vac¨ªan, y tambi¨¦n los almacenes, los cines, los museos, los bancos, las iglesias, los pisos de soltero; las comisar¨ªas se vac¨ªan.
Toda Francia est¨¢ delante del anuncio y lee: "Libertad, Igualdad, Fraternidad - Movilizaci¨®n general".
Toda Francia, alzada de puntillas para ver el anuncio, apretujada, fraternal, chorreante de sudor bajo el sol que la aturde, repite: "La movilizaci¨®n", sin entender.
Cuando se ha visto la guerra como yo la he visto, uno se pregunta: "?C¨®mo se puede aceptar una cosa as¨ª?"
Percib¨ªamos en las miradas de los heridos ese atisbo de locura de quienes han vislumbrado la muerte
Una voz entre la multitud, como un petardazo: "?Es la guerra!".
Entonces Francia empieza a arremolinarse, se lanza a trav¨¦s de las avenidas demasiado estrechas, a trav¨¦s de los pueblos, a trav¨¦s de los campos: la guerra, la guerra, la guerra...
(...) Los centinelas delante de sus garitas tricolores presentan armas. Los alcaldes ci?en sus bandas. Los prefectos se ponen sus uniformes. Los generales hacen acopio de su genio. Los ministros, muy emocionados, muy preocupados, se ponen de acuerdo. ?La guerra, lo nunca visto!
(...) Los militares adquieren una gran importancia y se sonr¨ªen ante las exclamaciones. Los oficiales de carrera se dicen: "Ha sonado la hora. ?Se acab¨® el pudrirse en los grados subalternos!".
En las hormigueantes calles, los hombres, las mujeres, del brazo, inician una gran far¨¢ndula ensordecedora, sin sentido, porque es la guerra, una far¨¢ndula que dura una buena parte de la noche que sigue a ese d¨ªa extraordinario en el que se ha pegado el anuncio en las paredes de los ayuntamientos.
La cosa comienza como una fiesta.
(...) Algunas mujeres lloran. ?Es el presentimiento de una desgracia? ?Son los nervios?
?La guerra!
Todo el mundo se prepara para ella. Todo el mundo va a ella.
?Qu¨¦ es la guerra?
Nadie sabe nada de ella...
La ¨²ltima data de hace m¨¢s de cuarenta a?os. Sus escasos testigos, a los que distingue una medalla, son unos ancianos que chochean, que los j¨®venes reh¨²yen y que estar¨ªan mejor en Los Inv¨¢lidos. (...) Es cierto que, tras haber agitado Europa por nuestra turbulencia durante siglos, nos hemos vuelto pac¨ªficos al envejecer. Pero cuando se nos busca, se nos encuentra... ?Hay que ir a la guerra, la suerte est¨¢ echada! ?No hay miedo, se ir¨¢! Seguimos siendo los franceses de siempre, ?o no?
Los hombres son imb¨¦ciles e ignorantes. De ah¨ª les viene su miseria. En lugar de reflexionar, se creen lo que les cuentan, lo que les ense?an. Eligen jefes y amos sin juzgarlos, con un gusto funesto por la esclavitud. Los hombres son unos mansos corderos. Es lo que hace posible los ej¨¦rcitos y las guerras. Mueren v¨ªctimas de su est¨²pida docilidad.
Cuando se ha visto la guerra como yo la acabo de ver, uno se pregunta: "?C¨®mo se puede aceptar una cosa as¨ª? ?Qu¨¦ tratado de fronteras, qu¨¦ honor nacional puede legitimar semejante cosa? ?C¨®mo se puede maquillar de ideal lo que es simple bandidaje, y obligar a admitirlo?".
Se dijo a los alemanes: "?Adelante con la guerra lozana y alegre! ?Nach Par¨ªs y Dios sea con nosotros, por una Alemania m¨¢s grande!". Y los buenos alemanes pac¨ªficos, que se lo toman todo en serio, se movilizaron para la conquista, se convirtieron en bestias feroces.
Se dijo a los franceses: "Nos atacan. Es la guerra del derecho y de la revancha. ?A Berl¨ªn!". Y los franceses pacifistas, los franceses que no se toman nada en serio, interrumpieron sus enso?aciones de peque?os rentistas para ir a batirse.
Y lo mismo ocurri¨® con los austriacos, los belgas, los ingleses, los rusos, los turcos y a continuaci¨®n los italianos. En una semana, veinte millones de hombres civilizados, ocupados en vivir, en amar, en ganar dinero, en labrarse un futuro, han recibido la consigna de interrumpirlo todo para ir a matar a otros hombres. Y esos veinte millones de individuos han aceptado esta consigna porque se los hab¨ªa convencido de que tal era su deber.
Veinte millones, todos de buena fe, todos de acuerdo con Dios y con su pr¨ªncipe... Veinte millones de imb¨¦ciles... ?Como yo!
O mejor dicho, no, yo no cre¨ª en ese deber. Ya a los diecinueve a?os no pensaba que hubiera la menor grandeza en hundirle un arma en la tripa a un hombre, en alegrarme de su muerte.
Pero fui igualmente.
?Porque hubiese sido dif¨ªcil actuar de otro modo? No es ¨¦sta la verdadera raz¨®n, y no debo presentarme mejor de lo que soy. Fui en contra de mis convicciones, aunque de buen grado; no para batirme, sino por curiosidad: para ver.
Por mi conducta, me explico la de muchos otros, sobre todo en Francia.
La guerra lo trastorn¨® todo en unas pocas horas, extendi¨® por doquier esa apariencia de desorden grata a los franceses. Parten sin odio, pero atra¨ªdos por una aventura de la que cabe esperar cualquier cosa. Hace muy buen tiempo. La verdad, esta guerra cae muy oportunamente a comienzos del mes de agosto. Los modestos empleados son sus m¨¢s encarnizados defensores: en vez de quince d¨ªas de vacaciones van a tener varios meses, a costa de Alemania, para visitar el pa¨ªs.
(...) En Berl¨ªn, los que han provocado esto aparec¨ªan en los balcones de los palacios, en uniforme de gala, en la pose en que conviene que sean inmortalizados los conquistadores famosos.
Los que lanzan sobre nosotros a dos millones de fan¨¢ticos, armados de ca?ones de tiro r¨¢pido, de ametralladoras, de fusiles de repetici¨®n, de granadas, de aviones, de qu¨ªmica y de electricidad, resplandecen de orgullo. Los que han dado la se?al de la masacre sonr¨ªen ante su gloria pr¨®xima.
(...) En Par¨ªs, los que no han sabido evitar eso, y a los que sorprende y sobrepasa, y que comprenden que los discursos ya no bastan, se agitan, se consultan, aconsejan, preparan a toda prisa comunicados tranquilizadores, y lanzan a la polic¨ªa contra el fantasma de la revoluci¨®n. La polic¨ªa, siempre en activo, se l¨ªa a pu?etazos con sus semejantes que no son lo bastante entusiastas.
En Bruselas, en Londres, en Roma, los que se sienten amenazados hacen la suma de todas las fuerzas presentes, un c¨¢lculo de probabilidades, y eligen un bando.
Y millones de hombres, por haber cre¨ªdo lo que ense?an los emperadores, los legisladores y los obispos en sus c¨®digos, manuales y catecismos, los historiadores en sus historias, los ministros en la tribuna, los profesores en los colegios y la gente de bien en sus salones, millones de hombres forman reba?os sin cuento que unos pastores con galones conducen al matadero, al son de la m¨²sica.
En unos pocos d¨ªas, la civilizaci¨®n es aniquilada. En unos pocos d¨ªas, los jefes han fracasado. Pues su papel, el ¨²nico importante, era justamente evitar eso.
Si no sab¨ªamos ad¨®nde ¨ªbamos, ellos, al menos, hubieran tenido que saber ad¨®nde conduc¨ªan a sus naciones. Un hombre tiene derecho a comportarse como un idiota en su propia manera de actuar, pero no respecto a la de los dem¨¢s.
(...) Fuimos a primera l¨ªnea a comienzos de septiembre, durante una tarde tranquila y bastante fresca. El sistema de trincheras se extend¨ªa en una profundidad de ocho a diez kil¨®metros, pero vagamos durante toda la noche, con nuestras mochilas a la espalda, extravi¨¢ndose la cabeza de la columna constantemente en las innumerables bifurcaciones que se abr¨ªan ante nuestros gu¨ªas (...) Los refugios, de dimensiones y de formas variadas, abiertos en los flancos de la tierra, ofrec¨ªan un curioso espect¨¢culo. Pero lo que llamaba sobre todo la atenci¨®n en esas instalaciones improvisadas era que los materiales utilizados para su establecimiento eran ya simples desechos y restos de serie: viejas maderas, viejas armas, viejos utensilios de cocina. Los combatientes, desprovistos de todo, ingeni¨¢ndoselas, hab¨ªan llegado a esta industria b¨¢rbara. Algunos instrumentos de hierro resultaban ¨²tiles para cualquier necesidad, y la vida se ve¨ªa reducida a las condiciones m¨¢s elementales, como en las primeras edades del mundo.
(...) A trav¨¦s del enredijo de las alambradas se percib¨ªa, a menos de cien metros, un talud parecido parecido al nuestro, silencioso, como abandonado, punteado sin embargo de ojos y de puntos de mira que nos vigilaban. El otro ej¨¦rcito estaba all¨ª, agazapado, conteniendo la respiraci¨®n para sorprendernos, y amenaz¨¢ndonos con sus m¨¦todos, sus artefactos y el convencimiento de su fuerza.
(...) Tuve un extra?o despertar al d¨ªa siguiente. Un monstruo met¨¢lico me rozaba, amenazando con triturarme: vi enormes bielas y recib¨ª un chorro de vapor. Yo estaba tumbado sobre el balastro de una v¨ªa f¨¦rrea, un tren blindado pasaba junto a mi cabeza.
Recuerdo que hab¨ªa dejado la columna durante la marcha nocturna y terminaba la etapa subido a un furg¨®n. Al haber llegado despu¨¦s de los otros, y sin saber d¨®nde refugiarme, me hab¨ªa acostado sobre la v¨ªa, debajo de un puente que me resguardaba de la lluvia, sin pensar que pod¨ªa venir hasta all¨ª una locomotora.
Tras escapar a este peligro, mir¨¦ a mi alrededor. Mi batall¨®n ocupaba unos refugios en el talud y yo encontr¨¦ f¨¢cilmente a mi escuadra.
El ca?oneo hab¨ªa adquirido una amplitud extraordinaria; rug¨ªan de todas partes piezas invisibles y el tren blindado no tard¨® en aturdirnos. Pasaban aviones muy bajos, revoloteando por debajo de las nubes grises.
(...) Por doquier gran agitaci¨®n. El ataque se hab¨ªa desencadenado hac¨ªa horas. En los pueblos y caminos camuflados, la caballer¨ªa, disimulada, estaba lista para lanzar un ataque.
Salvando el talud, llegu¨¦ a los bosques de alrededor. ?stos estaban llenos de hombres, en espera de su turno para obedecer las ¨®rdenes. Decididamente, ¨¦ramos muchos. Pero hab¨ªa que dar tiempo a los otros, en el frente, de asestar los primeros golpes, abrir brechas por las que pudiera penetrar el ej¨¦rcito. Del ¨¦xito de nuestros hermanos de armas depender¨ªa nuestra propia suerte. La jornada transcurri¨® en una ansiosa expectativa, sin novedades. Circularon rumores: el ataque avanzaba, la artiller¨ªa hab¨ªa sido enganchada. El no saber nada nos desesperaba y nuestra inmovilidad nos parec¨ªa de mal ag¨¹ero. Sab¨ªamos ya que no nos ser¨ªa tan f¨¢cil llegar a Douai.
Distribuyeron entre nosotros granadas de mano del tipo de mango de raqueta: un cajet¨ªn de hojalata fijado a un palo de madera, que se cebaba tirando de un cordel, y terminada en una anilla de cortina. Esta anilla se sal¨ªa del clavo que la reten¨ªa y se balanceaba a libertad: semejante invento me aterr¨® y me negu¨¦ a tocar los dos artefactos que me alargaba el cabo. Decidi¨® sujetarlos ¨¦l mismo a lo alto de mi mochila, sobre la manta.
Finalmente, nos lanzamos hacia delante. Tras el monte Saint-?loi, el campo de batalla, invadido por la bruma y las humaredas, descend¨ªa delante de nosotros en suave pendiente. Distingu¨ªanse a lo lejos unas llamaradas rojas, y se o¨ªa un ruido terrible, punteado por las diab¨®licas ametralladoras. Era all¨ª adonde nos dirig¨ªamos, inquietos y silenciosos. El ver a los heridos nos puso m¨¢s sombr¨ªos todav¨ªa. Estaban cubiertos de lodo, sin el equipo, como fugitivos, muy p¨¢lidos, y nosotros percib¨ªamos en sus miradas ese atisbo de locura que era resultado de haber vislumbrado la muerte. Se retiraban en grupos gemebundos, apoy¨¢ndose los unos en los otros, y no pod¨ªamos apartar la vista de la mancha blanca de los ap¨®sitos, con partes sucias de sangre. La sangre segu¨ªa goteando de ellos, se?alaba su paso. Luego pasaron unas camillas silenciosas, de las que pend¨ªan unas manos p¨¢lidas y crispadas. Cuatro enfermeros transportaban a hombros a un pobre desgraciado que hab¨ªa perdido un brazo, que mostraba los m¨²sculos al vivo, deshilachados. Lanzaba unos gritos espantosos, con la cara vuelta al cielo cubierto, como para avergonzar a Dios.
El capit¨¢n circul¨® entre nosotros:
-?Hay que tener agallas, muchachos! Parece que el casco protege y que ha salvado ya la vida a muchos hombres.
(...) Fuimos a parar a una carretera obstruida por un l¨ªo de acarreos. Nos cruzamos con unos extra?os volquetes, llenos de restos endurecidos que se recortaban contra una nube y que reconocimos con un: ?Fiambres!... Se retiraba as¨ª del frente a los de la ma?ana, las primeras oleadas de la ofensiva irresistible que pateaba delante de nosotros. Estaban limpiando el campo de batalla. Un tipejo dijo: ?Menuda organizaci¨®n la de la secci¨®n de coches f¨²nebres!... El cargamento de cada volquete supon¨ªa el duelo de quince familias.
El miedo. Ediciones Acantilado. Fecha de publicaci¨®n: 27 marzo. Precio: 22 euros.
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