La serpiente
La casa de Kafka en Praga era en realidad un cuartito, yo lo visit¨¦, y me asombr¨® que un escritor tan grande pudiese caber dentro de una habitaci¨®n tan peque?a. Ya dec¨ªa Randy Newman que la gente peque?a tiene manos peque?as, pies peque?os, corazones peque?os y, en fin, vidas peque?as. Por otro lado, uno no se imagina a Kafka a la puerta de una villa frente al lago Como, rodeado de perros afganos. Los escritores no tienen m¨¢s importancia que su escritura y, al parecer, sus huesos. La muerte despliega, tarde, un extra?o entusiasmo por unos seres invisibles que no reclaman nada de sus patrias y cuyas patrias, a cambio, y con educaci¨®n exquisita, ignoran. Los escritores pueden suicidarse, internarse en un manicomio o morir de viejos con las pantuflas puestas, pero en general viven sin hacer ruido y s¨®lo son obligados a regresar a la casa de lo com¨²n cuando ya no pueden defenderse. Entonces aparecen las placas en las fachadas de los inmuebles que habitaron, las banderas sobre sus f¨¦retros, y se les obliga a aceptar (por fin, con todos los gastos pagados) un billete de vuelta desde cualquiera de sus m¨²ltiples exilios.
"Los escritores no son faraones, ni hay nada en sus tumbas. Ya han sido"
Virginia Wolf ten¨ªa la mala costumbre de meterse en los r¨ªos con los bolsillos llenos de piedras. All¨¢ ella. La literatura no pide permiso para ser, ni para dejar de ser. Pero en alg¨²n lugar se guarda la camisa blanca de Larra como un tesoro. A Borges tambi¨¦n quer¨ªan darle el ¨²ltimo paseo para obligarle a desfilar de abanderado de alguna de esas patrias que no son la casa de ning¨²n escritor vivo o muerto. Las palabras se juntan para salvar su propia vida, y as¨ª la literatura se convierte en su propio asunto, y para serlo deserta voluntariamente de todo lo dem¨¢s, incluida la madre que nos pari¨®. Las ¨²ltimas novelas de Beckett pasan por encima de los nombres evit¨¢ndolos como si fueran fantasmas. La literatura rusa, en cambio, le regala a cada personaje tres nombres, que es como borrarlos todos. Dicen que Thomas Pynchon se encontr¨® con Thomas Pynchon en Central Park y ni lo salud¨®. Me consta que Salinger quem¨® su propia casa para librarse de ella y tal vez de todos sus libros. Cuando muere un escritor s¨®lo puede ser reclamado por un lector, aquel que, seg¨²n Borges, es el hombre destinado a sus s¨ªmbolos. Dubl¨ªn recuerda a Joyce puntualmente, pero en realidad es Joyce quien se ha bebido a Dubl¨ªn. Los escritores mueren mal porque viven mal, o no mueren porque no han vivido. Lo que se ha escrito le pertenece a un escritor y a su se?ora, es decir, su lector, la vecindad no tiene nada que reclamarle a quien no ha pedido nada. A quien no ha causado modificaciones apreciables en la fachada.
En las peque?as habitaciones en las que se escribe no cabe m¨¢s que uno. En las ventanas, casi nunca hay flores.
A Edgar Allan Poe lo acusaron de ser disc¨ªpulo de los rom¨¢nticos alemanes y contest¨®: "El horror no llega de Alemania, llega del alma".
Un escritor es una causa de a uno, sin m¨¢s himno que su propio murmullo. Los escritores no son faraones, ni hay nada en sus tumbas. Ya han sido. La infancia de Benet ya tiene due?o, el padre de Rulfo ya ha hablado. Cuando vuelvas a Viena, no preguntes por m¨ª. La arrogancia de a?adirse a lo que ya se ha escrito se castiga con la muerte y el silencio. Y est¨¢ bien que as¨ª sea. No despertemos despu¨¦s a la serpiente. Entre nosotros, los escritores, nos caemos bien, porque tenemos un miedo parecido, porque tambi¨¦n hemos llamado a un r¨ªo Misisipi, sabiendo que exager¨¢bamos. No pretendemos amontonar mucha m¨¢s simpat¨ªa, pero podemos pedir, que no exigir, que dejen nuestros huesos tranquilos.
El billete m¨¢s bonito que he visto ten¨ªa la cara de Saint-Exup¨¦ry, pero no era m¨¢s que dinero, creo recordar que veinte francos.
El avi¨®n de Exup¨¦ry todav¨ªa vuela, y sus restos mortales a¨²n no los ha encontrado nadie.
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