Po¨¦tica de los escaparates
Un rasgo decisivo distingue a la librer¨ªa independiente de la sucursal de una cadena: la variedad tentadora y cuidadosa de sus escaparates. Cuando estoy en Madrid casi cada d¨ªa paso delante de una de esas sucursales y me basta un vistazo para confirmar la diferencia. No hay amor a los libros, no hay una inteligencia detr¨¢s de su disposici¨®n: tan s¨®lo un amontonamiento desganado de los dos o tres ¨¦xitos masivos de la temporada, apilados como mercanc¨ªas al por mayor, si acaso en compa?¨ªa de alg¨²n cartel promocional. Nadie va a descubrir nada ni a llevarse ninguna sorpresa mirando ese escaparate: parece que se aspira a ofrecer un producto de venta tan garantizada como la hamburguesa de un McDonald's. Claro que un libro, entre otras cosas, tambi¨¦n es una mercanc¨ªa, y que un librero es un comerciante honorable que aspira, como todo el mundo, a ganarse la vida con su trabajo, y a que ¨¦ste sea, a ser posible, como quer¨ªa Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, un trabajo gustoso. Pero en esos escaparates se ve que no ha existido ni trabajo gustoso ni amor por los libros, ni siquiera la sensibilidad pl¨¢stica que hace tan atractivas las caminatas por la ciudad. A uno, por afici¨®n y por oficio, le gustan los escaparates de las librer¨ªas, pero tambi¨¦n los de casi cualquier negocio en el que las cosas tengan algo de ofrecimiento y de tentaci¨®n, de muestra de la variedad y la abundancia del mundo. Las cosas son gozosamente tangibles, pero hay un cristal que nos separa de ellas; o no hay cristal pero la timidez o el decoro nos mantienen a una cierta distancia, a no ser que estemos en uno de esos negocios generosos en los que se nos permite examinar de cerca y tocar con las manos lo que no vamos a llevarnos: un puesto callejero de libros, una fruter¨ªa.
El cristal del escaparate puede ser una ventana a otros tiempos, a otros mundos. En Nueva York, en los d¨ªas polares de invierno, cuando es de noche a las cuatro de la tarde y uno camina por las calles encogido contra el viento, chapoteando en el barro de la nieve medio derretida o temiendo escurrirse en una l¨¢mina de hielo, los escaparates de los grandes almacenes resplandecen con im¨¢genes de playas del Caribe y maniqu¨ªes con trajes de ba?o o vestidos y sandalias de verano. Detr¨¢s del vidrio del escaparate, que nuestro aliento llena de vaho si miramos muy cerca, parece que est¨¢ el aire c¨¢lido del tr¨®pico y la sensualidad de los cuerpos tendidos al sol, como en los carteles de las agencias de viajes. L''invitation au voyage de Baudelaire es un espejismo inmediato y urgente de maniqu¨ªes medio desnudas, cocoteros de pl¨¢stico y fotograf¨ªas a todo color: aunque parezca inconcebible, hay lugares en los que en ese mismo momento de nuestra noche invernal y anticipada hace sol y no existe el fr¨ªo. El escaparate es un paisaje tan ut¨®pico como los de aquellas jugueter¨ªas lujosas en las que mir¨¢bamos los trenes el¨¦ctricos atravesando t¨²neles en monta?as nevadas de cart¨®n, llegando a estaciones en miniatura que ten¨ªan la sugesti¨®n duplicada de lo inaccesible: lugares a los que nunca ¨ªbamos a ir, trenes que los Reyes Magos, con su obstinada mezquindad, nunca iban a traernos. En una novela tan luminosamente escrita como infectada de vileza, Madrid, de Corte a Checa, Agust¨ªn de Fox¨¢, se?orito fascista que pose¨ªa sin embargo el talento de mantener los ojos abiertos, contrapone, en el Madrid de v¨ªsperas de Reyes de 1936, los vendedores callejeros de juguetes humildes para los pobres, voceando su mercanc¨ªa en las aceras -sillitas de madera, peponas de cart¨®n, pelotas de goma "para el nene y la nena"- con los escaparates opulentos de las jugueter¨ªas para los ni?os ricos, con autos de pedales y grandes casas de mu?ecas.
Yo me he pasado la vida embobado delante de los escaparates. La imagen que refleja el cristal ha ido cambiando, y el ni?o de otro tiempo y el adolescente de aire at¨®nito y ce?o sombr¨ªo es un hombre de mediana edad y pelo gris que siempre me toma por sorpresa, pero la actitud debe de ser muy parecida: una curiosidad ilusionada, una cierta incredulidad ante tanta maravilla inagotable, ante la tentaci¨®n y el capricho de lo inesperado. Encontrar lo que uno iba ya buscando sin duda es una satisfacci¨®n, pero yo agradezco m¨¢s el regalo de la casualidad que me abre a la perspectiva de aquello con lo que no contaba. Iba una ma?ana de septiembre por una calle soleada de Copenhague, haciendo tiempo antes de salir hacia el aeropuerto, y en el escaparate de una librer¨ªa de segunda mano vi los tomos rojos con letras doradas de las memorias del duque de Saint Simon, que Proust amaba tanto, y que en Espa?a es probable que s¨®lo haya le¨ªdo enteras Pere Gimferrer. En una de esas incomparables librer¨ªas de Par¨ªs vi la portada de un libro editado en el formato alargado y austero de Actes-Sud, y aunque no me sonaba el nombre del autor me llam¨® la atenci¨®n el t¨ªtulo: Par- del¨¤ le crime et le ch?timent, de Jean Am¨¦ry. Empec¨¦ a leerlo all¨ª mismo y literalmente dio un vuelco mi idea de la literatura y de la historia del sigloXX. La poes¨ªa delicada de los escaparates se sostiene sobre un fundamento de econom¨ªa progresista: en Inglaterra, en los tiempos de capitalismo de pillaje inaugurados por Margaret Thatcher, se suprimi¨® el acuerdo nacional sobre el precio del libro y en poco tiempo las librer¨ªas independientes hab¨ªan sido aniquiladas por la insolente agresividad comercial de las grandes cadenas. Hace diez a?os, mi barrio de Nueva York todav¨ªa estaba punteado de hermosas librer¨ªas, algunas de novedades, otras de segunda mano, y siempre era un gusto ir caminando por Broadway una ma?ana de sol y detenerse a ver escaparates. Ahora, entre la Calle Sesenta y Seis Oeste y la Universidad de Columbia hay tres enormes Barnes & Noble, con sus escaparates id¨¦nticos de novedades apiladas. Es verdad que en Barnes & Noble uno puede tomarse tranquilamente un caf¨¦ y encontrar mucha literatura y mucha poes¨ªa, m¨¢s all¨¢ de los expositores privilegiados de best sellers, pero el deleite de mirar en un escaparate un despliegue de cosas sorprendentes o peregrinas, retrato de las preferencias individuales de un librero que es tambi¨¦n un lector, ha desaparecido.
No me resisto a las novedades de la tecnolog¨ªa; tampoco creo necesario adoptar una genuflexa reverencia hacia ellas, como la de aquellos primitivos de la pel¨ªcula de Tarz¨¢n que se prosternaban medrosamente ante un fon¨®grafo o una carabina. Compro por Internet libros que de otro modo no encontrar¨ªa y curioseo con gusto p¨¢ginas a veces remotas que me dan pistas para descubrirlos, y supongo que con el tiempo alguna forma de lectura electr¨®nica se volver¨¢ mucho m¨¢s com¨²n. Pero el encuentro con la literatura, su mezcla de azar y de b¨²squeda, su lenta paciencia, sus caminos sinuosos, se empobrecer¨¢n irreparablemente si desaparecen los libreros con vocaci¨®n y las librer¨ªas, que ahora est¨¢n m¨¢s en peligro que los libros en s¨ª. Para reconocerme de verdad como lector necesito el espejo ambiguo de sus escaparates.
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