Unas manos que aletean
Hay que acumular ya unos cuantos miles de kil¨®metros a las espaldas para atreverse a comparecer en los Jardines de Sabatini en solitario y con una cuartilla min¨²scula como toda documentaci¨®n. El entorno resultar¨ªa imponente para cualquiera -la fachada norte del Palacio al fondo, la C¨¢mara Alta en un costado, la anochecida calurosa en un Madrid orgullosamente enfebrecido-, pero a estas alturas no parece probable que el pianista de cabecera de Fernando Trueba se ponga nervioso bajo ninguna circunstancia. Despu¨¦s de medio siglo (y suma s¨®lo 55 primaveras) sentado frente al teclado blanquinegro, no parece que el miedo esc¨¦nico figure entre las mayores de sus preocupaciones. Anoche, tampoco.
El pianista Michel Camilo escoge sobre la marcha, seg¨²n lo que le pida el cuerpo
Cuando no tiene necesidad de consensuar el repertorio con nadie, Michel Camilo dice escoger sobre la marcha, en funci¨®n de lo que le pida el cuerpo y las pulsiones que perciba entre las (no muy c¨®modas) butacas. Si necesita alg¨²n calentamiento previo antes de entrar en faena, lo disimula muy bien: arranc¨® con una descarga latina en toda regla, de ¨¦sas en las que las manos desarrollan un aleteo tan desaforado y fren¨¦tico que se dir¨ªa fruto de un milagro que acierten a sonar las teclas correctas. Virtuosismo por la v¨ªa r¨¢pida, le llaman a estas cosas.
Al p¨²blico le seducen estas exhibiciones, bien es verdad. Hab¨ªa que abonar una cifra muy respetable, entre 36 y 45 euros, por disfrutar de un se?or a palo seco frente a un Steinway, pese a lo cual se agotaron las tres cuartas partes del aforo. El piano resisti¨® las embestidas del pianista. Pero en ocasiones hay algo de veleidoso, de profundamente intrascendente, en ese agitar acelerado de unos dedos ¨¢giles, muy ¨¢giles. M¨¢s all¨¢ del br¨ªo, el tarareo ensimismado y la pirotecnia t¨¢ctil queda la sensaci¨®n de que Camilo no inventa gran cosa en el jazz latino, no aporta mucho m¨¢s que ese brillante despliegue de habilidad manual. Una virtud muy socorrida para tener contentos a los amigos como colof¨®n en las fiestas de la alta sociedad.
La soledad tiene estas cosas. Sin un Horacio el Negro, por ejemplo, que le arrope con el calor de sus baquetas, Camilo da en alg¨²n momento la sensaci¨®n de estar dejando pasar la hora y media de rigor. Que luego espera la cena con Sergi Arola, los hermanos Trueba y dem¨¢s integrantes del equipo habitual.
El hombre que urdi¨® una parte sustancial de Calle 54 se trae ahora entre manos otro proyecto audiovisual junto a su director fetiche. Fernando Trueba debut¨® en la direcci¨®n musical filmando aquel concierto de 1994 que ha permanecido celosamente guardado durante estos tres lustros, hasta que a la vuelta del verano vea la luz bajo el t¨ªtulo de Caribe. Sucedieron cosas importantes, emocionantes, aquella velada, dice Camilo; en la de anoche, la aut¨¦ntica emoci¨®n no compareci¨® hasta el Adi¨®s Nonino de Piazzolla y el Giant steps de Coltrane, ya en los bises.
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