Vivir entre ratones
A los postres de una comida que organizaban los libreros del libro antiguo, Ian Gibson me pregunt¨® si en Nueva York ya hab¨ªamos entablado relaci¨®n con escritores de esta parte del mundo. Le dije que no, con esa sensaci¨®n de pesadumbre que se te queda cuando se supone que ya debieras haber metido la cabeza en los c¨ªrculos de tu oficio. No es la primera persona que me lo pregunta. Otras, dan por supuesto que mi vida aqu¨ª est¨¢ sometida a una insoportable agenda de eventos culturales. En realidad, si reflexiono sobre cu¨¢les son mis amigos en Madrid, tampoco hay un porcentaje alto de personas relacionadas con la literatura. ?Por qu¨¦ un escritor debe ser amigo de otros escritores? ?Mejora esa relaci¨®n la calidad de lo que escribe? No hay nada m¨¢s democr¨¢tico que la ficci¨®n: de las pel¨ªculas o los libros puede hablar cualquiera, porque la ficci¨®n, aunque a veces sea compleja, est¨¢ escrita para cualquiera Pero a lo que ¨ªbamos, ?claro que tengo amigos en Nueva York! Y comparto conversaciones llenas de creatividad y, a veces, de esa literatura que a¨²n no ha sido escrita. No me importa el oficio de mis amigos. No soy gregaria y siempre he pensado que las camarillas merman la originalidad. De todo esto hablaba el otro d¨ªa con mi amigo argentino Pablo Jercog, un f¨ªsico brillante de s¨®lo treinta y dos a?os que forma parte del equipo de Eric Kandel, el premio Nobel de Ciencia en 2000 por sus investigaciones sobre c¨®mo se almacena la memoria. Pablo me contaba, moviendo el dedo entre el espacio que dejaba un plato con pizza y las cervezas, de qu¨¦ forma los ratoncitos con los que trabaja le dan informaci¨®n valiosa sobre por qu¨¦ recordamos el espacio en el que nos movemos, el conocido y el desconocido, de qu¨¦ forma intervienen las emociones en esos recuerdos. Le pregunto a Pablo si es el profesor Kandel el que decide realizar un experimento en particular. Me dice que no, que es ¨¦l mismo quien tiene que imaginar los juegos que le propone a sus ratoncillos. El jefe, finalmente, tiene que dar el visto bueno a un trabajo del que tal vez salga algo revelador (o no). Un experimento puede durar un a?o y ser exitoso, o ser un fracaso. Me parece fascinante, le digo. Todo el mundo da por hecho que la imaginaci¨®n es algo que s¨®lo interviene en procesos art¨ªsticos. Se les supone a los artistas una mente m¨¢s original, m¨¢s arriesgada. Pero Pablo me asegura que el componente imaginativo es fundamental para un cient¨ªfico. ?Existe la inspiraci¨®n! Le digo que me muestre a sus roedores y una ma?ana temprano cogemos el metro que nos lleva al hospital Presbiteriano, donde se encuentra su laboratorio. A esas horas, el metro se llena de viajeros que van al hospital: enfermeras, m¨¦dicos, pacientes, investigadores de primera fila, todos, sufriendo esa suciedad subterr¨¢nea que convierte a Nueva York en la ciudad del tercer mundo que a veces es. Cientos de personas entrando en esa mole hospitalaria donde se muere, se cura, se investiga. Lo primero que me sorprende es la precariedad del despacho, sin ventanas, con aire entre de taller, trastero y oficina p¨²blica cochambrosa. Recuerdo esa pregunta que tantas veces se les hace a los escritores, "?c¨®mo es el espacio en el que escribe?". ?ste es el espacio tan poco inspirador en el que dos cient¨ªficos, mi amigo Pablo y su compa?ero indio, tienen que calentar su imaginaci¨®n a diario. Ahora nos vestimos de verde de pies a cabeza para entrar en la ratonera. Cientos de ratoncillos chupando agua, comiendo, mordi¨¦ndose las orejas unos a otros. "Son muy agresivos", me cuenta, "las ratas son cari?osas, s¨®lo atacan cuando se ven en peligro, pero los ratones en cuanto te descuidas te clavan un diente. Con los ratones no es habitual establecer ning¨²n tipo de relaci¨®n, pero yo he empezado a comprobar que si acaricio a mi rat¨®n un rato todos los d¨ªas, a la semana sale ¨¦l solito de la jaula y viene a mi mano. A m¨ª me compensa trabajar con un animalito que no est¨¦ estresado, me ahorra tiempo, porque el rat¨®n, si est¨¢ tranquilo, comienza a trabajar para ti desde el principio". "?Ellos saben que est¨¢n trabajando?", le pregunto. "Claro, me dice, y saben que se llevar¨¢n su galleta de chocolate". El rat¨®n sin nombre llega a un peque?o escenario de aire teatral, con un gran cortin¨®n negro. En los diminutos electrodos que tiene en la cabeza, Pablo le enchufa un cable conectado al ordenador en el que vemos reflejado su recorrido f¨ªsico y su actividad cerebral, que es mayor cuando se acerca a la comida, por ejemplo. El ratoncillo coronado como un peque?o rey se vuelve loco corriendo en un c¨ªrculo que parece un espacio circense. A la cabeza me vienen todos los dibujos de la Warner Brothers. Me pongo a cantar: "Taratatata tatat¨¢ tatat¨¢". Nos re¨ªmos. Al terminar, pronunciamos la frase m¨¢s c¨¦lebre de nuestra infancia: "?Esto es todo, esto es todo, esto es todo, amigos!". "Le contar¨¦ a Kandel tu visi¨®n del asunto", me dice Pablo, "le divertir¨¢". "C¨®mo es posible", le pregunto, "que me puedas explicar de manera tan sencilla algo tan sofisticado". "Bueno", dice, "una de nuestras obligaciones es escribir los experimentos para que puedan ser entendidos por cualquiera". Dios m¨ªo, por qu¨¦ no estar¨¢n sometidos a esta disciplina los expertos literarios: ?a qu¨¦ viene tanta arrogancia?
No hay nada m¨¢s democr¨¢tico que la ficci¨®n porque, aunque sea compleja, est¨¢ escrita para cualquiera
El componente imaginativo es fundamental para un cient¨ªfico. ?Existe la inspiraci¨®n!
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