"Raros" de la literatura cubana
El pasado a?o cumpli¨® cuatro siglos Espejo de paciencia, de Silvestre de Balboa -el poema ¨¦pico que marca el "kil¨®metro 0" de la literatura de Cuba-, y la efem¨¦ride me hizo pensar en algunos buenos escritores que ha dado la isla. No en los consagrados, sino en otros menos conocidos, que bien podr¨ªan etiquetarse como "raros" por la singularidad de sus obras o por las circunstancias en que las hicieron.
El primero que me vino a la mente fue Ezequiel Vieta. Cuando le¨ª, siendo un adolescente, la primera parte de su novela Pailock el prestidigitador (1966), alucin¨¦ con las peripecias del h¨¦roe, un mago de vodevil que hace desaparecer a Asmania, su esposa y ayudante, y al no poder devolverla al escenario, emprende un ins¨®lito viaje en su b¨²squeda. Vieta era un aut¨¦ntico raro: un tipo fuera de lo com¨²n desde casi todo punto de vista, y su literatura, rica en alegor¨ªas y en transgresiones formales, era tan ¨²nica como ¨¦l mismo.
Cuando a fines de los a?os 1980 la editorial Letras Cubanas public¨® la saga completa de Pailock -"nuestro Ulises" en 500 p¨¢ginas de letra microsc¨®pica-, el responsable de la edici¨®n me coment¨®: "Es monumental, pero a¨²n no s¨¦ si se trata de la obra de un genio o de un loco". A la distancia, creo que las variantes no eran excluyentes. La narrativa de Vieta es siempre desconcertante, e incluso cuando abord¨® temas como el compromiso del intelectual con la revoluci¨®n (Vivir en Candonga) o la leyenda de Che Guevara (Mi llamada es), lo hizo sin renunciar a su est¨¦tica provocadora y personal. Las autoridades culturales tem¨ªan a sus ocurrencias, porque nada pone tan nervioso al totalitarismo como la espontaneidad. Recuerdo que una vez, en una velada literaria, Vieta declar¨® que hab¨ªa d¨ªas en que se despertaba amando mucho a Fidel. Y acto seguido, para estupor general y regocijo de parte del p¨²blico, a?adi¨®: "Pero otros, lo odio profundamente".
Otro raro por antonomasia fue Ar¨ªstides Fern¨¢ndez, un pintor que muri¨® en 1934, poco despu¨¦s de cumplir 30 a?os, sin haber hecho nunca una exposici¨®n. A causa de su penosa situaci¨®n econ¨®mica, ten¨ªa que preparar personalmente los pigmentos que usaba, y eso le caus¨® la muerte por envenenamiento. Al fallecer, dej¨® en su estudio un reducido n¨²mero de ¨®leos y dibujos que forman parte de lo m¨¢s renovador de la pl¨¢stica cubana de esa ¨¦poca. Y tambi¨¦n diecisiete narraciones cortas que tienen poca relaci¨®n, por su car¨¢cter expresionista, on¨ªrico y fant¨¢stico, con la literatura de sus contempor¨¢neos.
Lezama Lima, amigo del joven y admirador de su pintura, lo dio a conocer como escritor al difundir algunos de esos relatos en las revistas Espuela de Plata y Or¨ªgenes. Cuentos como La mano y La cotorra que, tal vez por pudor, Fern¨¢ndez nunca intent¨® publicar, han aparecido desde entonces en diversas antolog¨ªas por su extra?eza y sus -cito a Lezama- "crujidos de leves sarcasmos y sombr¨ªas rebeld¨ªas".
En la literatura cubana del exilio tambi¨¦n hay creadores con el cada vez m¨¢s infrecuente don de no parecerse a nadie. El m¨¢s notorio es Lorenzo Garc¨ªa Vega, el benjam¨ªn del grupo Or¨ªgenes, autor de Los a?os de Or¨ªgenes, No mueras sin laberinto, El oficio de perder y otras obras. Sali¨® de La Habana en 1968 y, despu¨¦s de vivir en Madrid, Nueva York y Caracas, termin¨® radic¨¢ndose en Miami, un lugar que, seg¨²n su experiencia, puede volver microsc¨®pica a la gente. Su vocaci¨®n cubista, su sintaxis desafiante y su peculiar concepci¨®n del acto de escribir lo convierten en un poeta y narrador casi fantasmag¨®rico, dif¨ªcil de vincular con un estilo o movimiento.
Ganador en 1952 del Premio Nacional de Literatura, portero de Gucci en Manhattan y bag boy de la cadena de supermercados Publix en Miami, Garc¨ªa Vega ha sido quiz¨¢s el m¨¢s persistente de nuestros autores; un "no-escritor" -seg¨²n su autodefinici¨®n- al¨¦rgico a la far¨¢ndula literaria, un hueso a veces duro de roer (de leer) hasta para los avezados.
Fuera y dentro de la isla han existido otros raros. Un caso notable es el de Guillermo Rosales, autor de Boarding Home (una peque?a obra maestra publicada en Espa?a como La casa de los n¨¢ufragos), quien destruy¨® buena parte de sus in¨¦ditos y se suicid¨® en 1993, a los 47 a?os. Rosales padeci¨® con dolorosa intensidad la dureza del exilio -pas¨® sus ¨²ltimos a?os en precarios asilos psiqui¨¢tricos- y el estigma editorial que sufr¨ªan (?peco de optimista al escribir este verbo en pasado?) los escritores cubanos de Miami.
Serafina N¨²?ez tambi¨¦n califica en este selecto club. Durante su juventud, sus versos fueron celebrados por Juan Ram¨®n Jim¨¦nez (quien, seg¨²n las malas lenguas, se chifl¨® con su belleza) y por Gabriela Mistral (?le pasar¨ªa lo mismo?). Pero desde 1959 fue borrada del mapa literario, durante m¨¢s de tres d¨¦cadas, por la cultura oficial. Un buen d¨ªa, Serafina "resucit¨®" y muchos lectores descubrimos su existencia y los poemas intimistas que hab¨ªa escrito para las gavetas, tercamente, ajena a reclamos de ¨ªndole pol¨ªtica. De paso por Miami en 2001, la poetisa octogenaria rest¨® importancia, desde su silla de ruedas y con fina iron¨ªa, a su largo ostracismo, atribuy¨¦ndolo al surgimiento de una legi¨®n de creadores j¨®venes y a la mala memoria de los autores y cr¨ªticos contempor¨¢neos suyos.
Insuficientemente valorados o ignorados por inc¨®modos, relegados por envidias o por tejemanejes pol¨ªticos, y en el mejor de los casos reconocidos tard¨ªa o p¨®stumamente, estos y otros autores-islas resultan insoslayables en un recuento de cuatrocientos a?os de historia literaria. Y son delicias para lectores gourmets.
Antonio Orlando Rodr¨ªguez (Ciego de ?vila, Cuba, 1956) gan¨® en 2008, con su novela Chiquita (Alfaguara y Punto de Lectura), el Premio Alfaguara.
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