C?RCULO
Siete palabras: "Un trabajo limpio. Sin riesgos, sin testigos".
De ma?ana, cuando un mensajero lo despert¨® para conducirlo hasta el macelo, sus piernas temblaban. Supuso que Weiss hab¨ªa descubierto su juego con Claudia y que iba a cortarle la lengua. Fue por eso que, al recibir el dinero y la direcci¨®n a la que deb¨ªa acudir para cumplir el encargo, experiment¨® un inmenso alivio.
La Walther consuela. El miedo lastima menos con una pistola por compa?¨ªa. Atento a la conducci¨®n piensa en Claudia, en el amor clandestino que ambos alimentan desde hace tiempo, flirteando con la muerte como funambulistas ciegos, jug¨¢ndose el pellejo cada viernes en un cuartucho de las afueras.
Cercado por la nostalgia aparca a dos manzanas de su destino y alcanza los cigarrillos. Confirmada la serenidad del semblante en el retrovisor, cierra el coche y se concede un pitillo. En pocos minutos alcanza el portal. Huele a gas butano. En el patio interior, sentado en una silla de tijera, un hombre dormita. Se escuchan ronquidos sincopados, ni?os imitando la furia de apaches hambrientos. Una erecci¨®n lucha por imponerse en sus pantalones. Son el catastro de olores, sonidos e im¨¢genes que recapitular¨¢ en la ducha una hora despu¨¦s, cuando se arranque de la piel los ¨²ltimos gestos de la v¨ªctima.
Con una ganz¨²a abre la puerta. Antes de penetrar deja que transcurra medio minuto. Entonces se quita los zapatos y aspira repetidas veces por la nariz, hasta sentir un leve mareo. Nadie en el recibidor. Avanza acostado sobre la pared, las piernas separadas, la Walther en la diestra y la mano libre cerrada en forma de pu?o. Asomando la mirada al ¨¢ngulo recto que el pasillo forma, descubre tres huecos, dos a su izquierda y el ¨²ltimo a la derecha. Al fondo, el ba?o. La cocina est¨¢ vac¨ªa. En el fregadero, restos de comida. Regresa al pasillo. La erecci¨®n es ya inc¨®moda. Tampoco en el sal¨®n hay suerte. Encendido aunque sin volumen, el televisor muestra a j¨®venes apuestos que anuncian perfumes. Las ventanas est¨¢n abiertas. Al hombre que dormita en camiseta se le ha unido un perro. La puerta del ¨²ltimo hueco est¨¢ cerrada, as¨ª que aguza el o¨ªdo pero no oye nada. Tomando aliento golpea con brutalidad, plant¨¢ndose en mitad de la estancia, el arma apuntando al frente como una pr¨®tesis siniestra. En el dormitorio reina el caos. El papel de las paredes ha sido arrancado, hay una estanter¨ªa volcada, las lunas del armario est¨¢n rotas. Un rayo de luz se filtra por la claraboya del techo hasta mecerse en un espejo, donde vibra como la cuerda quebrada de un viol¨ªn. La erecci¨®n ha desaparecido.
Atada de pies y manos a la cama, desnuda, el cr¨¢neo al cero, los pechos quemados con colillas y sobre la tenue l¨ªnea de los labios una mordaza de cinta aislante, Claudia -la bella, la fragante, la dulc¨ªsima ni?a-, con la cruz de los traidores grabada en la frente, aguarda resignada y sin pavor la bala que al quebrar su carne certifique que el c¨ªrculo se ha cerrado.
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