El malestar espa?ol
A Edgar Morin
Se han desplomado sin estruendo las banales ilusiones espa?olas: nunca hubo nada parecido a la prosperidad anunciada por los publicistas gubernamentales y nunca estuvimos asentados con firmeza en alg¨²n s¨®lido cimiento. Ni antes con Aznar, ni ahora con Zapatero.
La estafa financiera global ha dejado al descubierto la tramoya de una econom¨ªa sostenida por una ficci¨®n contable: el pa¨ªs se enriquec¨ªa vendi¨¦ndose a s¨ª mismo casas que no pod¨ªa pagar. El hallazgo ha provocado un aterrorizado pasmo y, como si hubiera llegado la hora de enmendar el descarriado rumbo de nuestra generaci¨®n, algunos se atreven a preguntar en qu¨¦ nos equivocamos.
La inminencia del desastre espolea una desorientada reflexi¨®n sobre c¨®mo podr¨¢ Espa?a salir del atolladero en el que se ha metido y, t¨ªmidamente, se llega a una desesperante conclusi¨®n. La competitividad y la formaci¨®n de nuestros ciudadanos son el m¨¢s lamentable saldo que cabe imputar a los 30 a?os de democracia consumidos, sin alcanzar en rendimiento y excelencia ni al m¨¢s rezagado de nuestros vecinos europeos.
La expulsi¨®n de los jud¨ªos nos priv¨® de una fuerza decisiva en la reinvenci¨®n cultural de la modernidad
Aunque resulta inc¨®modo asegurar que nos enfrentamos por ello a la posibilidad de un sonoro fracaso hist¨®rico, lo cierto es que ¨¦sta puede ser la ¨²ltima oportunidad que tengamos para entender de d¨®nde procede nuestra incapacidad.
A los que reclaman para s¨ª el rango de dirigentes y se ofrecen a resolver nuestra penuria, les corresponde corregir las carencias estructurales m¨¢s flagrantes, discernir alguna alternativa factible a nuestro pobre tejido industrial y movilizar las innumerables voluntades que har¨¢n falta para rehabilitar a una Espa?a nuevamente desolada.
Pero mientras se gesta la resoluci¨®n que inspire alguna respuesta eficaz a la magnitud de un desaf¨ªo inaplazable, no estar¨¢ de m¨¢s remontarse hasta el origen de nuestra decepcionante singularidad. ?Por qu¨¦ somos la sociedad menos competitiva de la Europa moderna? ?Qu¨¦ rasgo de nuestro car¨¢cter nos ancla en la complacencia arcaica de un mundo aut¨¢rquico? ?Por qu¨¦ nos fastidia el juego de la emulaci¨®n y la competencia? ?Qu¨¦ nos molesta tanto de la modernidad? Y, sobre todo, ?por qu¨¦ nos negamos a aceptar la responsabilidad de la emancipaci¨®n ciudadana?
Si evitamos las especulaciones metaf¨ªsicas que en otro tiempo nos hicieron sonre¨ªr, y dejamos de lado la mascarada de nuestra err¨¢tica identidad, adquiere una destacada importancia el acontecimiento hist¨®rico que nos distingue de nuestro entorno europeo: Espa?a ha sido el ¨²nico pa¨ªs sin jud¨ªos.
La participaci¨®n de la comunidad jud¨ªa en el impulso ilustradopermite evaluar los efectos perversos que su ausencia tuvo entre nosotros.
La desgraciada ocurrencia de la expulsi¨®n nos priv¨®, en el crucial instante del renacimiento europeo, de una fuerza que se revelar¨ªa decisiva en el proceso de reinvenci¨®n cultural propio de la modernidad. La elaboraci¨®n de las ideas que cambiaron el aspecto del mundo, la insurgencia que renov¨® la naturaleza del pacto social y la construcci¨®n del individuo inteligente como sujeto central de la Historia deben mucho a los miembros de una comunidad inclinada por necesidad y vocaci¨®n a impugnar los dictados de la tiran¨ªa.
Para hacernos una idea del legado que los jud¨ªos no dejaron en Espa?a debemos imaginar la influencia que habr¨ªa tenido entre nosotros la erudita disputa de los rabinos (con su radical veneraci¨®n por el libro, la letra y la palabra) y las consecuencias culturales de su pasi¨®n pol¨¦mica. Las vehemencias patriarcales de los jud¨ªos en la sinagoga habr¨ªan dado a nuestro paisaje intelectual una productiva intensidad. Y no s¨®lo por la caudalosa genealog¨ªa de sus saberes. All¨ª donde pudo subsistir, la pluralidad de creencias ayud¨® a reconocer la soberan¨ªa moral del conocimiento y la familiaridad con otras lenguas, otros ritos, otras concepciones del mundo, sembraba una duda de alto valor pedag¨®gico al que no pod¨ªa ser ajeno un curioso y tolerante observador.
Pero la comunidad jud¨ªa contribu¨ªa al dinamismo de la Historia con aportaciones parad¨®jicas que resultar¨ªan esenciales al esp¨ªritu del hombre moderno. La tenacidad de sus infatigables discusiones extend¨ªa entre la sociedad de su tiempo una deslumbrante oleada de herej¨ªas y disidencias. ?Ojal¨¢ hubi¨¦ramos tenido entre nosotros al Spinoza que los rabinos de ?msterdam expulsaron con furiosos anatemas de la sinagoga! ?Qui¨¦n hubiera o¨ªdo entonces sus ¨¢cidas sentencias filol¨®gicas contra la Biblia! ?Y las lecciones esc¨¦pticas de Francisco S¨¢nchez en Toulouse! Y as¨ª hasta llegar, siguiendo las huellas de la fertilizante estirpe sefardita, a las recientes reflexiones multidisciplinares del pensador Edgar Morin.
Sin embargo, a pesar de ser tan notable la contribuci¨®n de los jud¨ªos al desarrollo cultural de las naciones -sobre todo desde la Revoluci¨®n Francesa, cuando tantos de ellos abandonaron sus creencias seculares para incorporarse al prometedor cosmopolitismo laico de los gentiles-, no ha sido s¨®lo su ausencia la que ha conformado nuestra ¨¢spera relaci¨®n con los valores del mundo moderno.
La obsesi¨®n por extirpar de Espa?a cualquier atisbo de influencia jud¨ªa dio a la Inquisici¨®n siglos de potestad para modelar a su antojo el alma macilenta de un pa¨ªs atemorizado por la epidemia emocional de las delaciones. Pero la amenaza del deshonor y la hoguera no cerc¨® tan s¨®lo a los conversos, met¨®dicamente humillados para ejemplo de todo cuanto s¨²bdito se atreviera a desobedecer la sumisi¨®n dominante.
En alg¨²n pliegue de nuestra h¨¦lice gen¨¦tica debe estar inscrita la lecci¨®n aprendida a lo largo de estos siglos de vilipendio. Un escarmiento dolorido que, ciertamente, s¨®lo aparece en forma de resentimiento: esa fuerza rencorosa que impide al individuo consumar su raz¨®n de ser. Pues lo singular entre nosotros es que la costumbre de la desconfianza s¨®lo pudo forjarse mediante una convicci¨®n tan fervorosa como asustada. El h¨¢bito de cercar al pr¨®jimo con la sospecha que lo incrimina, el recelo que le reprocha ser lo que es, brota instintivamente contra las cualidades de cooperaci¨®n y competencia del individuo libre. La sospecha y la desconfianza implantadas por la demoledora maquinaria inquisitorial se transformaron en esa presuntuosa filosof¨ªa popular que configura el m¨¢s acentuado rasgo de nuestro car¨¢cter, precisamente el que arruina las potencias liberadas por la Modernidad.
?Ser¨¢ posible liquidar alg¨²n d¨ªa la est¨¦ril herencia nacional? ?Cu¨¢ndo podr¨¢ la sociedad espa?ola dar a sus fuerzas creativas la plenitud productiva que vemos florecer en tantos lugares? El sarcasmo que dedicamos al m¨¦rito ajeno enmudecer¨ªa y nos acostumbrar¨ªamos a emular la competencia individual que hace prosperar a las naciones. En lugar de confiar en la suerte, la prebenda o el favor, el espa?ol abandonar¨ªa la atribulada dote de sus antepasados para asumir la responsabilidad personal de la emancipaci¨®n moderna.
Basilio Baltasar es director de la Fundaci¨®n Santillana.
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