ESCLAVOS DE LA FAMA
Cuando yo era peque?o, los ni?os y ni?as quer¨ªamos ser m¨¦dicos o modelos o enfermeras o bomberos o maestros o modistas. Ahora quieren ser famosos. Vivimos en una sociedad narcisista y competitiva que impulsa a los j¨®venes a desarrollar irreales expectativas acerca de s¨ª mismos. Y los medios les ratifican en la convicci¨®n de que no importan las razones por las que uno pueda ser c¨¦lebre: basta con serlo. La condici¨®n para ello es ser reconocido como tal por nuestros iguales, puesto que, enterrada (por sospechosa) la certidumbre ilustrada acerca de la existencia de est¨¢ndares objetivos de valoraci¨®n, el espaldarazo de nuestros semejantes se convierte en el principal criterio. Paris Hilton -una famosa por ser famosa- puede presumir de 61 millones de referencias en Internet. Stephen Hawking, de poco m¨¢s de dos.
Muchos j¨®venes utilizan Facebook, Tuenti, MySpace o Twitter para darse a conocer, para 'triunfar'
La popularidad de las redes sociales es un buen ejemplo de esa necesidad de exhibirse que constituye uno de los rasgos evidentes de nuestro estilo de vida. M¨¢s all¨¢ de la mera sociabilidad y del deseo de relacionarse con sus iguales, muchos j¨®venes utilizan Facebook, Tuenti, MySpace o Twitter para darse a conocer, para triunfar: el n¨²mero de "mensajes en el muro" o de "actualizaciones de perfil" es el baremo de la popularidad, la antesala del triunfo.
Hasta aqu¨ª lo m¨¢s o menos obvio. Volvamos ahora a la fama tal como se entiende (y se anhela) en nuestras sociedades hipermodernas: ?cu¨¢l es su funci¨®n? Un libro reciente de Tom Payne (Fame, from the Bronze Age to Britney, Vintage) propone la sugestiva -pero a veces forzada- teor¨ªa de que la moderna adoraci¨®n de las celebridades est¨¢ firmemente enraizada en nuestra civilizaci¨®n: entre Ifigenia -convertida en semidiosa gracias a su sacrificio- y Jade Goody -la concursante de Big Brother que eligi¨® morir en directo- no habr¨ªa distancias insalvables: el sacrificio (ritual) es el camino al mito. A la fama eterna.
Ahora somos nosotros los que elegimos a nuestros semidioses cutres: en la programaci¨®n de las diferentes televisiones no faltan ni los talk shows, en los que se discute interminablemente acerca de la vida ¨ªntima de las celebridades, ni los concursos o competiciones en los que los espectadores seleccionan, mediante distintas pruebas y ordal¨ªas (danza, supervivencia en islas desiertas o Gran Hermano), a las que pronto sustituir¨¢n a las ya gastadas.
La prueba final es el sacrificio ritual: la entronizaci¨®n en el Pante¨®n de la Fama llega necesariamente tras el Calvario. Michael Jackson fue un ¨ªdolo de masas mucho antes de sufrir el castigo por la sospecha de pederastia: su muerte ha lavado la (presunta) mancha elev¨¢ndolo al Olimpo. Diana tuvo que pasar su propio v¨ªa crucis antes de convertirse en la adorada princesa del pueblo. Goody sufri¨® el ostracismo por el intolerable pecado racista de llamar papadum (torta de pan) a la actriz Shilpa Shetty: lo purg¨® yendo a la India a disculparse en la versi¨®n local de Gran Hermano, pero s¨®lo logr¨® el perd¨®n (y su mitificaci¨®n) con su c¨¢ncer letal diseminado en YouTube. Ellos eligen lo que quieren ser y nosotros (con las herramientas medi¨¢ticas) seleccionamos a quien nos sirve para conjurar las ansiedades, deseos y abstractas violencias que experimentamos. Quid pro quo.
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