LA ENTENDIDA DE CODESO
Cuando aquella noche el hombre llam¨® a mi puerta, yo ya sab¨ªa que Don Manuel se escond¨ªa en la caba?a del valle. Una tarde hab¨ªa distinguido a lo lejos su sombrero claro y la escopeta de su guardaespaldas, y las ma?anas m¨¢s frescas el viento me hab¨ªa tra¨ªdo el olor de la le?a ardiendo desde el otro lado del Ulla.
Don Manuel hab¨ªa hecho fortuna vendiendo w¨®lfram de estraperlo a los alemanes durante la guerra de Europa. Luego hab¨ªa emigrado a Cuba, de donde regres¨® todav¨ªa m¨¢s rico y con la costumbre de fumar cigarros puros y cubrirse la cabeza con aquel sombrero de paja. Nadie sab¨ªa por qu¨¦ cada verano abandonaba su hacienda para instalarse en la casucha del valle. Unos aseguraban que se ocultaba de un militar con cuya mujer hab¨ªa mantenido tratos; otros dec¨ªan que hu¨ªa de un rufi¨¢n como ¨¦l a quien hab¨ªa estafado en La Habana.
El caso es que cuando abr¨ª la puerta y el lugarteniente solicit¨® mi ayuda, lo segu¨ª hasta la caba?a. Encontr¨¦ a Don Manuel con el rostro quebrado de dolor, postrado sobre una camilla rudimentaria hecha con una manta vieja atada a dos palos de escoba.
-?Ad¨®nde quiere llevarlo? -pregunt¨¦.
-Ante la Entendida de Codeso -respondi¨®, y me entreg¨® un billete de cien.
La Entendida de Codeso lo mismo recompon¨ªa un tobillo dislocado que preparaba ung¨¹entos para aliviar el sarampi¨®n, pero su gordura la obligaba a recibir a los pacientes en casa, en lo alto del monte.
Cuando tres horas despu¨¦s alcanzamos la cumbre, la Entendida examin¨® la espalda del estraperlista, y nos entreg¨® una bolsa con hierbas para a?adir a un ba?o caliente.
Descendimos a la caba?a y llenamos con agua un pote de hierro, de boca estrecha pero tan panzudo como para contener a un hombre agachado. Lo calentamos al fuego, vertimos las hierbas, las removimos con un palo e introdujimos a Don Manuel hasta el pescuezo.
Tras una hora a remojo, el remedio de la curandera hab¨ªa entonado tanto al enfermo que pidi¨® uno de sus cigarros puros. Fue al ir a encenderlo cuando repar¨® en que estaba encajado en el pote, sin posibilidad siquiera de sacar un brazo.
Tras in¨²tiles esfuerzos por liberarlo, el esbirro me alarg¨® otro billete y enfilamos de nuevo el monte cargando el pote con un palo cruzado en el asa. Don Manuel iba embutido hasta la cabeza, pero ni el cigarro que colgaba en sus labios le impidi¨® reprobarnos durante el trayecto.
En la cima, la Entendida de Codeso dictamin¨®:
-Si entr¨® caliente, caliente deber¨ªa de salir.
All¨ª mismo colgamos el pote de una rama y plantamos debajo un fuego para calentar el agua. A¨²n no hab¨ªa comenzado a hervir cuando, como hab¨ªa predicho la curandera, Don Manuel sali¨® disparado del cacharro y, escaldado, ech¨® a correr ladera abajo, donde se top¨® con un guardia que lo apres¨® por conducta impropia.
Luego vimos al contrabandista esposado y desnudo. Llevaba el sombrero claro, el cigarro puro y mucho rencor en los ojos.
Domingo Villar es autor de la novela La playa de los ahogados (Siruela).
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