Las ense?anzas de Ant¨ªgona
Los montes Torozos son las ¨²nicas elevaciones en la inmensa llanura de Tierra de Campos. Durante la Guerra Civil, especialmente durante el terrible verano de 1936, se convirtieron en un cementerio improvisado. Era all¨ª, aprovechando sus cortes y vaguadas, donde grupos de falangistas conduc¨ªan diariamente a sus rivales pol¨ªticos y, tras matarles con frialdad, los enterraban entre carrascas, quejigos y encinas. En estos montes se concentra el mayor n¨²mero de fosas comunes de la provincia de Valladolid.
No fueron meros ajustes de cuentas, sino asesinatos perfectamente organizados cuyo objetivo era el exterminio "planificado, sistem¨¢tico y generalizado de todo el tejido asociativo y las corporaciones municipales de la Segunda Rep¨²blica". Asesinatos consentidos y apoyados por las nuevas autoridades, tan crueles como innecesarios, pues no hubo en la zona ni un conato de resistencia. Las patrullas de falangistas recorr¨ªan los pueblos de los alrededores y se llevaban a hombres, muchachos y, en alg¨²n caso, mujeres, con la obscena impunidad del que acude a los puestos de la feria a elegir el ganado para el matadero.
En los montes Torozos a¨²n yacen enterrados sin identificar unos 2.000 asesinados en la Guerra Civil
Sorprende el silencio de las autoridades y de la Iglesia
Es dif¨ªcil saber la cifra total de los asesinados, pero la Asociaci¨®n para la Memoria Hist¨®rica habla de unos 2.000, lo que en una zona escasamente poblada es una cifra estremecedora. Un informante que ha vivido en estos montes toda su vida recuerda a su padre comentando que llegaban camiones con m¨¢s de 20 personas cada noche. S¨®lo en Medina de Rioseco, la capital de la comarca, un pueblo con una importante tradici¨®n sindical y republicana, mataron alrededor de 200 personas.
Todos los a?os, en un lugar de los montes Torozos, situado junto a Pe?aflor de Hornija, a unos 20 kil¨®metros de Valladolid, se re¨²nen familiares y amigos para recordar lo que pas¨®. Es una ceremonia sencilla y emocionante, en que se leen poemas y testimonios personales ante un monumento improvisado con dos vigas de tren.
Este a?o acudi¨® Sabina de la Cruz, viuda del poeta Blas de Otero. Su familia procede de Cuenca de Campos, un pueblo cercano, y su padre es uno de los desaparecidos. Viv¨ªa en Bilbao pero quiso la mala suerte que regresara a su pueblo ese verano para visitar a su familia y aprovecharan para matarle. En los a?os sesenta, ella y Blas de Otero se acercaron a estos montes tratando de encontrar alg¨²n indicio de su fosa, pero nadie quiso hablar con ellos. "All¨ª no hab¨ªa nada" se dice en el poema estremecedor que ella escribir¨ªa a su regreso. "Ni una tumba que Miguel diga dulc¨ªsima, / ni esa brizna de hierba que refresca / los huesos de los muertos". Los muertos del bando nacional figuran en placas expuestas a laentrada de las iglesias, pero estos otros no tienen derecho ni siquiera a que se pronuncien sus nombres. Sorprende el silencio de las autoridades y, en general, de la sociedad vallisoletana, que consiente estas manifestaciones anuales como si se tratara de reuniones nost¨¢lgicas de ancianos que rememoran tristes batallas de juventud. Y sorprende sobre todo el silencio de la Iglesia, para quien enterrar dignamente a los muertos es una de las tareas esenciales de su credo. Y digo que sorprende porque la mayor¨ªa de los asesinados eran creyentes y sin duda habr¨ªan deseado para s¨ª mismos un entierro con los rezos, las bendiciones y el amor de sus sacerdotes.
Han pasado 70 a?os y es m¨¢s necesario que nunca hablar de todo esto. Los familiares m¨¢s directos de los desaparecidos son ya muy ancianos, y dentro de poco no quedar¨¢ nadie que los recuerde. Interesarse por ellos es un acto con un profundo significado c¨ªvico, pues a un crimen pol¨ªtico se ha respondido con un crimen ontol¨®gico. "Los desaparecidos -ha escrito George Steiner- son nuestra memoria. Un mal que existe en nuestros cuerpos personales, una huella con la que vivimos y que ninguna justicia puede borrar. Deuda impagable, sin compensaci¨®n posible. As¨ª trabaja la memoria, como una marca con la que debemos vivir, como una terrible elecci¨®n. El desaparecido dejar¨ªa de ser si la memoria de los desaparecidos dejara de existir". Y a?ade: "Si lo que sucedi¨® no se reconoce, entonces no tiene m¨¢s remedio que seguir ocurriendo siempre, en un eterno retorno".
Somos lo que recordamos. Si al hombre le privaran de memoria perder¨ªa su humanidad. Gracias a la memoria no s¨®lo vivimos nuestra vida sino la de los dem¨¢s. La cultura es memoria. Las bibliotecas, los museos, los monumentos el pasado, son construcciones de la memoria. En ellos se guardan las huellas de los hechos y las vidas de los que nos precedieron, lo que nos permite dialogar con ellos y burlar a la muerte. Todos los seres queridos que desaparecen, siguen viviendo en los relatos de quienes les sobreviven. La memoria es "lo m¨¢s necesario de la vida". Sin embargo, en muchas cunetas y vaguadas de Espa?a a¨²n yacen enterrados sin identificar decenas de hombres y mujeres que fueron asesinados vilmente durante la Guerra Civil. Reconocerlo no es un acto caprichoso ni irresponsable. No se trata de ajustar cuentas con el pasado, s¨®lo de ocuparnos de estos miembros de nuestra comunidad como desear¨ªamos que se ocuparan de nosotros.
Ant¨ªgona fue condenada a muerte por querer enterrar a su hermano, abandonado al arbitrio de los perros y los cuervos por orden del rey de Tebas.
Cuidar a nuestros muertos, nos ense?a Ant¨ªgona, es integrar su muerte en la vida. Es un acto de amor, tender ese lazo posible y deseado entre seres que se pertenecen y que se ven unos a otros como seres humanos. Los que fueron enterrados sin amor ni l¨¢grimas, fueron deshumanizados por este acto. Recordarles es devolverles la humanidad que se les neg¨®.
Es esto lo que significa la historia del zamorano Venancio Prieto. Su padre fue asesinado en agosto del 36 con otros del pueblo. Dej¨® mujer y cinco hijos muy peque?os. No ten¨ªan para comer y Venancio, que s¨®lo ten¨ªa seis a?os, iba a pedir pan y manojos de le?a por las casas. Cuando le preguntaban de qui¨¦n era ¨¦l, contestaba candorosamente: "De Medero, el que mataron".
Tiene raz¨®n Almod¨®var, hay muchos tipos de familia. Por ejemplo, la de ese ni?o y su padre asesinado por los fascistas; o las de todos los que a¨²n se empe?an en buscar a los seres que perdieron una noche aciaga de hace 70 a?os. Una familia es un grupo de personas que cuida de un peque?o ser, ha dicho Pedro Almod¨®var. Seres peque?os son los ni?os, pero tambi¨¦n los muertos que amamos. No hay nadie m¨¢s insignificante ni m¨¢s necesitado que ellos, pues basta que dejemos de recordarlos para que desaparezcan para siempre.
Sorprende que en este pa¨ªs, donde hay tantos defensores de la familia, se olviden de familias tan ejemplares y fieles. Frente a la crueldad de los que una noche entraron en sus casas para privarles de lo que amaban, ellas siguen pronunciando a solas los nombres de esos peque?os seres que son sus muertos. Quieren tomarles de la mano y conducirles, como a ni?os maltratados, a un pa¨ªs justo donde puedan encontrar el respeto y la ternura que se les neg¨®. Ayudarles en esa tarea es una obligaci¨®n no s¨®lo pol¨ªtica sino moral. Una tarea de todos que no debe demorarse m¨¢s.
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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