Las guerreras del sari rosa
Andaos con ojo, maridos violentos, polic¨ªas untados, pol¨ªticos corruptos, bur¨®cratas indolentes... Ah¨ª fuera hay una mujer dispuesta a no dejaros pasar ni una m¨¢s. Se llama Sampat Pal. No est¨¢ sola. Tiene detr¨¢s a otras 100.000 como ella. Luchar¨¢n juntas hasta donde haga falta contra la injusticia en India. Son las guerreras del ej¨¦rcito de los saris rosas.
Su comandante en jefe acariciar¨¢ tu rostro cuando le mires a los ojos por primera vez. No hay que dejarse enga?ar. Tambi¨¦n parece querer sacarte las entra?as mientras te sondea. As¨ª es Sampat Pal. Impredecible. Cari?osa cuando quiere. Agresiva si es necesario. Puro nervio. Un terremoto de 47 a?os y poco m¨¢s de metro y medio de estatura. "?Gulabi Gang vencer¨¢!", grita al conocer cualquier fechor¨ªa merecedora de la intervenci¨®n del Gulabi Gang, la banda del color rosa. Sus huestes responden al grito de guerra blandiendo los lathis, esos garrotes que emplean como ¨²nico medio de defensa personal. "Hoy habr¨¢ movida", susurra Sampat gui?ando un ojo. Y sube al jeep que zumbar¨¢ por la destartalada carretera de Atarra. Cien soldados esperan ansiosas la llegada de su l¨ªder para llevar a cabo una marcha por las calles de Fatehpur.
"Estoy en contra de la violencia. Pero si me atacan, me protejo. no s¨¦ poner la otra mejilla"
"Soy feminista, me gusta trabajar con y para las mujeres. Empujarlas a que sean independientes"
Atravesamos el coraz¨®n de Bundelkhand. Esta deprimida regi¨®n al norte de India pertenece al Estado de Uttar Pradesh, el m¨¢s poblado del pa¨ªs, con 175 millones de habitantes. La pobreza campa aqu¨ª a sus anchas, lejos del milagro econ¨®mico orquestado por el primer ministro, Manmohan Singh, a principios de los noventa cuando ocupaba la cartera de Finanzas. El monz¨®n que asoma a principios de julio est¨¢ a la vuelta de la esquina. El calor y la humedad son sencillamente insoportables. Esquivamos vacas, tractores rebosantes de fardos de paja, camiones, bicicletas y motocarros atestados de gente. La carretera es un r¨ªo humano. Hombres, mujeres y ni?os caminan desde primera hora hacia las bombas de suministro de agua en busca de aseo y refresco. Sampat se?ala el pueblecito de Kairi desde la ventanilla del veh¨ªculo. "Ah¨ª nac¨ª yo". Ah¨ª comienza esta historia.
La peque?a Sampat vio la luz entre arrozales, b¨²falos, ovejas fam¨¦licas que beben en aguas inmundas y parias tendidos a la sombra de los chamizos. Nada de todo eso parece haber cambiado en cinco decenios. Hija de pastores, ambos analfabetos y miembros del clan de los Gadaria, estaba destinada a no ir al colegio. Deb¨ªa aprender a cuidar reba?os y a elaborar chapatis, las deliciosas hogazas de pan indio. Su familia s¨®lo esperaba de ella que se convirtiera pronto en joven esposa. Demasiado pronto.
La ni?a mostraba inter¨¦s por aprender otras cosas. El alfabeto, por ejemplo. Su t¨ªo Kakka convenci¨® a sus padres para que la dejaran ir a la escuela durante dos cursos. Pero nadie pudo evitar que contrajera matrimonio a los 12 a?os. "Perd¨ª la virginidad siendo imp¨²ber", ha contado en el libro sobre su vida, El ej¨¦rcito de los saris rosas, publicado en Espa?a por la editorial Planeta. Hoy, con la mirada perdida y los ojos vidriosos, rememora: "Aquella terrible experiencia me hizo desarrollar una especial empat¨ªa hacia el dolor y el sufrimiento de las mujeres". Quiz¨¢ fuera el detonante de todo lo que vendr¨ªa despu¨¦s. Una vida entregada al activismo social. Desde la organizaci¨®n de talleres de costura para mujeres hasta la fundaci¨®n, en 2003, de una especie de ONG para el desarrollo y la financiaci¨®n de peque?os grupos de trabajadoras. Sampat tambi¨¦n comenz¨® a mediar en conflictos entre vecinos y familiares. Y a enmendar la plana a maridos violentos. "Llev¨¢bamos a cabo actividades cada vez m¨¢s combativas. Me segu¨ªan las trabajadoras. Un d¨ªa pens¨¦: '?Por qu¨¦ no llevar un uniforme que nos distinguiera al realizar nuestras acciones? Podr¨ªa significar que algo nuevo estaba pasando en este rinc¨®n de India. Algo hecho exclusivamente por mujeres".
As¨ª naci¨®, en marzo de 2006, el ej¨¦rcito de los saris rosas. Con apenas 25 soldados, de entre 40 y 60 a?os. Muchas de ellas, viudas. "Hoy somos casi 100.000. Quise crear una uni¨®n femenina, una uni¨®n poderosa", explica su fundadora. "El color rosa que vestimos significa revoluci¨®n. Luchamos contra la dominaci¨®n masculina imperante, contra los padres que no permiten a sus hijas recibir educaci¨®n y apa?an sus matrimonios siendo ni?as. Ayudamos a mujeres maltratadas, pero tambi¨¦n a pobres y parias humillados por los brahmanes de casta superior. Tambi¨¦n nos enfrentamos a los pradhans, los jefes de gobierno de los pueblos. Muchos son corruptos, no se preocupan de dar trabajo a los necesitados, ni llevan a cabo un reparto justo de la propiedad de las tierras".
El 'jeep' se detiene a las afueras de Fatehpur. Un centenar de mujeres vestidas de rosa se arremolinan en torno al veh¨ªculo. Han venido caminando desde varios pueblos a la redonda. Muchas de ellas son dalits o intocables. Forman parte de las castas m¨¢s bajas del sistema indio. Algunas no tienen d¨®nde dormir. Est¨¢n hartas de la falta de agua potable, de las irregularidades y cortes en el suministro el¨¦ctrico, de que los gobernantes se repartan las tierras del pueblo e impidan que los ciudadanos puedan trabajarlas, de vivir bajo el umbral de la pobreza, pero sin acceso a los documentos que reconocen esa condici¨®n y facilitan la compra de alimentos de primera necesidad. "?Gulabi Gang vencer¨¢!", gritan todas al ver a su comandante en jefe bajar a duras penas del veh¨ªculo. Hace tres meses sufri¨® un accidente al caer de un tractor. No ser¨¢ obst¨¢culo para que marchen juntas hasta el centro de la ciudad. Pretenden entregar en mano al magistrado de distrito un memorando donde denuncian todas estas injusticias.
Hemlata Patel, de 40 a?os, es responsable del Gang en la zona. Asegura tener bajo su mando entre 2.500 y 3.000 soldados.
-?Por qu¨¦ se alist¨® en este ej¨¦rcito?
-Para combatir por las que visten el sari rosa. Nos juntamos para luchar. Somos compa?eras de batalla. El resto del tiempo, cada una sigue su vida. No estoy aqu¨ª por dinero. Tengo tres hijos y un marido. Y me apoyan.
Hemlata presenta a una de sus reclutas m¨¢s j¨®venes. Manja tiene 25 a?os. Es hermosa y fuerte. "Estaba desesperada. Sin trabajo, sin familia, nada. Ahora tengo fe en que las cosas pueden cambiar si luchas. Juntas sentimos que tenemos fuerza. Mucha fuerza. Es todo lo contrario a estar sola y triste. Unidas nos enfrentamos hasta con la polic¨ªa, si es necesario. Y no tengo ning¨²n miedo de hacerlo. S¨¦ que todas estas mujeres estar¨¢n junto a m¨ª para defenderme".
Las soldados despliegan una pancarta: "Vamos, mujer. ?Despierta! Enfr¨¦ntate a los ataques contra ti. Abraza la antorcha de la luz contra la injusticia". Es la una y media de la tarde. La marcha arranca bajo un bochorno de casi 50 grados. Una marea rosa se cuela entre los coches. Alzan sus garrotes. Interpretan c¨¢nticos. Los hombres observan el espect¨¢culo, entre desconcertados y nerviosos, desde las puertas de los talleres, los comercios, los cafetines y puestos de mangos. Media hora m¨¢s tarde, la concentraci¨®n toma pac¨ªficamente la Corte de Distrito de Fathepur, sede del Gobierno provincial.
Hasta el despacho del magistrado de distrito, Saurabh Babu, llegan gritos de guerra. "?D¨®nde est¨¢s, magistrado?, ?por qu¨¦ no quieres hablar con nosotras?". Babu se lo pensar¨¢ 20 minutos antes de salir. Dos hombres con fusiles guardan sus espaldas. Sampat Pal sube el tono. Estalla como un volc¨¢n para denunciar c¨®mo dejaron sin tierra al marido de esta mujer. O por qu¨¦ aqu¨¦lla tiene dificultades para dar agua a su beb¨¦. La vida no es f¨¢cil aqu¨ª en Uttar Pradesh.
Quiz¨¢ lo verdaderamente importante, con independencia de la menor o mayor diligencia con la que este dirigente afronte los problemas que acaba de conocer de primera mano, es que hoy no podr¨¢ escurrir el bulto. Al menos por un d¨ªa, reconocer¨¢ cu¨¢nto hay de verdad en lo que est¨¢ escuchando. Si no mueve ficha despu¨¦s de esta visita, sus problemas ir¨¢n en aumento. La comandante en jefe advierte: "Estaremos pendientes de lo que seas capaz de hacer. Y si no haces nada, volveremos. Quiz¨¢ no seamos tan educadas la pr¨®xima vez". Sampat Pal est¨¢ satisfecha. Arenga a sus tropas antes de despedirse: "?Cuidaos, permaneced atentas a los problemas de las mujeres! Recordad esto siempre: unidas sois m¨¢s fuertes".
Al d¨ªa siguiente visitamos el cuartel general de la banda en Atarra. El austero bajo de una peque?a vivienda sirve de oficina y morada. Una estancia compartida con Jay Prakash. Su mano derecha. "?l es mi gu¨ªa. Un amigo. Un hombre muy honesto. Lamentablemente, soy analfabeta. ?l lleva el papeleo de la organizaci¨®n. Nos conocimos en 2004, cuando yo estaba formando los grupos de trabajo de mujeres. Hoy compartimos pensamientos, ideolog¨ªa. Vivimos bajo el mismo techo, pero cada uno tiene su familia. ?l la suya y yo la m¨ªa". Y punto.
Esta ma?ana tambi¨¦n hay un polic¨ªa en la morada de Sampat Pal. La visita no se parece en nada a los violentos registros que sufri¨® en el pasado tras ser falsamente acusada de mantener contactos con la guerrilla naxalita, de origen mao¨ªsta. "Tener enemigos es inevitable cuando diriges un ej¨¦rcito", asume ella. "Algunos me han amenazado de muerte. A los corruptos no les interesa que las cosas cambien por aqu¨ª". La comandante conversa apaciblemente con el agente entre aromas de pachuli y el lamento de las aspas de un ventilador. Junto a ellos, sentados en un banquito de madera, cinco miembros de la misma familia atienden al parlamento. Un joven escu¨¢lido muestra la brecha en su cr¨¢neo. Se ha visto envuelto en una trifulca familiar provocada por la disputa de la propiedad de una casa. El muchacho se llama Sushil. Tiene 24 a?os. Aparenta m¨¢s. "Conozco muchos problemas como ¨¦ste. Problemas peque?os, de cada familia", justifica el polic¨ªa con desgana. Sampat le ha invitado a su casa para hacerle entender que deber¨ªa ocuparse de estos asuntos. Y el agente se saca un moco mientras escucha.
La mujer que ha venido con su familia a pedir ayuda a las guerreras de rosa tendr¨¢ que alistarse si quiere recibir amparo. El peaje son 170 rupias por el ingreso y otras 100 por el sari. As¨ª funciona esto. Nada aqu¨ª es gratuito. "Pero es la mejor forma de que el compromiso se convierta en algo a largo plazo y no en soluci¨®n r¨¢pida a un problema concreto. Nuestro Gang se fund¨® para afrontar empresas con muchos frentes abiertos. Es necesario formar parte de esta historia con todas las consecuencias. Ah¨ª reside tambi¨¦n buena parte de nuestra fuerza".
As¨ª empiezan muchas. Como esta mujer desamparada. As¨ª empez¨® Sampat Pal. Harta de que ninguna administraci¨®n escuchara sus quejas. Y de que hasta su marido le aconsejara olvidarse de los problemas de otros. Conflictos que conforman el paisaje cotidiano de los casi 50.000 habitantes de Atarra. Por eso cada vez m¨¢s mujeres se lanzan en brazos de la fundadora del Gulabi Gang.
-?Es usted feminista?
-S¨ª. Me gusta lo que eso significa. Trabajar para otras mujeres. Y hacerlo en su compa?¨ªa. Empujarlas a que sean independientes, a que tomen las riendas de su vida.
-Usted se declara antiabortista.
-Estoy en contra del aborto y el divorcio.
-?Defiende el uso de la violencia?
-No. Estoy en contra de la violencia. Pero si es necesaria para protegerme, por supuesto que la empleo. Hasta donde mi lathi me permita. Hay otras armas, cuchillos y pistolas. Pero no creo en su uso. Si tenemos que ser duras, lo somos con el lathi, propio de los pastores de esta tierra. Si me atacan, me protejo. No s¨¦ poner la otra mejilla.
Relativamente al margen de las peripecias de su madre y esposa, la familia de Sampat sigue con su vida en la vecina localidad de Badausa. Munni Lal, de 55 a?os, es su marido. Permanece sentado a media ma?ana junto a la puerta de su vivienda. Hace unos a?os repart¨ªa helados y cubitos de hielo con una bicicleta. Ya no trabaja. Sus cinco hijos y algunos de los 11 nietos le acompa?an. "Me gusta lo que hace mi mujer, creo que est¨¢ bien", afirma. "Al principio tuvimos muchos problemas con los vecinos. A ella y a m¨ª nos acusaban de meternos en los asuntos de la gente. Por eso nos mudamos de Gadaria a Badausa en 1995".
-?Echa de menos a su esposa?
-A veces. Quisiera tenerla m¨¢s conmigo.
Y ella, reconfortada por las palabras de su marido, responde: "Una de las cosas que le agradezco es que no me haya dejado". Ense?a orgullosa a su familia. Y se muestra satisfecha por lo que ha logrado. "Hice todo lo que so?aba. Y aqu¨ª tienes a mis hijos; han recibido una educaci¨®n, son personas de provecho. Habr¨¢n podido echarme de menos, pero yo nunca dej¨¦ de estar pendiente de ellos. Creo que mi caso demuestra que se puede ser independiente, tener un trabajo y una vida, y cuidar de una familia".
Hay que seguir la marcha. Otras mujeres esperan escuchar estas palabras. Conducimos hasta Allahabad. All¨ª florecer¨¢ la vis pol¨ªtica de Sampat Pal entre discursos, cantos y consejos, no sin antes enfrentarse a una mujer de la localidad de Mau que ha desahuciado a su cu?ada y llevarla hasta la comisar¨ªa de polic¨ªa. La comandante en jefe del Gulabi Gang concurri¨® a los comicios legislativos de 2007 como independiente. S¨®lo obtuvo 6.500 votos. No guarda un buen recuerdo de su fugaz carrera de candidata. Ni de lo que rodea a los partidos.
-?Qu¨¦ opini¨®n le merecen los pol¨ªticos?
-Aqu¨ª, en Uttar Pradesh, ni los pol¨ªticos ni la burocracia explican lo que hacen con el dinero p¨²blico.
-?Y Kumasi Mayawati, jefa de Gobierno de Uttar Pradesh, erigida ante los de su casta como la reina de los intocables?
-?Qu¨¦ puedo decir de ella? Juega con la gente. Primero pens¨¦ que podr¨ªa ser una salvadora de los pobres. Pero es un espejismo. Est¨¢ traicionando a su gente, a los parias, al reunir a todas las castas en su partido.
-?Recibe su ej¨¦rcito alg¨²n tipo de subvenci¨®n p¨²blica?
-En absoluto. No queremos dinero corrupto. Nuestros ¨²nicos ingresos son las cuotas de las afiliadas y las donaciones.
-?Y usted de qu¨¦ vive?
-De explotar unas tierras familiares.
La m¨¢xima autoridad en el territorio donde Sampat Pal ejerce la gran parte de su actividad es el magistrado de distrito de Banda. Ranjan Kumar ronda la treintena y lleva dos a?os en el cargo. Recibe a media ma?ana, recostado en un sill¨®n de cuero de su enorme despacho. "Sampat Pal no es nada extraordinario", asegura displicente. "No es muy diferente al resto de l¨ªderes locales que suelen aparecer. Qu¨¦ quieres que te diga, me merecen m¨¢s respeto los elegidos por el pueblo". El joven Kumar reviste su discurso con la grandilocuencia propia de las ¨¦lites burocr¨¢ticas. "Si tenemos conocimiento de que se hace algo ilegal, lo investigamos. Estamos abiertos a la gente aqu¨ª, de diez a doce de la ma?ana. La polic¨ªa tambi¨¦n est¨¢ abierta". Ante las quejas ciudadanas, argumenta: "Es cierto que cuanto m¨¢s desciendas en la burocracia, la actividad se reduce. Cuatro magistrados de distrito tenemos 650 localidades bajo nuestra responsabilidad. Vigilar el dinero hacia abajo no s¨®lo es dif¨ªcil, sino imposible. Mi departamento recibe del Gobierno alrededor de 30 millones de rupias de presupuesto para un a?o. Con esa cantidad gestionamos, entre otros, el programa rural de empleo garantizado de 100 d¨ªas anuales, al que van destinados unos diez millones de rupias. Los ciudadanos dicen: 'Dadnos dinero'. Pero no reclaman cosas para el inter¨¦s com¨²n. Viven por su ¨²nico inter¨¦s. Si los pueblos no demandan cosas concretas, la burocracia permanece inactiva. Por ejemplo: quisimos implantar el suministro de agua potable, pero los vecinos nos dijeron que prefer¨ªan seguir con el sistema de bombas de presi¨®n. Ante eso, ?qu¨¦ m¨¢s puedes hacer?".
No lejos de este despacho y su aura oficialista, a unos cinco kil¨®metros, vive Krishna Gupta. Tiene 46 a?os. Fue de las primeras que se enrolaron en la banda de Sampat Pal. Todo lo que recibe de la burocracia son 300 rupias (menos de cinco euros) mensuales de pensi¨®n. Tiene su pierna derecha inutilizada por la polio. Acude a trabajar cada ma?ana a la oficina de Correos. Nadie quiso escuchar su historia cuando acudi¨® a la comisar¨ªa para denunciar malos tratos de su marido. "De ¨¦l s¨®lo he recibido palizas y malas palabras desde que nos casamos", cuenta. "Jam¨¢s me habl¨® de amor. Incluso hoy, su comportamiento es muy abusivo. Nunca he sentido cari?o por parte de mi familia. S¨®lo lo encontr¨¦ en mis amigas, en las mujeres con las que comparto lucha".
Ellas decidieron un d¨ªa que la situaci¨®n de Krishna era insostenible. Sampat reuni¨® una avanzadilla y se enfrentaron a su violento marido. "?No vuelvas a ponerle tus sucias manos encima! ?Has entendido?". La respuesta de ¨¦l fue una amenaza. Sampat no quiere entrar en detalles, pero Krishna reconoce que tras un segundo encontronazo con las del sari rosa su marido nunca volvi¨® a pegarle. Al asomarse al retrovisor de su vida, Krishna encuentra una infancia llena de confusi¨®n y tristeza. "Me casaron con 11 a?os. ?l ten¨ªa 26. Lo recuerdo como algo extra?o, casi irreal. Eres una ni?a y, de repente, de un d¨ªa para otro... ?llega hasta la puerta de casa la procesi¨®n de tu matrimonio!". Sampat y Krishna se parten de risa fundidas en un abrazo. C¨®mplices. Refugiadas en una carcajada ante lo que han soportado. Krishna tiene tres hijos. Dio a luz al primero con 13 a?os. "No s¨¦ ni c¨®mo llegu¨¦ a ser madre". Las dos amigas pasean por la orilla del r¨ªo Mandakini, entre viejos sadhus y ni?os que chapotean en sus aguas. Como Krishna, cada vez m¨¢s mujeres de India sienten que ya no est¨¢n solas. Un torrente de color rosa corre por Uttar Pradesh. Sampat Pal est¨¢ dispuesta a escuchar sus problemas. Y a empu?ar el lathi contra la injusticia. "Mis sue?os se hicieron a?icos de ni?a", suspira Krishna. "Hoy soy feliz. Mis hijos est¨¢n sanos. Tengo trabajo. Y s¨¦ que mis amigas, que este ej¨¦rcito luchar¨¢ por m¨ª si alguien vuelve a intentar hacerme da?o".?
'El ej¨¦rcito de los saris rosas', de Sampat Pal, est¨¢ editado por Planeta.
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