El lector activo
La lectura es un arte, aunque muchos autores de hoy lo ignoran, ya que andan atareados complaciendo lo que se espera de ellos: intrigas trilladas, personajes que hablen como en las series m¨¢s mediocres de televisi¨®n, estilo de tiral¨ªneas. Claridad se les reclama, y que no embrollen. Que respiren con naturalidad y no ensombrezcan las ma?anas.
Ostentadora del gusto general, la mayor¨ªa lectora, que cuenta con la reveladora complicidad del sufragio de los que no leen, act¨²a como si hubiera vencido en las urnas y eso le permitiera ahora imponer la figura del lector pasivo y someter cualquier lectura individual a la m¨¢s burda lectura general, prisi¨®n de todos.
Tiene este horror su l¨®gica si se piensa que entre los lectores de hoy triunfa aquella comodidad que ya en los a?os treinta llev¨® a Cyril Connolly a ironizar sobre los perezosos: "Con independencia del talento que inicialmente posean, se condenan a ideas y amistades de segunda mano".
Hasta donde alcanza la memoria, mi icono cl¨¢sico del lector activo es una lectora, Anna Karenina, viajando de noche en el tren de Mosc¨² a San Petersburgo. Justo en el momento en el que Tolstoi parece haber suspendido ligeramente la intriga, Anna se coloca en las rodillas un almohad¨®n y, envolvi¨¦ndose las piernas con una manta, se arrellana c¨®modamente. Despu¨¦s, pide a Aniuska una linterna, que sujeta en el brazo de la butaca, y saca de su bolsita roja un cortapapeles y una novela inglesa.
En mi recuerdo, el momento es pura iluminaci¨®n. Asocio la linterna de Anna con aquella peculiar luz propia, cuya necesaria existencia percibiera Paul Val¨¦ry cuando en sus Cuadernos consider¨® plausibles un tipo de obras que contaran con la iluminaci¨®n propia del lector, es decir, un tipo de obras escritas sin pensar en darle algo a quien lee, sino, al contrario, pensando en recibir de ¨¦l: "Ofrecer al lector la oportunidad de un placer -trabajo activo- en lugar de proponerle un disfrute pasivo. Un escrito hecho expresamente para recibir un sentido, y no s¨®lo un sentido, sino tantos sentidos como pueda producir la acci¨®n de una mente sobre un texto".
D¨¦cadas despu¨¦s, Roland Barthes recoger¨ªa el guante y dir¨ªa que para devolverle su porvenir a la escritura hab¨ªa que darle la vuelta al mito: "El nacimiento del lector se paga con la muerte del autor". Exager¨®, pero con su idea dej¨® entretenidas a dos generaciones de estudiosos y demostr¨®, adem¨¢s, que del acontecer implacable que conduce a la muerte nada nos distrae tanto como la lectura activa. La famosa muerte. La he visto esconderse en los relojes en La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, esa novela con la que Laurence Sterne llen¨® de salud la relaci¨®n del escritor con el lector: "A medida que prosiga usted en mi compa?¨ªa, el ligero trato que ahora se est¨¢ iniciando entre nosotros se convertir¨¢ en familiaridad, y ¨¦sta, a menos que uno de los dos falle, acabar¨¢ en amistad".
Puede que fallarle a tipos como al gran Sterne sea el error de tantos lectores de ahora, consumidores de suced¨¢neos de la literatura. Pero anima saber que hay indicios del regreso del lector activo. Algo comienza a moverse en medio del barullo de las novelas esot¨¦ricas y otros engendros, y se dir¨ªa que hasta incluso pierde ya fuelle la est¨²pida exaltaci¨®n del lector pasivo, que esconde en realidad la exaltaci¨®n de los que no leen. Reaparece el lector con talento y parece que comienzan a replantearse los t¨¦rminos del contrato moral entre autor y p¨²blico. Respiran de nuevo los escritores que se desviven por un tipo de lector que sea lo suficientemente abierto como para permitir en su mente el dibujo de una conciencia extra?a, incluso radicalmente diferente de la suya propia.
La secuencia central de toda lectura activa contiene el gesto m¨¢s profundamente democr¨¢tico que conozco. Es el gesto de quien sabe abrirse al mundo y a las verdades relativas del otro, a la sagrada revelaci¨®n de una conciencia ajena. Si se exige talento a un escritor, debe exig¨ªrsele tambi¨¦n al lector. Porque el viaje de la lectura pasa muchas veces por terrenos dif¨ªciles que reclaman tolerancia, esp¨ªritu libre, capacidad de emoci¨®n inteligente, deseos de comprender al otro y de acercarse a un lenguaje distinto del que nos tiene secuestrados. Como dice Vil¨¦m Vok, no es tan sencillo para un lector sentir el mundo como lo sinti¨® Kafka: un mundo en el que se niega el movimiento y resulta imposible siquiera ir de un poblado a otro.
Las relaciones entre lector y escritor remiten tanto a un mundo radicalmente negado para el movimiento como a la escena m¨¢s opuesta: dos aislados poblados kafkianos, acerc¨¢ndose. Una novela es una calle de dos direcciones, animada por dos talentos; una calle en la que la tarea que se requiere a ambos lados es, al final, la misma. Leer, cuando se lleva a cabo con linterna propia, es tan dif¨ªcil y apasionante como escribir. Tanto quien escribe como quien lee, aun entreviendo el fracaso, buscan la revelaci¨®n certera de lo que somos, la revelaci¨®n exacta de la conciencia personal de uno mismo, y tambi¨¦n de la del otro. Y aquellos que sit¨²an la lectura al nivel de la experiencia pasiva de ver televisi¨®n lo ¨²nico que hacen es vejar a la lectura y a los lectores. De hecho, las mismas destrezas que se necesitan para escribir se precisan tambi¨¦n para leer. Los escritores fallan a los lectores, pero tambi¨¦n ocurre al rev¨¦s y los lectores les fallan a los escritores cuando s¨®lo buscan en ¨¦stos la confirmaci¨®n de que el mundo es como lo ven en su peque?a pantalla. Los nuevos tiempos traen esa revisi¨®n y renovaci¨®n del pacto exigente entre escritores y lectores. Cabe esperar, parafraseando a Henry James, que pronto pueda decirse que unos y otros trabajan con lo que tienen, y sus grandes dudas son su pasi¨®n, y esa pasi¨®n es precisamente su gran tarea.
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